Lidia mira con fastidio la hoja que desde la máquina de escribir se burla de ella; ha ideado varias maneras de relatar el asesinato de un personaje secundario de su novela y no puede decidirse por ninguno.
Eligió por fin el estrangulamiento, pero necesita decirlo en forma espectacular; quisiera plasmar en el papel no solo la angustia de la víctima sino también su dolor, la sensación física de ahogo, describir el crujido del cuello al romperse.
¿Cómo será desde los ojos de la agonía la cara del asesino?
Se pone de pie, es inútil quedarse sentada. Ya llegará la inspiración cuando menos ella lo espere. Sale a hacer las compras y regresa, encuentra a su marido en casa y de mal humor al no hallarla.
Durante la siesta continúa la novela pensando que ya tiene el argumento y una hora de soledad para escribirlo:
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«Ella baja del taxi -comienza- se ha demorado más de lo que esperaba y es muy tarde, el barrio está silencioso y el edificio donde vive, a oscuras. Sube hasta el segundo piso por las escaleras para que el ascensor no la delate; no hacen ruido sus suelas de goma.
Entra al departamento, cierra la puerta y va al baño sin encender la luz; le gustaría tomar una ducha pero lo despertaría, se pondrá furioso y pelearán de nuevo. Mejor así, mañana podrá mentirle sobre la hora de su llegada.
Se dirige al dormitorio cuya puerta está abierta; la persiana no ha sido bajada del todo y la luz de los avisos luminosos dibuja el cuerpo del durmiente; está casi en el medio de la cama, la cabeza fuera de la almohada y un brazo extendido.
En cualquiera de los dos lados que se acueste tendrá que tocarlo; se inclina hacia la cara del hombre, el olor a alcohol le da nuevas esperanzas y comienza a correr el brazo atravesado. Conteniendo el aliento se apoya en la cama. Como ha tenido la precaución de desvestirse antes de moverlo podrá decir que se levantó para ir al baño.
Confiando en que él no se dará cuenta de lo helada que está en contraste con la tibieza del lecho se tiende de espaldas al hombre. Quisiera taparse con la sábana pero no se atreve más que a respirar.
Cuando seis meses antes se fueron a vivir juntos la cosa era diferente, él tenía trabajo y no bebía, pero ahora la escasez de trabajo y el ocio lo volvieron irritable.
No le importaba el modo en que la mujer se ganaba la vida, pero no toleraba sus atrasos. Consideraba que todo tiene un límite y no aceptaba que ella diera más importancia a esos clientes de última hora que a él. El hecho de que pagaran el doble lo tenía sin cuidado.
El hombre abre los ojos; ahora está completamente despierto. La mano que ella le ha corrido se mueve en imperceptible caricia. Ella aparenta un despertar sobresaltado pero no se vuelve, sabe que a él no le gustan las iniciativas femeninas.
El hombre la pone de espaldas y se sube; busca debajo de la almohada un viejo cinto que siempre usa para eso y le ata las manos. Permanece un rato besándole la espalda y sintiendo crecer la exitación de la mujer. Le pasa las manos por debajo de cuerpo y con las manos en los pechos la levanta. Ella se le pega, sabe que ahora debe ofrecer su cara y gira la cabeza; él la da vuelta. Acostada boca arriba ella lo espera.
El se ubica perfectamente, penetra despacio y se mueve a un ritmo lento, contenido; es todo un experto y ella adora su técnica amatoria.
La lleva una y otra vez al borde del orgasmo hasta que ya no se aguanta más a sí mismo.
En el dulce abrazo que sigue le desata las manos, le saca los cabellos de la cara, la besa con ternura.
El hombre la mira; hay una nueva luz en sus ojos y ella tiene miedo de hablar, de preguntar; tampoco se atreverá a dar una explicación sin que él se la pida.
En las últimas semanas ha cambiado tanto que le cuesta recordar al muchacho alegre que fue, el de las ilusiones y los planes. Con amargura ella piensa en lo animoso que era cuando, recién perdido su trabajo, escribió aquella carta a sus parientes del interior pidiendo ayuda para ambos. Y luego, al ver que el tiempo no le traía respuesta, lo vio perder la esperanza y el valor.
No admitía que lo alentara y ella pensó con tristeza que ya no estaba en sus planes.»
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Lidia oye el portazo y rápidamente mira el reloj: las 7:30 y no ha cocinado; se levanta y ve a su marido que la mira desaprobador, que da media vuelta y se encierra en el baño.
Lidia baja hasta el supermercado y al regresar ve a su marido, sentado en el escritorio leyendo su novela.
En silencio, ella se mete en la cocina, donde prepara una cena de apuro como todas sus comidas. Cuando la termina se la sirve en la mesa y sin palabras se sienta a escribir; no podrá hacer nada hasta que haya relatado el asesinato.
Pensaba que lo haría estrangularla mientras hacían el amor, después decidió que mejor al terminar, y ahora no hallaba el momento de matar a la infeliz, como si ella tratara de escapar a su destino de personaje condenado.
El marido de Lidia acaba de cenar y se dedica a ver televisión; cada tanto levanta la vista y la mira de una manera que no la deja concentrar. La verdad es que parece conspirar en favor de su personaje impidiéndole relatar el crimen.
Dándose cuenta de que no podrá escribir mientras su marido esté levantado, junta los restos de la cena y limpia los trastos. Luego prepara café y enciende un cigarrillo; parada en la cocina bebe a sorbos pequeños y fuma.
El marido se asoma a la puerta, tiene una mirada muy intensa que a Lidia se le clava en la carne estremeciéndola como antes, como cuando todavía hacían el amor.
Deja el cigarrillo y el café y pasa junto a él hacia el interior del departamento; frente al escritorio se detiene, él viene detrás de ella y se le para al lado enviándole esa mirada turbadora que es todo un llamado.
Sorda a él Lidia se sienta rígida ante la máquina y, con odio, escribe:
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«El hombre tiene a la mujer entre sus brazos, están de costado y ella, sumisa, lo deja hacer; cada tanto la besa y acaricia. La mujer enreda sus dedos en el pelo ensortijado del hombre y le muerde los labios; él no se molesta como antes porque ya no tiene motivos, porque el trabajo de ella se ha terminado para siempre y esta noche todas sus iniciativas serán aceptadas.
Entre risas comienzan el juego erótico otra vez pero el hombre no busca el cinto de tela, no será necesario porque las manos de ella jamás volverán a vender sus caricias; él ha tomado una decisión irrevocable y ella no podrá resistirse…»
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Lidia se sobresalta e interrumpe el golpeteo de la máquina. Se levanta despacio y se asoma al dormitorio. Todo está quieto allí, debió ser un ruido en la calle. Mira su reloj: las dos de la mañana; de pronto se siente cansada y, pensándolo mejor, dejará vivir a la desdichada otra noche más. Apaga las luces y va al baño.
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«…..se dirige al dormitorio cuya puerta está abierta; la persiana no ha sido bajada del todo y el resplandor de los avisos luminosos dibuja el cuerpo del durmiente; está casi en el medio de la cama, la cabeza fuera de la almohada y un brazo extendido.
En cualquiera de los dos lados que se acueste tendrá que tocarlo.
Lidia sonríe con desprecio al ver que su marido reproduce la escena de su novela, y para burlarse le sigue el juego.
Se inclina hacia la cara del hombre como si oliera y lentamente corre su brazo atravesado, luego se tiende de costado. El hombre que fingía dormir abre los ojos, la mano que ella le ha corrido se mueve, llega hasta su espalda y sube en imperceptible caricia. Ella aparenta un despertar sobresaltado y espera con satisfacción el momento de escupirle su asco; el hombre se acerca, la pone de espaldas y se sube.
Gozando anticipadamante ella deja que le acaricie la espalda, le dará unos minutos para que compruebe una vez más su impotencia. La mujer siente el deseo subirle por las piernas y desliza las manos debajo de su cuerpo, el hombre continúa las caricias, retira los cabellos de su nuca y se la besa. El cuerpo de la mujer se sacude. El hombre no sabe muy bien de qué…
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A la mañana siguiente cerca del mediodía, confundidos entre el gentío de la estación, una humilde pareja con mochilas, zapatillas, vaqueros y camperas de jeans, los largos cabellos al viento se trepan al vagón de tercera. Ubican su equipaje y se sientan.
El tren arranca, toma velocidad y se pierde.
Entonces ellos, helados y felices, despliegan para leer por centésima vez, la carta del interior.
Me llamo Adriana Gutiérrez, nací el 15 de Septiembre de 1948 en Colón, Entre Ríos, en la costa este de la R.A., a los 7 años una maestra me regaló mi primer libro (Mujercitas) y mi padre me llevó a ver mi primera película (Fantasía), y por supuesto decidí que sería escritora y que mis historias se llevarían al cine, meta aún no lograda, pero escribir es el mejor viaje que he hecho, y cada vez importa menos el destino final.