Jamás, durante la planeación de mi vida, pensé irme de México, mi país.
Pero sí: me fui. Las causas como las de muchos, fueron económicas. Vivo aquí, en California.
Dura toda la vida
Vivir en el país en el que no nací. Ser inmigrante, es una condición, una manera de ser que inicia al llegar al nuevo país, y que en la mayoría de los casos dura toda la vida. No dejamos de serlo.
Desde que emigré a Estados Unidos en 2000, he regresado varias veces a México, cada vez con la intención de no volver más aquí, con las ganas de quedarme en mi país, de no abandonar otra vez el lugar donde nací y otra vez la que considero mi casa, mi origen, lo más mío, aquello a lo que pertenezco, de no dejar mi México.
Pero he terminado nuevamente en los Estados Unidos. Los años corren, la vida pasa, los sobrinos crecen y los hermanos hacen su vida. Es triste.
Observo el paso del tiempo y los eventos como a través de una ventana, participando en lo que puedo, apoyando desde lejos. Preocupándome desde afuera por lo que pasa allá con los míos. Pero siempre desde afuera.
Igual que tantos, tantos inmigrantes .
Únicos pero no tanto
Los inmigrantes venimos de todas partes del mundo.
Nuestras historias son únicas y al mismo tiempo ¡tan comunes, repetidas, ¡las mismas!
Las razones inmediatas de la mudanza inicial cambian y los nombres de los actores en nuestro drama también. Pero cuando nos hermanamos con otros inmigrantes y compartimos y comparamos nuestras historias, nos damos cuenta de que las circunstancias se repiten y nos vemos reflejados en el otro. Y entonces abrimos los corazones y sus costumbres enriquecen las nuestras, y nos tranquiliza darnos cuenta de que no solo lo nuestro existe, que no somos únicos y que en otras partes también se escriben historias de inmigrantes y aquí en Estados Unidos se juntan en otras tantas piezas del mosaico multicolor que juntos formamos.
Unos vienen de tan lejos como Bangladesh, como Ferdous, quien emigró hace mas de veinticinco años. En su país era todo campos de cultivo que él, por ser de una familia acomodada, nunca tuvo que trabajar. Vino a pasear, recién casado, a conocer a su familia política. Su joven esposa – aeromoza de profesión – propuso quedarse aquí, en “America” y sus hijos aquí nacieron, cementando su transplante para siempre.
El mayor estudia medicina y Ferdous con su esposa trabajan para costearle los gastos que harán su sueño americano realidad. Su acento de extranjero ya no desaparecerá. Sigue su religion musulmana al pie de la letra y espera que Alá le ayude a encontrar una buena esposa para su hijo, pero que sea pronto, porque luego viene la educación de su hija menor que tiene doce.
Como Ferdous, soy inmigrante, aunque latina, hablo espanol, nací en México y soy mexicana, latinoamericana, conservo las costumbres y usanzas de mis coterráneos, valoro lo que de familia me viene y sigo inmersa en lo que afecta a mi comunidad.
México allí, México aquí
Emigramos, pero seguimos siendo mexicanos aunque tengamos, como mis primos, más de cincuenta años viviendo acá. Siempre seremos mexicanos.
Como todos los inmigrantes trabajo arduamente y me considero una pieza más del engranaje económico que mueve este país del que ahora formo parte.
He pasado ya un tercio de mi vida aquí. Poco a poco, muy lentamente, me he ido mimetizando. Me acostumbro. Aunque mi acento delata que mi primera lengua no es el inglés. De lejos.
Pero eso no importa ya: el lenguaje ya no es una barrera sino un puente. Vivo y trabajo rodeada de un ambiente multicultural, donde lo asiático me es cercano, y donde las pupusas de queso no me son ajenas, donde Michoacán y Jalisco se entrejuntan con Tegucigalpa y Buenos Aires, y donde al siopao o pan filipino cocinado al vapor lo puedo rellenar con frijoles negros sazonados con ajo y cebolla y muy mexicanos.
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