CIUDAD DE MÉXICO – Me crio una feminista, sin saberlo. La viudez la obligó a enfrentarse al vacío, el machismo y la soledad. Vestía las faldas como pantalones y sus ojos verdes endurecían su mirada si alguien la forzaba a sostenérsela. Era joven, muy fuerte y demasiado triste. La muerte le exigió ser también padre; la vida… a serlo todo. No es de las que marcha ni maldice. Peca de prudente… incluso así, mi mamá me lo enseñó todo: el respeto, la igualdad y la dignidad. A mi hermano también. En mi casa, todos estábamos parejos. Hasta el perro.
Mi abuela era distinta. La criaron empapada de sumisión. Eran otros tiempos, decía, pero la delataba el carácter. Ella sacaba su furia en la cocina, al mero estilo de “Como agua para chocolate”. Tenía voz, pero no la escuchábamos; tampoco gritaba. A mi manina ni la muerte ajena la cambió; si acaso, la conveniencia y la necesidad. Se refugió en la comodidad que dan los años, la excusa de lo tradicional y la nostalgia de lo que jamás volvería a ser. Y nos soltó, así como se deja ir a lo que no se entiende.
[bctt tweet=»Cada una de las mujeres de mi vida son feministas que tuvieron que superar el machismo heredado, escogiendo caminos distintos para librar una misma batalla / Maritza Felix» username=»hispanicla»]
Yo soy la tercera generación. Tampoco he marchado, nunca. Me escudo detrás de una cámara y una libreta. Las letras son mi manera de protestar, de quemarlo todo, de condenar… es lo que mejor sé hacer. Creo en causas, pocas; pero amo a muchos y mucho. Eso es lo que me enciende, me revienta, me llena de miedos, me detiene, me impulsa… me marca. Y, luego, si lo pienso, quizá sería capaz de soltar a mis demonios y destruir los silencios. Solo si… solo si…
A mi hija le explota la fuerza desde que se descubrió en el vientre. La voluntad se le tejió en las entrañas. No hay nada sumiso en su ser. Se le despeina el alma y se le enmaraña el cabello. Se pone y se quita los moños cuando quiere. Sonríe hasta con los ojos, como si le explotara la magia por dentro y no tuviera más remedio que desbordarse por las comisuras de sus labios. Sus cachetes se sonrojan por pena, emoción o sol. Habla mucho, pero también son demasiados sus silencios. Es y será escandalosa, lo sé, se parece a mí. Aún no sé si escogerá contar la historia, vivirla o trazarla.
Apenas tiene cinco años.
Cada una de las mujeres de mi vida son feministas que tuvieron que superar el machismo heredado. Yo también soy una de ellas. Hemos escogido caminos distintos para librar una misma batalla. Mi madre estudia, enseña, ama y pone el ejemplo; mi abuela no tuvo más remedio que soltar para no ahogar; yo escribo para que nadie olvide; mi hija, seguramente, marchará. Lo hacemos desde nuestra trinchera, sin juzgar a las que escogen otra forma de pelear, porque sabemos que hay dolores que se expresan callando y otros que valen arriesgarlo todo.
Por eso no marchamos (o sí), no quemamos (o sí), no pintamos monumentos (o sí), no trabajamos (o sí), no paramos (o sí); por eso, también tenemos fe, compasión y tolerancia.
No estamos solas. Nos acompañamos de ellas y las otras, y de nuestros hombres, porque esta también en su causa. Sé que si no llegamos a casa, si algo nos pasa, si algo nos toca, si alguien nos viola, si alguien nos mata, lo harían todo… ¡todo!, menos quedarse de brazos cruzados en el silencio. Y nosotros lo haríamos por ellos.
Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.
Lee también
El ojo, un cuento de Gabriel Lerner
El acto apócrifo de Uriel Shnabrinsky, un cuento de Maythé Ruffino (+audio)