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Juicio por Joaquín Paredes: un adolescente asesinado, un pueblo roto

Testimonio de un crimen policial, por Alexis Oliva desde Córdoba, Argentina

La semana pasada comenzó en los Tribunales de Cruz del Eje el juicio por el homicidio de Joaquín Paredes, víctima de una balacera policial en Paso Viejo, al noroeste cordobés. Un crimen producto de la discriminación social y la violencia institucional.

Los que en aquella madrugada del 25 de octubre de 2020 disparaban las armas del Estado y los que corrían despavoridos por el descampado detrás del dispensario de Paso Viejo, diez años antes, eran adolescentes y niños. Si se pudiera viajar en el tiempo, podríamos verlos, quizás en el mismo lugar, patear una pelota. O jugar a los policías y ladrones.

Diez años después, los que tiraban eran policías, pero los que escapaban no eran ladrones. Eran jóvenes y adolescentes cuyo “delito” fue transgredir el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en tiempo de pandemia, tomando unos vinos y escuchando música en la vía pública para festejar el cumpleaños de un amigo. Los policías los increparon para que se retiren, los intimidaron con una itaca y se retiraron. Al rato volvieron con tres móviles, sacaron sus armas y les dispararon por la espalda mientras huían.

Entre ellos, estaba Joaquín Paredes, un chico que cursaba tercer año en la Ipea 306 “Amadeo Sabattini” y trabajaba en la cosecha de papas. Que por esos días juntaba plata para festejar su propio cumple 16 el 2 de noviembre. Pero ese día no hubo fiesta, hubo misa, porque Joaquín cayó muerto aquella noche víctima de un disparo calibre 9 milímetros en la espalda. Entre los que corrían estaba Brian Villagra, de 14 años, quien recibió un tiro en el brazo y se salvó de milagro, y Jorge Navarro, de 18, herido de bala en el tobillo. Los policías no los asistieron y los jóvenes y otros vecinos indignados atacaron el destacamento policial y el dispensario, lo que motivó una nueva andanada de disparos.

Joaquín Paredes
Para la fiscalía, el disparo mortal salió del arma de Maykel Mercedes López, de 25 años. Foto: Juan Mazzeo.

Un juicio no es la máquina del tiempo, pero procura reconstruir lo sucedido, intenta “ver” lo que ocurrió en el pasado. Es lo que comenzó el lunes 24 en la Cámara en lo Criminal de los Tribunales de Cruz del Eje, integrada por los jueces Ángel Andreu, Ricardo Py y Javier Rojo. Los acusados son los agentes Maykel Mercedes López (25), Iván Alexis Luna (26), Enzo Ricardo Alvarado (29) y Ronald Nicolás Fernández Aliendro (27), el sargento Jorge Luis Gómez (34) y el subcomisario Daniel Alberto Sosa Gallardo (43).

“Todos encerraron, todos balearon, todos abandonaron… todos mataron”, fue desde el principio la consigna de la familia y el colectivo Justicia por Joaquín, que previo al juicio coincidía con el criterio de la fiscalía de instrucción, al entender que si bien el proyectil homicida “fue lanzado por el arma utilizada por Maykel Mercedes López”, todos los policías “eran responsables del resultado fatal” por haber cometido “acciones coadyuvantes y convergentes”. Excepto el de mayor rango, el subcomisario Sosa Gallardo, considerado autor de “amenazas calificadas por el uso de arma” por haber exhibido su escopeta y decirles: “Se van o los quemo”, aunque luego se retiró y volvió cuando el desastre estaba consumado.

A instancias de las defensas, en noviembre pasado la Cámara en lo Criminal de Villa Dolores distinguió las responsabilidades, por lo que sólo el ex agente López llega al juicio detenido y con la acusación de “autor de homicidio simple agravado por el uso de arma de fuego” y junto con Luna “coautor de lesiones graves en agresión agravadas por el uso de arma de fuego”, mientras a Alvarado, Gómez y Fernández Aliendro sólo se les atribuye la “omisión de los deberes de oficio” y coautoría de disparos de arma de fuego calificados y a Sosa Gallardo “amenaza calificada”.

No obstante, en la primera jornada del juicio la fiscal Fabiana Pochettino insistió en que hubo una “encerrona” planificada y un ataque coordinado: “Fue doloso, tuvieron la intención de matar y los chicos no se pudieron defender”, aseguró en una hipótesis compartida por la querella que representa a la familia Paredes. Además, reveló que horas antes, en el grupo de WhatsApp de los policías de Paso Viejo, uno de los acusados compartió una selfie con la escopeta “para cazar saros” (el equivalente a “pibes choros”, en la jerga policial). Para la representante del ministerio público fiscal, todos los policías que dispararon fueron coautores de homicidio calificado y los demás cargos: “Estoy convencida de lo que planteé y lo voy a probar”.

El abogado Claudio Orosz, quien junto a Ramiro Fresneda representan la querella de la familia de Joaquín Paredes, hizo un balance positivo de la primera semana: “Se va probando esta preordenación a darle una lección a estos pibes que terminó con un muerto y un casi muerto», dijo. Para él, con el correr de los testimonios, «queda claro que aquí hubo una planificación, por lo menos para reprimir a estos pibes, a algunos de los cuales ya los policías los tenían entre ceja y ceja”, concluyó.

La canción de los victimarios

De los acusados, sólo López se abstuvo de declarar. Los demás presentaron el relato coincidente de un procedimiento que comenzó con la advertencia a los jóvenes de que no podían beber en la vía pública, que tuvo como respuesta insultos y pedradas, que sólo dispararon al aire y como “último recurso intimidatorio”, que una veintena de agresores dañaron los móviles policiales y destruyeron las fachadas de la subcomisaría, el dispensario y el juzgado de paz, y que “jamás hubo un acuerdo” para atacarlos a tiros. Pero la narrativa se volvía confusa al responder qué pasó con Joaquín Paredes y los heridos, quién les disparó y por qué no los auxiliaron. Tampoco explicaba de dónde salieron los 112 disparos relevados en la investigación.

Los que escapaban de la balacera no eran ladrones, pero la estrategia de los acusados y sus defensores busca instalar esa idea. Cuando su abogado le preguntó a Iván Luna si alguno de esos jóvenes tenía antecedentes penales, mencionó a tres y recitó con lujo de detalle los supuestos delitos cometidos, como si le tomaran lección. Los demás “estaban alcoholizados”, “parecían drogados”, “insultaban y arrojaban palos y piedras”, insistía el afinado coro policial. El subcomisario Sosa no aceptó preguntas y declaró que después de la primera advertencia tuvo que ir a Tuclame y Serrezuela. Cuando volvió, Joaquín ya estaba muerto y sus hombres se guarecían de las piedras tras los eucaliptos.

En el pasillo de los Tribunales de Cruz del Eje se cruzan los acusados que llegaron a juicio en libertad con los familiares de Joaquín y los jóvenes sobrevivientes y hoy testigos. Sosa aprovecha para darle las condolencias a Soledad Paredes, madre de la víctima. El abogado querellante Claudio Orosz pide ante el tribunal que no se le vuelva a acercar. Al declarar, ella dijo que se enteró de lo que le pasó a su hijo por los vecinos: “Y nunca fui citada por la policía o la fiscalía”.

Los sobrevivientes demonizados

Durante los testimonios de los jóvenes que estuvieron esa noche frente al dispensario, algunos amigos de Joaquín y la mayoría menores de edad, la escena comienza a tomar otro cariz. Ya en la primera advertencia, Sosa cargó la itaca y les apuntó. En la segunda incursión, tiraron primero con la escopeta y después con sus armas reglamentarias “muchos disparos”. Los chicos corrieron “en todas las direcciones” y Joaquín “derecho hacia el frente”, hasta que un disparo lo derribó. Brian fue herido en el brazo. “Nos tiraron directamente a nosotros. Yo me tiré al piso y por eso le pegó en el brazo a mi primo”, contó Mariano Torres (22), el que esa noche cumplía años. Fabián Juárez (19) recordó que “a Brian le corría la sangre y lo quisimos llevar al dispensario”. Pero no les abrieron.

Todos relataron que se quedaron al lado de Joaquín o volvieron para intentar darle auxilio, a riesgo de su propia vida. Pero “los policías se fueron cuando cayó Joaquín”, dijo José Rodríguez (25). “Ahí fuimos (hasta la esquina de la subcomisaría) a decirles que Joaquín estaba muerto, pero ellos (los policías) no nos creían, no querían hacer nada. Entonces ahí reaccionamos nosotros y empezamos a tirar piedras, porque Joaquín estaba ahí tirado, ¿me entiende?”, le explicó Emanuel Rodríguez (19) a uno de los jueces. “Después nos tiraron con todo. Pudo haber dos o tres muertos, porque tiraban a matar”, añadió.

A la hora de las preguntas, se repetía la estrategia de las defensas de criminalizar a los testigos: “¿Qué opinión tiene usted de Fulano?”. “¿Sabe si Mengano tuvo problemas con la ley?”. “¿Conoce que Sultano haya estado ausente un tiempo por haber robado?”. “¿Consumían alcohol y alguna otra substancia?”. “Yo consumí marihuana. Y hablo por mí”, respondió uno de los jóvenes. “¿Y los otros?”. “Cerca de mí, nada”. “¿Y más lejitos de usted?”. “No lo sé”. Así, el procedimiento insta a los testigos a autoincriminarse o delatar a sus amigos y vecinos, algo bastante parecido a culpar a la víctima o una teoría de los “dos demonios” ad hoc.

Un pueblo desgarrado

Entre víctimas y victimarios también hay lazos de parentesco –algunos son primos, otros cuñados– y vínculos propios de un pueblo de poco más de mil habitantes. Desde aquella noche, las amenazas y presiones, las oportunidades de trabajo que repentinamente cesaron y el trauma de lo vivido los obligaron a emigrar de Paso Viejo. Los policías acusados –salvo el más comprometido, detenido desde el principio– entraron y salieron de la cárcel, pero para todos el panorama del juicio se presenta oscuro. Mientras tanto, familiares de las víctimas y de los policías conviven en una comunidad sin paz.

En una nota titulada No hay paz con impunidad y publicada en el Qué Portal de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, el ex sacerdote, docente y vecino de Paso Viejo Carlos Julio Sánchez encara un problema de fondo: “Se dice que los parceleros no contratan para la cosecha a los que vengan los lunes al mural (en memoria de Joaquín). Nos duelen los comentarios jodidos, estigmatizando a los changos. Que chupan, que se drogan, que chorean. Está claro que en el pueblo corre el alcohol, la droga y el choreo entre muchos changos. Como si el alcohol lloviera, a la droga la trajera el viento y los objetos robados los comprara una empresa china. Nos duele que se diga que la solución es ‘mano dura’ o se justifique el tiro por la espalda, cuando no hay más oportunidades para la changada que la explotación en la cosechas o la cárcel de Cruz del Eje, del lado de las rejas, la mayoría; del lado de afuera de las rejas, algunos. A Joaquín no le dieron ni siquiera esas”.

En la jornada del viernes declaró Esteban Paredes, abuelo de Joaquín y policía jubilado con 25 años de servicio, quien carga en sus propios hombros ese conflicto: “Cuando yo era policía también había muchos problemas, pero yo iba a hablar con la gente con respeto, no con prepo como van estos policías. Nunca llevé por delante a nadie, nunca iba con las armas en la mano”. “Joaquín fue un excelentísimo hijo y nieto, yo lo amaba, pregunten lo que era él, era un amor. Ahora vivo por fuera pero por dentro estoy muerto –dijo ante el tribunal–. Yo sabía que Joaquín no se drogaba y saben cuándo lo vine a comprobar: con el certificado forense. Pero, aunque Joaquín se drogara, robara o hubiera sido el más atorrante, eso no les daba derecho a matarlo por la espalda”.


Periodista y docente. Autor de «La violencia nació conmigo. Crónicas de vidas en conflicto»

Publicado primero en cba24n.com.ar, aquí. Republicado bajo licencia del autor.

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