El día comenzó a las cinco de la mañana. Ví su cuerpo en la oscuridad dirigirse hacia el baño, prender la luz, después apagarla. En el amanecer casi anunciado, mi hijo comenzó a sacarse la ropa y vestirse con la ropa sucia del día anterior, guardada en un canasto de lavar. Una especie de ritual que quizás calme su ansiedad, esa que lo despierta tan temprano.
Las personas con autismo duermen poco. Veinte años atrás, yo lloraba en el café de Barnes and Nobles, leyendo esos libros que contaban que los adultos con autismo en la mitad de la noche, se despertaban para mover los muebles de un lado al otro de la casa. Eso aún no ha pasado, pero la conducta de vestirse con la ropa sucia es algo nuevo. Al mismo tiempo, me parece un rasgo de independencia.
A sus veintitrés años, la rebeldía quizás sea elegir ropa que no está limpia. He aprendido a dormir semi despierta y mi hijo ha aprendido a no hacer ruidos en las madrugadas. A las seis de la mañana, siempre me anuncia que los pájaros están cantando. Me levanto y comienzo a preparar el desayuno. Hoy quise preparar avena arrollada con leche de almendras. Sólo llegué a prender la hornalla cuando empezó a apretarse la cara, saltar, transpirar y gritar. La mitad de mi cuerpo lo abrazó y la otra mitad fue a apagar la cocina. “Los vecinos”, eso fue lo primero que pensé y sentí miedo.
El miedo al autismo es algo que vive en uno. Es un habitante constante que una aprende a conocer. Antes lloraba, me desesperaba, sentía que la vida no tenía sentido o que era una condena. Aprendí a escuchar a mi desesperación para poder calmar a mi hijo. Yo puedo hacerlo, él todavía no puede. Yo puedo despegarme de mí, tomar distancia de mi cuerpo y de ese mapa afectivo que está siendo bombardeado a gritos. No busco ya entender qué pasa desde mis razones, sin que trato de ir a sus motivos y a su cuerpo.
No sé si estoy haciendo lo correcto pero cuando los gritos ceden, siempre lo invito a tomar un baño. El agua cae sobre su cuerpo y yo le beso la cabeza, lo miro fijo a los ojos y le digo “ya pasó”. Ahora puedo decirlo y sentirlo, sin llorar, sin maldecir, sin hundirme en el caos.
Desde hace un par de meses, cocinar en casa se ha vuelto una tarea complicada. Comer le produce ataques de ansiedad que desembocan en crisis de gritos, como la de hoy. Solamente con la presencia de una verdura o el movimiento de destapar una olla, se generan los momentos de caos. En los restaurantes no sucede y allí comer es mucho más fácil.
El autismo acota la vida y uno aprende a vivir en lugares pequeños, imaginando mundos grandes. Caminar se ha convertido en nuestro mundo. Un transitar por la observación desde lo minúsculo de los días. La luz atravesando una hoja, la forma de una nube, el vuelo de un pájaro. El agitar de los brazos de mi hijo y sus ruidos estridentes son familiares para los vecinos que nos ven a diario pero a los nuevos observadores les llama la atención.
Hace una semana, estábamos en un circuito al borde de la Falla de San Andrés, cuando escuché a un hombre emitir quejidos desde el baño público del lugar. La puerta estaba abierta y me acerqué pensando que estaba descompuesto.
-¿“Se encuentra bien?”, le pregunté en voz alta.
-“Mejor estaría sí usted y su hijo no estuvieran aquí”.
La respuesta me tomó de sorpresa pero no me irrité.
-“Mi hijo tiene autismo», le expliqué, «y estamos en un lugar abierto y público, puede hacer todos los ruidos que quiera. Si usted quiere estar en silencio, puede ir a la biblioteca o la librería”.
-“Lo siento por su hijo, me respondió, pero esos ruidos son insoportables”.
-“Yo lo siento por usted”, le contesté antes de irme.
Mi hijo caminaba adelante, ausente de que su presencia era una molestia para este hombre. La discriminación pasa así, de manera inesperada porque vive con nosotros, como el miedo.
Entre la gente que gusta de leer y escribir, es casi un cliché mencionar El cuarto propio, de Virginia Wolf. Yo escribo en ese cuarto cuando camino y los pasos son las paredes de mi cuarto propio. Me he acostumbrado a observar mis pensamientos, de la misma manera que observo el camino.
Esta mañana, después de los gritos y el desayuno de avena que quedó sin cocinar, salimos a caminar. «Ya pasó» iba pensando cuando vi dos piedras sobre la vereda por la que pasábamos. Tomé una foto y escribí la frase: «las piedras del camino». Después levanté la vista y me topé con una rosa florecida. La mañana ya estaba formada y Dante avanzaba sacudiendo sus brazos. Una mujer pasó con su perro y esta vez recibimos una sonrisa de saludo.
¿Qué hace que podamos desprendernos de las piedras y no guardarlas en los bolsillos, planificando el hundimiento final? Es un transitar de años y de escuchas. Un avanzar como en el cuento de Hansel y Gretel, dejando pedazos de pan en el trayecto. Un regreso de palabras dibujado desde las partidas.
Ahora ya es la noche de este día tan largo. Dante juega en la computadora y por alguna razón que no puedo especificar, está tranquilo y contento. En un rato empezarán los ruidos de los fuegos artificiales. Yo recordaré a los personajes de Leviathan de la novela de Paul Auster y pensaré en la soledad de esta sociedad americana, naufragando entre las masacres.
Casi a la misma hora en que yo divisaba las piedras en la calle de mi barrio, seis personas fueron asesinadas, en otro tiroteo, durante el desfile por el Día de la Independencia. La gente cada vez se sorprende menos y van consiguiendo que naturalicemos el espanto.
Es irónico que se festeje la independencia, en un país que va retrocediendo cincuenta años en el tiempo y le prohíbe a las mujeres decidir sobre sus propios cuerpos. Esa decisión propia, personal y única de dar vida. La mayor tarea de amor, la maternidad, que es imposible de realizarse si no es desde el deseo más anhelado. Nos ha llenado los días de piedras y ese parece ser el plan.
Yo espero que podamos transformar esas piedras en flores. Resistir en el camino. Transformarnos celebrando realmente nuestra propia independencia, esa que se basa en el cuidado por el otro, porque en esa conexión está la verdadera libertad.
“Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.”
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