Soledad Paredes camina hacia el lugar donde su hijo Joaquín cayó con una bala policial en la espalda. La rodean los jueces de la Cámara en lo Criminal de Cruz del Eje, la fiscal, su abogado, el representante de los testigos menores, los que defienden a los policías victimarios, los jurados populares… Más atrás, desde una de las calles de tierra y bajo la atenta mirada de policías y bomberos, sus familiares, amigos e integrantes del colectivo “Justicia por Joaquín” esgrimen pancartas con las consignas: “Basta de gatillo fácil”. “Ni olvido ni perdón”. “Perpetua para todos”.
Joaquín mira a su madre desde el mural que le rinde homenaje y con el que su abuela y sus amigos suelen conversar. El primer sol del día se filtra por uno de los atrapasueños que adornan ese sitio ritual. En otra pared se lee: “Fueron todos. Justicia”.
Así comienza la “inspección ocular” en Paso Viejo, parte del proceso oral y público iniciado el 24 de julio en los Tribunales de Cruz del Eje, del que ya finalizó la fase testimonial y se aguardan los alegatos y sentencia, a partir del lunes 14 de agosto. Es una hermosa mañana y a pesar de encontrarnos en “la escena del crimen”, cuesta imaginar lo que pasó en la madrugada del domingo 25 de octubre de 2020. Esteban y Beatriz Paredes, los abuelos de Joaquín, se han quedado en su casa. Saben que no soportarán revivir en el lugar aquellos momentos fatales.
Esa noche Joaquín y unos amigos se juntaron en una casa cercana a la plaza. A las dos de la mañana salieron a comprar bebidas en un negocio al que la relajación del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en los pueblos del interior permitía abrir las 24 horas. Luego se sumaron a un grupo de chicos que festejaba el cumple 20 de Mariano Torres. Un familiar les prestó un parlante y se sentaron frente al dispensario comunal a tomar unos vinos y escuchar música, hasta que una patrulla policial les advirtió que debían retirarse.
Lo que cuesta imaginar es por qué lo hicieron apuntándoles con una escopeta y por qué luego regresaron con otros dos móviles, los encerraron, dispararon al aire y cuando los chicos comenzaron a correr les tiraron por la espalda. Por qué Joaquín cayó herido, por qué ni los enfermeros del dispensario ni los mismos policías lo ayudaron, por qué murió así a días de cumplir los 16 años. Por qué Brian, de 14 años, recibió en un brazo ese disparo que no lo mató pero asesinó su adolescencia. Por qué les volvieron a tirar cuando fueron a reclamar ayuda frente a la sede de la subcomisaría.
Por eso que tanto cuesta imaginar están acusados los agentes Maykel Mercedes López (25), Iván Alexis Luna (26), Enzo Ricardo Alvarado (29) y Ronald Nicolás Fernández Aliendro (27) y el sargento Jorge Luis Gómez (34); el subcomisario Daniel Alberto Sosa Gallardo (43) sólo por amenazas, porque alegó no haber estado presente en la segunda incursión y el momento de los disparos. Es la única autoridad policial responsable sentada en el banquillo.
Trauma presente y duelo inconcluso
En el mural que Soledad y la comitiva judicial observan también puede leerse una decena de nombres y apodos de los chicos que estuvieron con Joaquín aquella noche. En estos días, uno a uno, han brindado su arduo y doloroso testimonio en el juicio, soportando las preguntas capciosas de la defensa, que revictimizan, criminalizan y actualizan el trauma, a veces indescifrables para quienes desde la cuna padecen exclusiones económicas, sociales y culturales, agravadas a partir de lo sucedido el 25 de octubre de 2020.
Días atrás, atestiguó el psicólogo Héctor Valenzuela, integrante del Centro Ulloa, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que brinda “asistencia psicoterapéutica y acompañamiento integral a víctimas de graves violaciones a los derechos humanos”, del terrorismo de Estado y de la violencia institucional o estatal en tiempos democráticos. En este caso, a los catorce jóvenes que escaparon con vida de la balacera policial en Paso Viejo, quienes “habían sobrevivido a una situación muy grave, uno de ellos herido en un brazo con un proyectil”, algunos hasta decían querer “irse con Joaquín, lo cual significaba suicidio, y hasta hubo intentos”.
“La dimensión del daño tiene que ver con ese trauma que han sufrido todos, por ese hecho disruptivo en su vida cotidiana, en su emocionalidad y en su psiquismo, más allá de que muchos pibes desde hacía meses y años venían sufriendo el hostigamiento de la policía”, relató Valenzuela. También aludió a las dificultades para elaborar un duelo: “La pérdida de Joaquín es una presencia permanente de su ausencia, porque a donde vayas en el pueblo hay algo que tiene que ver con Joaquín y su familia sigue hablando de Joaquín en presente”.
“Los jóvenes pierden el respeto porque no son respetados, y peor aún, porque son maltratados. Es el Estado quien debe garantizar el respeto mutuo, el ida y vuelta. Es necesario que el Poder Ejecutivo, más el Ministerio de Justicia, puedan complementar y crear las formas óptimas para que la relación con la policía funcione sin violencia”, planteó en otro pasaje de su intervención.
—¿Cree que hay odio hacia la policía? –pregunta uno de los defensores.
—No, hay bronca. Y mucho, mucho miedo.
La construcción del joven marginal
El docente y ex cura párroco Carlos Julio Sánchez contó que los niños y adolescentes de Paso Viejo deben ayudar a sus familias trabajando en las cosechas, antes de aceituna, hoy de papa y cebolla. Recién en el año 2000 llegó la escuela secundaria al pueblo y los chicos “sin dejar de ser trabajadores, aprendieron el oficio de estudiantes y desarrollaron sus habilidades en nuevos contextos”.
Cuando un abogado le preguntó si “son quilomberos”, Sánchez respondió: “No son jóvenes revoltosos, son irreverentes, cuestionadores, se mandan alguna macana de vez en cuando, como cualquier adolescente, como cualquiera de nosotros a esa edad. Cuando tienen buenas propuestas, son creativos y participan activamente. Pero en un sistema educativo en crisis, que no valora sus saberes ni tiene en cuenta sus intereses, se muestran desinteresados y apáticos”.
Y explicó: “Porque pesan sobre los jóvenes fuertes prejuicios. Parece que el alcohol y la vagancia son atributos exclusivos de los changos. Y si se juntan, peor: ‘Algo habrán hecho, algo hacen o algo planean hacer, y nada bueno’. Son prejuicios del mundo adulto, cuánto más de la policía, cuánto más en pandemia… Ningún chango nace marginal. La marginalidad se construye”.
Luego de las primeras jornadas, los organismos de derechos humanos que acompañan el juicio cuestionaron públicamente el trato discriminatorio hacia estos jóvenes testigos: “Observamos una serie de acciones que evidencian que este dispositivo judicial no se encuentra especializado en materia de infancias y adolescencias”, cuestionaron desde el grupo Justicia por Joaquín.
A su vez, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación señaló que “se estarían vulnerando derechos de las víctimas, testigos y familiares”, lo cual “pone en serio riesgo la legalidad misma del juicio, además de generar situaciones propias de violencia institucional cuando justamente se está juzgando ese tipo de conductas”. Paulatinamente, el Tribunal comenzó a escucharlos con más paciencia y cuidarlos del trato discriminatorio que les deparaba la defensa.
Coautores y partícipes necesarios del crimen
Mientras tanto, otra cuestión también mejoró durante el juicio. Es decir, se agravó: la atribución de responsabilidad penal a los acusados por parte de la fiscalía. La Cámara en lo Criminal de Villa Dolores –oficiando de cámara de apelación- había limitado la acusación por “homicidio simple agravado por el uso de arma de fuego” sólo para el ex agente López, a quien junto con Luna se le atribuían además “lesiones graves en agresión agravadas por el uso de arma de fuego”, mientras a Alvarado, Gómez y Fernández Aliendro sólo se los acusaba por “omisión de los deberes de oficio” y coautoría de disparos de arma de fuego calificados y a Sosa Gallardo por “amenaza calificada”. Por eso López es el único que afronta el juicio detenido.
Pero en la audiencia previa a la inspección ocular del viernes pasado, a instancias de la fiscal Fabiana Pochettino, el Tribunal aceptó considerar a López y Luna “coautores de homicidio calificado por haber sido cometido en abuso de sus funciones por un miembro de la fuerza policial en perjuicio de Joaquín Gabriel Paredes” y de “homicidio calificado agravado en grado de tentativa reiterado”, contra los otros catorce jóvenes que escapaban de sus disparos. En tanto, a Alvarado, Gómez y Fernández Aliendro se los considera ahora “partícipes necesarios” de ambos delitos. Además, por la segunda tanda de disparos frente a la subcomisaría, se los acusa a todos por “abuso de arma calificado”. Excepto Sosa Gallardo, a quien se mantiene la acusación original por “amenazas calificadas por el uso de arma de fuego”.
El cambio de carátula, solicitado por la fiscalía después de escuchar a los peritos balísticos y los testimonios de los amigos de Joaquín, también supone que esos jóvenes sobrevivientes por fin han sido reconocidos como víctimas. Incluso, por haber sido señalados como objetivos policiales por uno de los acusados, que horas antes del ataque compartió en el grupo de WhatsApp de los policías de Paso Viejo una selfie con la escopeta “para cazar saros”. Saros significa “los sospechosos, los negros”, aclaró la fiscal. Y seguramente también gravitó la pericia de un sospechoso impacto de bala “compatible con calibre 9 mm” en la camioneta policial Wolkswagen Amarok utilizada en el procedimiento.
Un pueblo entre el compromiso y el miedo
En la inspección en Paso Viejo, los jueces y las partes recorren el lugar del “hecho primero” –el terreno detrás del dispensario, donde los policías dispararon contra los jóvenes y murió Joaquín–, luego cruzan la plaza en diagonal hacia la zona del “hecho segundo” –el pedido de auxilio en la sede de la subcomisaría, desoído y convertido en bronca y pedradas, respondidas con más disparos policiales–. Allí, en los troncos de los enormes eucaliptos que dan sombra al bulevar de acceso al pueblo, todavía pueden verse las marcas de algunos de los 112 balazos que se dispararon esa madrugada.
Mientras tanto, el resto del pueblo sigue en modo apacible. El procedimiento judicial no altera su rutina ni tiene más espectadores que los directamente afectados y sus familias, a distancia prudente. Desde el veredón del bulevar Fernando Crespo, sólo se oye en lo alto de los eucaliptos el cotorreo de las loras, acaso alteradas por las visitas. Entre los vecinos, apenas las miradas fugaces de alguien que pasa en un vehículo o empuja una carretilla. O que parece espiar a través de su ventana, desde las sombras o atrás de una cortina. Quizás no sepan o no les interese. Quizás la razón sea otra.
—Les ha quedado el miedo por lo que pasó aquella noche. Era un pueblo tranquilo y nadie esperó que pasara algo así –dice Soledad.
—¿Cómo se puede curar eso?
—Ojalá se haga justicia, así vuelve la paz a Paso Viejo.