Histeria colectiva y la detención de japoneses estadounidenses en campos de concentración
La desinformación, paranoia y el racismo como antecedentes de la Orden Ejecutiva 9066
Desinformación
Poco después de las dos y media de la madrugada, las alarmas alertaron a la población que los aviones de guerra japoneses volaban en los cielos de San Francisco. Así quedó documentado en inmensos titulares publicados en la primera plana del San Francisco Chronicle del 9 de diciembre de 1941. La incursión enemiga se daba a solo dos días del ataque a la base naval de Pearl Harbor. Un ataque sorpresivo en el que murieron 2,403 estadounidenses y que empujó a Estados Unidos a declararle la guerra al Imperio del Japón.
Para que no quedaran dudas sobre lo que había ocurrido la noche anterior en San Francisco, el general John L. DeWitt, jefe del IV Ejército y encargado de la defensa de la región oeste del país, realizó una conferencia de prensa en la que confirmó la presencia de los aviones japoneses.
“¡Anoche hubo aviones sobre esta comunidad! ¡Eran aviones enemigos! Me refiero a aviones japoneses…”, aseguró el general. «¿Creen que fue un engaño? Es una maldita tontería que la gente sensata suponga que el Ejército y la Marina engañarían de esta manera a San Francisco».
Pero ni hubo aviones japoneses atacando San Francisco, ni nunca los habría.
El sensacionalista titular del San Francisco Chronicle seguramente fue producto de la imaginación de un editor trasnochado. Y se puede concluir que, contrario a la fantasiosa narrativa elucubrada por el general DeWitt, el Ejército y la Marina fueron parte de una campaña de desinformación. Una campaña que contribuiría a una histeria colectiva que paulatinamente crecería a lo largo de los días y que, dos meses más tarde, desembocaría en una orden ejecutiva del presidente Franklin Delano Roosevelt y el encarcelamiento de hombres, mujeres y niños de ascendencia japonesa en campos de concentración estadounidenses.
La Proclamación 2525, emitida el mismo día del ataque a Pearl Harbor, y la Orden Ejecutiva 9066, del 19 de febrero de 1942, declaraban enemigos a los extranjeros japoneses y autorizaba, por razones de seguridad, que las autoridades militares removieran de la Costa Oeste a todas las personas de etnia japonesa.
Paranoia, histeria y racismo
La preocupación de las autoridades militares era que entre los inmigrantes japoneses (issei) y sus hijos nacidos en los Estados Unidos (nisei) hubiera agentes trabajando para agencias de inteligencia japonesa.
Pero a pesar de la discriminación que siempre experimentaron en Estados Unidos, desde su arribo a fines del siglo XIX e incrementada con el Acta de 1924 que prohibió la inmigración del Japón y los excluyó de poder naturalizarse, no existía evidencia de que los esfuerzos de la inteligencia japonesa hubieran tenido éxito.
Por el contrario, investigaciones gubernamentales encomendadas por el presidente Roosevelt, como la realizada por Curtis Munson, llegaron a la conclusión de que había un “extraordinario grado de lealtad entre este grupo étnico”. Lo mismo opinó el autor de otro reporte, Kenneth Ringle, quien no encontró ningún tipo de evidencia de espionaje. Es más, durante todo este período de tiempo no hubo ni un solo japonés estadounidense que fuera acusado de espionaje.
Pero con reportes casi diarios del Ejército Imperial conquistando isla tras isla en el Pacífico y sospechas paranoicas de la presencia de espías que pasaban información que facilitaría una invasión de la Costa Oeste, la inseguridad y ansiedad se multiplicaron en manifestaciones intolerantes y una verborragia racista que conllevaban la intencionalidad de deshumanizar a toda una comunidad de migrantes y a sus hijos e hijas estadounidenses. Y como generalmente ocurre en la formación y desarrollo del odio racial, ya no se los veía como vecinos y amigos que estudiaban y trabajaban en la comunidad, sino que como enemigos.
Muchos utilizaron el Incidente de Niʻihau, en el que dos hawaiianos de ascendencia japonesa habían colaborado con un piloto nipón, quien tras el bombardeo de Pearl Harbor había aterrizado su avión averiado en la isla, como evidencia de la supuesta deslealtad.
Otros no necesitaban excusas para racionalizar su racismo y, sin subterfugios, directamente articulaban declaraciones inflamatorias.
Un comité de la Legislatura de California, por ejemplo, emitió un comunicado en el que se denigraba a los «los japoneses étnicos», acusándolos de no querer asimilarse y de mantenerse leal al emperador japonés. Además, se insinuaba que las escuelas en las que se enseñaba japonés, en realidad eran centros de adoctrinamiento en las que se promovía ideas sobre la superioridad racial japonesa.
Y con la histeria colectiva a todo vapor, el siguiente paso más que predecible sería promover la detención de la comunidad japonesa estadounidense.
Leland Ford fue el primer miembro del Congreso Nacional en sugerir que “todos los japoneses, ya sea que fueran ciudadanos o no, fueran enviados a… campos de concentración”.”.
En su libro The Eliminationists , David Neiwert cita al periodista Henry McLemore que no solo apoya la idea de la evacuación, sino que va aún más lejos: “Estoy a favor de la remoción inmediata de todos los japoneses en la Costa Oeste a algún lugar lejano del interior. No me refiero a un buen lugar del interior… Reúnelos, empaquétalos… Personalmente, odio a los japoneses. Y eso va para todos”.
Las encuestas confirmaron que esta intolerancia de líderes políticos y periodistas era representativa de un sentimiento generalizado. Una consulta del American Institute of Public Opinion, realizada en marzo de 1942, reportó que 93% de los encuestados apoyaban la remoción de los japoneses, que no fueran ciudadanos, de la Costa Oeste. Solamente 1% estaba en desacuerdo. Respecto a los ciudadanos estadounidenses de ascendencia japonesa, 59% apoyaban su evacuación.
Los campos de concentración
La Orden Ejecutiva 9066 autorizaba a las autoridades a establecer áreas militares de las se excluiría a quienes se considerase una amenaza a la seguridad nacional. El general John DeWitt fue el encargado de implementar la orden en la Costa Oeste. Una región que, aparte de California, incluía a Arizona, Washington y Oregon.
En total se establecieron 75 centros de detención por los que pasaron 125,284 detenidos de etnia japonesa. Así lo documenta el Ireichó, o “libro sagrado de los nombres”: un trabajo de 1,000 páginas en el que Duncan Ryuken Williams, de la University of Southern California, durante tres años recopiló y verificó los nombres de quienes fueron prisioneros en campos que estaban bajo la jurisdicción del Ejército de EE.UU., el Departamento de Justicia y la War Relocation Authority (WRA).
Pero un detalle histórico que muchos tienden a olvidar es que, en estos campos, también había prisioneros que habían sido traídos de países latinoamericanos.
A comienzos de 1942, tras el ataque de Pearl Harbor, Estados Unidos junto a Argentina, Brasil, Chile, México, Uruguay y Venezuela crearon el Comité Consultivo de Emergencia de Defensa Política, un organismo que buscaba coordinar esfuerzos de inteligencia para neutralizar a simpatizantes del Eje en América Latina. En Personal Justice Denied, Tetsuden Kashima relata como de esa iniciativa surgió el pedido estadounidense que llevó a la detención de alrededor de 8,500 japoneses latinoamericanos considerados potenciales amenazas y, en muchos casos, deportados a Estados Unidos. Se estima que 2,264 terminaron en los campos de concentración estadounidenses. La mayoría en Crystal City, en Texas.
El 27 de marzo de 1942, el general DeWitt emitió una orden en la que se prohibía que los japoneses estadounidenses salieran del Área 1 que incluía el sur de California y Arizona y toda la región costera desde la frontera con México hasta Canadá. Además, se los obligó a cumplir un toque de queda y otras restricciones.
Y en abril la autoridad militar comenzó a pegar avisos públicos en los que se ordenaba que los japoneses se concentraran en ciertos puntos de la ciudad a fin de comenzar el proceso de relocalización.
Los japoneses estadounidenses fueron forzados a abandonar todo: sus casas, sus trabajos, sus amigos, sus animales domésticos. Solo podían llevar lo poco que podían cargar. Muchos trataron de vender apresuradamente todo lo que podían antes de partir; otros firmaban títulos de propiedades a amigos con la esperanza de algún día poder recuperarlas. Un hotel de 37 habitaciones se vendió a 300 dólares. Los casos de oportunismo y fraude fueron más que numerosos. Aunque hay discrepancias sobre la fuente, muchos citan a la Reserva Federal de San Francisco que habría estimado que la comunidad japonesa estadounidense perdió 400 millones de dólares.
Grace Nakamura tenía 15 años cuando fue evacuada. En Union Station, en Los Ángeles, la familia de siete fue llevada en un tren con las ventanas cubiertas hacia el Campo de Concentración de Manzanar.
“El 16 de mayo de 1942 a las 9:30 am partimos. . . para un destino desconocido”, recuerda Nakamura. “Hasta el día de hoy, puedo recordar vívidamente la difícil situación de los ancianos, algunos en camillas, los huérfanos subidos al tren por los cuidadores, y especialmente una pareja joven con cuatro niños en edad preescolar. La madre tenía dos niños pequeños asustados colgando de su abrigo. En sus brazos llevaba dos bebés llorando. El padre tenía pañales y otros accesorios para bebés atados a la espalda. En sus manos luchó con la bolsa de lona y la maleta. Las sombras se dibujaron en el tren durante todo nuestro viaje. La policía militar patrullaba los pasillos.”
Había distintos tipos de campos. Los administrados por la Wartime Civil Control Administration (WCCA), que eran los Centros de Reunión (Assembly Centers). Generalmente eran hipódromos o instalaciones recreativas en donde se retenía a los detenidos hasta tanto se dispusiera su traslado definitivo. En el área de Los Ángeles estaba el Hipódromo de Santa Anita, en donde familias convivían amontonadas en establos insalubres.
El destino final de los detenidos eran los Centros de Reubicación (´Relocation Centers´), administrados por la War Relocation Authority (WRA), que estaban en zonas lejanas y semidesérticas. Estos fueron los que pasaron a ser conocidos como los ´internment camps´, o campos de internamiento. Un eufemismo semántico que evitaba la caracterización de lo que verdaderamente eran: campos de concentración en donde hombres, mujeres y niños japoneses estaban encerrados detrás de alambres de púa, torres de vigilancia, reflectores y centinelas armados.
Fukiko Komatsu que estuvo en el Campo de Concentración del Manzanar con su madre y hermanos, describió su experiencia: “Manzanar era un patio de recreo del diablo y las tormentas de polvo eran de hasta 60 millas por hora, lo que hacía nuestras vidas aún más duras y miserables”.
Si bien no hay evidencia de la brutalidad experimentada en los campos de concentración y exterminio nazis o los gulags estalinistas, por otro lado se ha documentado casos de guardias que mataron prisioneros. En un disturbio que tuvo lugar el 6 de diciembre de 1942 en el Campo de Concentración de Manzanar, en California, la policía militar disparó y mató a James Ito y Jim Kanagawa. El 11 de abril de 1943, un centinela del Campo de Concentración de Topaz, en Utah, mató de un disparo al chef James Wakasa, de 63 años, que estaba caminando con su perro y se acercó demasiado al alambrado de púa.
A muchos de los detenidos les costaba entender (y les costaría a lo largo de las décadas) ¿por qué su país, en el que habían nacido, o al que habían elegido emigrar y cumplir sus sueños, en el que siempre habían sido leales, en el que habían trabajaban duramente a pesar de todas las injusticias y racismo, en el que sus hijos estudiaban, por qué los trataban tan deshumanamente? La privación de la libertad, la desolación, la frustración, llevaría a un estado de desesperanza y resignación, o ´shikata ga nai´ (“nada se puede hacer”) que quedaría en su alma para siempre.
Pero en los campos, a pesar de todo, y como ejemplo de la entereza y capacidad de sobreponer los obstáculos más desafiantes que surgen en la vida, los prisioneros recrearon sus propias instituciones y rutinas que mitigarían el encierro. En el Campo de Concentración de Manzanar, a unas 200 millas al noreste de Los Ángeles, se organizaron de tal manera que había escuelas, coros, clubs, un periódico y todo lo que ayudara a sobrevivir.
En ese campo, entre los prisioneros, entre los hombres, mujeres y niños de ascendencia japonesa, había un jovencito de 17 años que no era de etnia japonesa. Era mexicoamericano. Se llamaba Ralph Lazo y estaba allí porque, a pesar de los alambres de púa, a pesar de los centinelas armados, había elegido acompañar a sus amigos, a sus vecinos, cuando la intolerancia ensombreció ese momento de la historia estadounidense .
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.
LA SEMANA PRÓXIMA EN HISPANIC LA:
La experiencia de Ralph Lazo, un latino en el Campo de Concentración de Manzanar, California.