Madrugada
En su búsqueda de oxígeno existencial, la autora nos hace transitar por un espacio californiano en un tiempo de pandemia, autismo y esa eterna intolerancia humana
Es la hora de los encuentros, de ordenar el desorden. Desde este nuevo tiempo, sin escuela, sin relojes, sin pensar en qué ropa que nos pondremos para ir a trabajar, desde este privilegio de tener casa y trabajo, escribo. “Escribir es respirar”, me dice mi querida amiga escritora Beatriz Vignoli.
En la pandemia, sumergida en ella, para sostener los días, escribimos y desde la escritura nos abrazamos, lloramos y pensamos las incertidumbres. El cansancio es una presencia. “Claro, luchar contra la muerte, cansa”, me dice otro escritor y compañero de los días, Mariano Guzmán.
Somos muchos, somos todos. La soledad va cambiando su definición. La soledad es no escuchar. Hacer oídos sordos, decidir que el diálogo no sirve. El peor de los descartes, la afirmación de un cruel descreimiento. Ese es el terreno quemado, devastado, donde la desesperación del hombre grita en un eco mudo sin retorno. De ese cansancio, de ese lugar, es necesario moverse. Generar la esperanza. Buscar ese horizonte, en estos tiempos de incertidumbre, es una necesidad y la creación, una herramienta. Una forma de luchar contra la muerte.
El cierre de las escuelas
Desde hace más de tres meses, la educación de nuestros hijos ha pasado a ser nuestra absoluta responsabilidad. La escuela virtual, para un autista con déficit de atención y serios problemas de comprensión de lenguaje, muchas veces no es el medio más viable, pero su finalidad no menos educativa que la mera transmisión de conocimientos, es dar cuenta de la existencia del otro. Saber que no se está solo.
Todos los sábados, nos reunimos virtualmente en De Colores. Un programa de inmersión social para adultos con autismo. Hay una rutina a seguir. Se inicia la sesión con un saludo. Cada integrante dice su nombre, acompañado de un movimiento corporal. Después en grupo y en voz alta, se repite “Estoy acá”. Marcar una pertenencia. Ser parte de un grupo humano. Una certeza, que hasta que se invente la vacuna que nos permita dejar de tener miedo a un virus invisible, es hoy por hoy, esa inyección que nos permite quedarnos de este lado de la vida. Enfrentar los días con un sentido.
Dante saluda, sigue la rutina y, cuando mira la computadora durante la clase virtual, me mira y dice “amigos”. Entonces sonrío y sé que estamos en un programa que funciona para él.
Este 2020, es un año de transición en la vida de mi hijo. Finalizó la escuela y empieza su vida adulta. Un cambio drástico de rutinas, de ambientes y actividades. Desde hace más de un año está en un lista de espera para un centro de día en la ciudad de San Francisco. Un lugar amplio, luminoso, con clases de artes, con jardín, con espacio para caminar. Un lugar digno. Todavía no fue aceptado porque la lista de espera es larga debido a que son escasos los lugares dignos para personas adultas con discapacidad.
Es una transición complicada y no siempre feliz para estas personas que no pueden continuar una educación académica. Se convierten en un problema para el sistema. No hay muchos programas disponibles, no hay lugares para las personas con discapacidad en esta sociedad que valora al ser humano por lo que produce. El autista, valorado desde la productividad del sistema es una sobra y un gasto. Desde esa realidad somos nosotros, los padres, los que advocamos, como siempre lo hemos hecho, para que su humanidad sea respetada.
En medio de la pandemia, esta transición de la escuela a un hogar de día, ha quedado, como tantas otras cosas, congelada. Una lista de espera por tiempo indeterminado. Esa que reza en tantas vidrieras de tantos negocios.
Está cerrado
Dante detesta esta frase. Lo pone de mal humor. Significa para él no tener lo que desea. Una hamburguesa, un helado, su comida preferida en un restaurante. Por esa razón, evitamos pronunciarla en nuestra casa para no dar inicio a esa obsesión de repetición que casi siempre termina en gritos, nervios, transpiración. Eso que llamamos un “episodio”. Pasan diariamente y, cuando no duran más de cinco minutos, en la noche decimos “hoy hemos tenido un buen día”.
En el inicio de la pandemia, el recuerdo de otro encierro volvió al cuerpo de mi hijo. Tenía solamente nueve años y comenzó a pellizcarse. Lo que inicialmente fueron unas marcas violetas en sus piernas, se transformó en lastimaduras y pellizcos constantes que los médicos y psiquiatras no podían controlar. Entonces vino nuestra cuarentena, aislada y solitaria. Pasamos seis meses en casa. Dante acostado en un sillón y yo teniéndole las manos para que no se lastime. Un tiempo sin tiempo que quedará en nuestras vidas como un larga alucinación. Contra todos los pronósticos sin luz ni esperanza de los expertos. “Si no lo interna, usted se va a morir y nadie podrá cuidar de él” o “póngalo en una institución y vaya los domingos a llevarle caramelos”, Dante dejó de pellizcarse. Paulatinamente salimos de ese encierro. Dante se incorporó a Achieve for Kids, una escuela especializada en autismo en la ciudad de Palo Alto. Un lugar donde desde el primer día me dijeron “no se preocupe, acá va a estar bien”.
Han pasado ya trece años de esos días, sin embargo el primer día de pandemia Dante llevó su mano al pecho en un intento de pellizcarse. El horror no se olvida.
Pasé el día explicándole que ahora era distinto. “Hay un virus y estamos todos en casa porque es peligroso salir, tenemos que cuidarnos”. “No es por vos que estamos adentro de la casa sin poder salir”. Dante comprendió y ese mecanismo de laceración ya no fue necesario para regularse.
Los días son largos pero Dante está feliz en su casa, con sus padres. Ha entendido la importancia de usar barbijo. Le hemos enseñado a ponérselo sin asistencia de un adulto. Cada vez que subimos al auto, muestra las palmas de las manos, pidiendo gel para desinfectarse. Ha entendido la rutina de entrar a la casa sin zapatos. Se ha acostumbrado a esperar, sentado en el auto, que vaya a buscar su almuerzo en su restaurante mexicano favorito. Largas caminatas de cinco o seis millas son nuestra manera de contrarrestar la ansiedad en un organismo que se mueve todo el tiempo y come con voracidad. Contamos con ese privilegio, el de las caminatas por nuestro barrio.
La pandemia del horror.
Recuerdo al comienzo de la pandemia, las largas filas en los negocios para abastecerse de comida y papel higiénico. Recuerdo esa alerta mezclada con miedo que se despertó en mí al ver las largas filas en los negocios de venta de armas.
El 25 de mayo, la muerte por asfixia de George Floyd en manos de un policía blanco. El 31 de mayo y el 12 de junio, Robert Fuller y Malcom Harsch fueron asesinados, colgados de un árbol en las cercanías de la ciudad de Palmdale, California. El virus que azota a este país desde las bases de su creación, el racismo, se propaga. Su transmisor es la ignorancia sustentada desde una creencia insostenible: “Un ser humano es mejor si su piel es blanca”.
Nuestra rutina
Camino siempre detrás de mi hijo. Sin conciencia de su condición. Él va adelante. Contento, sonriente, haciendo ruidos y agitando sus brazos. Muchas veces la gente se da vuelta para mirar de dónde vienen esos ruidos. Alguna que otra vez alguien sonríe. Los vecinos lo conocen.
Dante llama la atención. Su discapacidad es notable y es visible, pero Dante está seguro en nuestro barrio. Dante es blanco.
Lo pienso todo el tiempo, ahora cuando hacemos nuestras caminatas. Pienso “¿por dónde caminan las madres con sus hijos autistas negros?” Si las personas que tiene voz, son asesinadas, linchadas y pierden sus vidas sin defensas, cómo se defiende un adulto negro sin voz. ¿Cómo puede la madre de un adulto autista negro, cuidar un hijo que ante cualquier comportamiento, debido a su condición, puede ser interpretado como un agravio, como una amenaza para la sociedad blanca?
El miedo de mi hijo son los perros. En nuestras caminatas debo estar atenta, porque su primera reacción ante ellos, es escapar. Correr hacia la calle donde vienen los autos.
Mi miedo es esta supremacía blanca que nos rodea. Miro los árboles, dignos, altos, destinados a darnos oxígeno. ¿Cómo un ser humano lo ha convertido en el símbolo del linchamiento y tienen todavía el coraje de sentirse superiores?
Mi mirada se detiene en el frente de una casa. Un cartel hecho en cartón y pintado a mano cuelga de la puerta. “El silencio blanco es violencia”.
Lo llamo a Dante, le tomo la mano, saco una foto al cartel y le doy un beso.
Seguimos caminado.
El árbol de los deseos
En San Mateo, en Burlingame, en San Carlos, la gente se moviliza. Se hacen reuniones en los parques. Hay carteles, murales, autos pintados que manifiestan “Black lives matter”. La indiferencia no ha sido la respuesta y eso es saludable en épocas de pandemias. Luchar contra la muerte, cansa. Normalizar la injusticia es asesinar nuestra humanidad.
Es mi primer día de vacaciones desde que mi escuela virtual ha entrado en receso. Después de una larga caminata rodeando la bahía llegamos al centro de la ciudad de Mill Valley.
En la plaza central han quedado los carteles de la manifestación del día anterior. Nuevamente la consigna “Silencio es Violencia”.
Seguimos caminando. En el parque encontramos un árbol decorado. Lo han llamado “El árbol de los deseos”. De sus ramas cuelgan los deseos de la gente que entiende la vida desde la vida. “Deseo que todos nos tratemos bien con igualdad y respeto”. “Deseo para toda la humanidad y para nuestro planeta Tierra que encontremos paz y armonía”.
La brisa sopla suave y los deseos de papel colgados de este árbol flamean levemente.
Es mucha la incertidumbre, es mucho el dolor. Sin embargo, está este otro árbol. El árbol de la vida, un árbol lleno de esperanza.
Dante que camina siempre delante mío, ahora se para para esperarme. Sabe que vamos juntos.