La comunidad japonesa latinoamericana estaba en la mira de Estados Unidos mucho antes que ocurriera el ataque a Pearl Harbor. La recolección de inteligencia, la presión para obtener la cooperación del gobierno local y la detención de los japoneses que se realizó en Panamá, sirvió de modelo para lo que se haría en el resto de América Latina durante la Segunda Guerra Mundial.
Durante el conflicto bélico, más de 2,300 japoneses con ciudadanía de países latinoamericanos e inmigrantes japoneses terminaron en campos de concentración estadounidenses.
La gran mayoría, más del 80%, eran del Perú.
Inmigración al Perú y prejuicio
Si bien separados por miles de millas, la historia de la comunidad japonesa del Perú tiene paralelos con la experiencia que vivieron los inmigrantes japoneses que arribaron en la Costa Oeste de Estados Unidos.
El primer contingente de inmigrantes japoneses que cruzaron el Pacífico en el Sakura Maru arribó al Puerto del Callao en abril de 1899. Para mediados de la década de 1920 alrededor de 20,000 japoneses ya estaban establecidos en el Perú. Un número que se incrementó cuando la Gran Depresión de los 30 golpeó al mundo y forzó a Estados Unidos, que era el destino de muchos inmigrantes, a cerrar sus fronteras.
Entonces el Perú y otros países latinoamericanos se transformaron en una alternativa atractiva. Pero la nueva ola migratoria y la necesidad de encontrar chivos expiatorios por la crisis económica que se vivía generó una fuerte reacción xenofóbica. Una reacción que se transformó en acusaciones racistas sobre el “peligro amarillo”, su “militarismo” y una “competencia perniciosa” que les quitaban trabajos a los peruanos.
En 1936 se aprobó legislación para restringir la inmigración del Japón y, más tarde, no se permitió que los inmigrantes del país oriental adquirieran la ciudadanía peruana.
La intensidad del sentimiento antijaponés llegó a tal punto que en mayo de 1940 estallaron disturbios en los que, al mejor estilo de Kristallnacht, residentes de ascendencia japonesa fueron atacados y aproximadamente 600 negocios y hogares fueron vandalizados e incendiados.
La presión estadounidense
Tras Pearl Harbor y la reunión de ministros de relaciones exteriores de enero de 1942 en Rio de Janeiro, los países latinoamericanos formaron el Comité Consultivo de Emergencia para la Defensa Política y firmaron acuerdos de seguridad con Estados Unidos. La Resolución XX del comité recomendaba la introducción de un programa de detención de nacionales de países del Eje y sugería el criterio que se debía usar para determinar su peligrosidad. De allí surge la base institucional que los llevaría a cooperar con Estados Unidos en el encarcelamiento y deportación de miembros de las comunidades de los países del Eje.
Los inmigrantes y ciudadanos que se verían afectados por los arrestos y deportaciones residían en Bolivia, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá, Perú y la República Dominicana. Pero la gran mayoría, un 80%, provenía de uno solo: Perú.
Después que comenzó la guerra, Estados Unidos motivó diplomáticamente al Perú, que después de Brasil tenía la comunidad japonesa más grande de América Latina, a que tomara medidas para neutralizar potenciales amenazas. La motivación incluía, bajo los términos de la Ley de Préstamo y Arriendo, el envío de armamentos por un valor de $29 millones. Además, la Administración Roosevelt instaló una pequeña fuerza militar estadounidense en Talara, en las inmediaciones de los pozos petroleros del norte del país andino.
Políticas represivas
Tras el ataque a Pearl Harbor, el Perú reciprocó inmediatamente. Fue el primer país latinoamericano en romper relaciones con los Países del Eje. Y el presidente Manuel Prado Ugarteche ordenó el arresto de figuras destacadas de la comunidad japonesa que figuraban en listas preparadas de antemano por el attaché legal de la embajada estadounidense, un agente del FBI. Se cerraron escuelas japonesas. Se clausuraron diarios japoneses. Se prohibieron sus organizaciones culturales y sociales.
A comienzos de 1942, aproximadamente 1,000 japoneses, 300 alemanes y 30 italianos fueron deportados a Estados Unidos.
Pero no eran solo residentes en el Perú los que eran detenidos y enviados a Estados Unidos. En el mismo período, alrededor de 850 del Ecuador, Colombia, Bolivia y 184 de Panamá y Costa Rica tuvieron la misma suerte.
Al arribar a Estados Unidos, los funcionarios japoneses eran puestos bajo la custodia del Departamento de Estado. Los otros, a quienes se les confiscaba sus pasaportes, que nunca volverían a aparecer, eran automáticamente considerados indocumentados y quedaban bajo la jurisdicción del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS). Y como estaba asociados con un país del Eje, de acuerdo al Acta de Enemigos Foráneos de 1798, eran registrados como “enemy aliens” (extranjeros enemigos). Lo que permitía a que estuviesen disponible para ser deportados en cualquier momento.
Muchos de los deportados arribaban a Nueva Orleans después de una travesía que a veces duraba semanas. Al llegar eran interrogados por agentes de inmigración para establecer su identidad y como no tenían pasaporte eran automáticamente considerados inmigrantes indocumentados. Se los llevaba a un sector en donde se los desinfectaba rociándolos con DDT.
Después eran transportados a uno de los varios campos de concentración en los que se mantenía prisioneros a quienes tuvieran asociación con los países del Eje. La mayoría de los japoneses procedentes de América Latina terminaban siendo llevados al campo de Crystal City, en Texas.
El campo, que antes de la guerra había sido utilizado para albergar a trabajadores migrantes que venían a la cosecha de la espinaca, llegó a tener 3,374 prisioneros de países del Eje. En agosto de 1944, Crystal City tenía 2,104 prisioneros de ascendencia japonesa, de los cuales más de la mitad eran de países latinoamericanos.
El campo estaba dividido entre un sector en donde se retenía a los alemanes y otro en donde estaban los japoneses. Allí, los prisioneros estaban amontonados en cabinas. Ochenta familias debían compartir un baño. Y si bien este no era un campo de concentración como los de la Alemania nazi, por otro lado, los japoneses, alemanes e italianos que estaba allí, eran prisioneros: había una cerca de 10 pies de alto que rodeaba el campo, torres de vigilancia, reflectores de alta potencia y guardias armados.
Necesidad de tener prisioneros para intercambiar
Si bien las autoridades justificaban estas medidas como necesarias para proteger la seguridad continental en tiempos de guerra, el verdadero motivo detrás del encarcelamiento de los japoneses latinoamericanos radicaba en juntar un número considerable de ciudadanos de países del Eje para tenerlos disponibles para ser intercambiados por ciudadanos estadounidenses retenidos en Asia y Europa.
Ya en 1942 se habían iniciado contactos diplomáticos, a través de países neutrales como Suiza y España, para facilitar el intercambio de prisioneros. El Departamento de Estado estimaba que, no incluyendo otros países de Asia, había unos 3,300 ciudadanos estadounidenses estancados en China, en territorio controlado por las tropas japonesas.
Como parte de estos contactos diplomáticos, para julio de 1942, Estados Unidos ya había deportado al Japón a 1,100 japoneses latinoamericanos. Esto, más que cuestiones de seguridad, era el factor fundamental que motivaba a Estados Unidos a recibir prisioneros japoneses latinoamericanos. Prisioneros que, en realidad, Estados Unidos mantenía como rehenes para intercambiarlos por ciudadanos estadounidenses retenidos por los japoneses.
El proceso, por cuestiones políticas y logísticas, quedó suspendido temporariamente durante casi un año, hasta que en septiembre de 1943 más de 1,300 japoneses fueron enviados al Japón, vía tercer países. Casi 40% eran del Perú.
En 1944, con contraofensivas aliadas en Europa y el Pacífico a toda marcha, ya el Departamento de Estados había llegado a la conclusión que no habría más intercambios de prisioneros hasta tanto concluyera la guerra. Sin embargo, el Perú continuó con las deportaciones con la obvia intención de deshacerse de la comunidad japonesa peruana. Entre enero y octubre de ese año, se enviaron 700 japoneses y 70 alemanes. Otros 130 provenían de otros países como Ecuador, Bolivia y Costa Rica.
Después de la guerra
Al final del conflicto, ni Estados Unidos ni los países latinoamericanos querían a los japoneses latinoamericanos que habían estado en los campos y muchos fueron deportados al Japón. Tras maniobras y contramaniobras legales, políticas y diplomáticas entre la Casa Blanca, el Departamento de Estado, el INS y el gobierno del Perú, recién en 1946 se consiguió que las autoridades del país sudamericano flexibilizaran su posición y aceptaran el regreso de algunos japoneses peruanos y sus parientes. Entre mayo y octubre de 1946, aproximadamente 100 prisioneros de los campos estadounidenses hicieron el viaje de retorno.
A comienzos de 1947, dos años después de que terminara el conflicto, 300 japoneses peruanos que cuestionaron en las cortes su deportación, todavía estaban en Estados Unidos. La mayoría trabajaban en Seabrook Farms, una planta procesadora de vegetales en el sur de Nueva Jersey.
¿Cómo habían llegado allí? Pues en agosto de 1946 el abogado Wayne Collins negoció con el INS para que muchos peruanos fueran transferidos de los campos de concentración a Seabrook. Las condiciones laborales en la planta procesadora no eran muy buenas, pero no solo se estaba en libertad, sino que se tenía un trabajo y se cobraba un sueldo. Con el paso del tiempo, muchos japoneses y sus familias se quedarían en Nueva Jersey.
Finalmente, en 1949 el Departamento de Estado, sin muchas alternativas abiertas, optó por dar el status de residentes a quienes todavía estaban en Estados Unidos. Pero recién en 1953, más de una década después que comenzaran los arrestos y deportaciones de japoneses latinoamericanos,
El Congreso de Estados Unidos suspendió las deportaciones.
Las detenciones extrajudiciales, la deportación a campos de concentraciones de un país en el que ni siquiera hablaban su idioma, el rigor de privaciones en campos con soldados armados, torretas de vigilancia y alambres de púa, la separación de familias, amigos, la pérdida de propiedad que nunca más recuperarían, tuvo un costo emocional, social y económico incalculable.
Reparaciones
Décadas más tarde, llegarían los reclamos para corregir el récord histórico. Los japoneses estadounidenses terminarían siendo escuchados y en 1988 recibirían un pedido de perdón de las autoridades por el error histórico cometido y una magra compensación económica.
Pero en esa ley de reparaciones que fuera aprobada por el Congreso Nacional de Estados Unidos no se incluyó a los más de 2,300 latinoamericanos que pasaron por esta experiencia dantesca. No hubo explicaciones, justificaciones. Ni una palabra para ellos. Ninguna mención. Una historia escrita por los vencedores en la que se borró del récord toda referencia de los japoneses latinoamericanos y la grave y brutal violación de sus derechos civiles.
Todo eso vendría más tarde y a regañadientes.
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.
EN EL PRÓXIMO ARTÍCULO DE ESTA SERIE:
El testimonio de japoneses peruanos que durante la Segunda Guerra Mundial
estuvieron en campos de concentración en Estados Unidos.
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–“Histeria colectiva y la detención de japoneses estadounidenses en campos de concentración”
–“Sobre Ralph Lazo, un héroe latino con corazón japonés”
–«Japoneses latinoamericanos en campos de concentración estadounidenses: El modelo panameño»