El arcoíris es una navaja vibrante que corta el horizonte frío de la sierra rarámuri en Chihuahua, México. Rarámuri es el nombre indígena con el que se identifica esta comunidad. Los españoles que los invadieron y conquistaron en el siglo XVII, no podían pronunciarlo y los terminaron llamando tarahumaras. El arcoiris se va a hundir en el fondo de un barranco. Va a encajarse en el pecho de la más bella de las hijas del sol, Basaseachic. Cuenta la leyenda de los rarámuri que Basaseachic fue el origen del dolor fundacional de la mujer de este pueblo. Ella, la que murió en desamor.
Su linaje rarámuri
Lorena Ramírez Hernández, la de los pies ligeros, heredó el latido silencioso de Basaseachic. Su linaje acarrea esa caída abismal de la hija más bella de los rarámuri que fluye en las cascadas y riachuelos de la Ciénaga de Noragachi, en el sumidero La hormiga. Allí habita. Cada paso de Lorena desafía la caída al abismo y conquista el despeñadero de los cuerpos.
Dice la leyenda rarámuri que los más valientes, Areponápuchi, el de los verdes valles; Carichí, el de las filigranas de cara al viento; Tónachi, el señor de las cimas; y Pamachi, el de más allá de las barrancas, procuraron el amor de Basaseachic sin lograrlo. Ahora, desesperados, persiguen también a Lorena por barrancas, despeñaderos, serranías, acantilados.
Es inalcanzable
Lorena, la de los pies ligeros, es inalcanzable. Y en el documental, que no cuenta casi nada de ella ni de su gente, se les escabulló a los señores que deambulan desde los arribas y a Juan Carlos Rulfo y su equipo de filmación que deambula en los abajos.
Lorena es corredora de ultramaratones. Los de cien kilómetros, que obligan a veinte horas de carrera con alto rendimiento, corriendo en los más inhóspitos terrenos. Ella lleva los pies semidesnudos, protegidos con sus akakas casi invisibles, apenas una advertencia ante los guijarros más fieros.
Lorena tiene la sonrisa herida de silencio. Va ligera de faldas y de pliegues cuando corre y desafía los despeñaderos o pastorea sus cabras. Y cuando corre en los ultramaratones, conserva sólo una falda, que canta su metáfora permanente. Es de un azul cielo suavísimo. Pero tiene otras coloridas y pesadas, llenas de olanes. Al caminar, espumean como los riachuelos zigzagueantes de la sierra rarámuri. Las usa sólo cuando va a las reuniones de su comunidad, a las tesgüinadas. Ella, como todas las mujeres rarámuri confecciona sus faldas y su ropa. Eso no lo dice Juan Carlos Rulfo en el documental.
Campeona de decenas de ultramaratones
A Lorena aún no se la ha visto danzar en la fiesta como a las otras jovencitas en busca de compañero. Se guarda en sí misma. En su mente siempre está corriendo y pastoreando cabras. En sus siete faldas danzan oleadas de salvajes florecillas de los desbarrancaderos. Ella las guarda orgullosa y tímida en su bodega, como trofeos. Así como guarda las decenas de medallas de todos los maratones donde ha competido.
Guarda sus faldas con más amor que los metales, las procura para cuando llegue el día de la fiesta del maíz, su tesgüinada única. Para cuando halle a su compañero con los pies suficientemente ligeros para acompañarla en tránsito permanente. Los hombres rarámuris son considerados adultos a los trece años. Pero ella no piensa en eso.
Aunque la mayoría de las muchachitas estén listas para casarse en la adolescencia.
El corazón más potente
El corazón de Lorena late más potente que el de ninguna otra mujer rarámuri bajo su mapáchaka (blusa) que con sus brillantes colores la protege del majaguá rayénari (asustarse con el sol). El latido de su corazón es tan poderoso que hace descender a Repá betéame (El que vive arriba). El poderoso de arriba baja en forma de lluvia y refresca el sumidero de La hormiga y todo el municipio Guachochi en el norte de México donde habita Lorena con su gente. Ahí en donde la tierra de los hijos del sol, los rarámuri, se arruga y se retuerce y forma la Sierra Madre Occidental de México.
Pero esto tampoco lo cuenta Juan Carlos Rulfo en el documental.
Los pies de Lorena no tienen descanso. Golpean la tierra por largas horas. Pisotea diez o veinte kilómetros cada día para aplacar al dios del mal, Reré betéame (El que vive abajo). Lo hace con gracia. Mientras pastorea las cabras, recoge leña o corre veloz hasta donde viven los codiciosos, los blancos, los mestizos, los ajenos de la tierra, del sol y los ríos, los barbados chabochi.
Combate la codicia de poseer
Cuando visita a los chabochi para hacerse de algún alimento que desea débilmente, se ajusta con firmeza su koyera (faja cinturón de tela) a la cintura. No sólo para ceñirse las tres o más faldas coloridas, sino para asegurarse de que sus tres semillitas de maíz y sus tres semillitas de frijol (cuenta la leyenda que así se fundó su pueblo) no se extravíen. Así, mientras mercadea, recuerda el origen de los rarámuri y combate la codicia de poseer que condena a los chabochi a destruir la tierra.
Tampoco nada de esto narra el documental.
Juan Carlos Rulfo, el hijo del escritor mexicano Juan Rulfo, trata de hacer con Lorena, el documental, lo mismo que su padre hizo con Comala, en Pedro Páramo: un murmullo. Y Rulfo, el hijo, logra hacer latir el murmullo, entretejiendo en una telaraña fina y suave, los verdes húmedos de la sierra rarámuri con los silencios verdes, los pies alados y las invisibles lágrimas de Lorena.
Por momentos el murmullo de la rarámuri se logra escuchar en el documental.
Se escucha el murmullo rarámuri
Ahí se escucha el aleteo de los pies ligeros de Lorena, el suave sonido de cuando se quiebran las comisuras de sus labios para apenas dibujar una sonrisa. Se escucha el murmullo que produce el pestañeo de sus ojos cuando empujan las lágrimas azules e invisibles que le caen cuando pastorea las cabras.
Cuando se detiene ante el acantilado y piensa en los libros que han escrito los chabochi sobre su gente y que quisiera leer. Se escucha el murmullo de la piedra que rompe el viento cuando Lorena, en un gesto de desahogo, la lanza con rabia hacia el abismo, dejando ir ahí todo el dolor y la tristeza impronunciables.
Y se escucha también el murmullo que canta su corazón por las noches, atravesado por luciérnagas incautas que insisten en alumbrar sus sueños. El murmullo de los riachuelos que salpican su humedad sobre las piernas recias de Lorena.
El murmullo de la madre de Lorena que la cobija de ternura y le da fortaleza por esas veinte horas de carrera despiadada para llegar a la meta. Para recaudar metal y papel valioso que el chabochi le dejará intercambiar por carne, telas, semillas y otras cosas importantes para Lorena y su familia. Esto, no lo cuenta Juan Carlos Rulfo.
Lo que sí hace Juan Carlos Rulfo, lo que deja escuchar en su narración visual de Lorena, es el murmullo del aire que apenas se arremolina cuando la rarámuri de los pies ligeros, tímida, gozosa, plena, apenas levanta los brazos. Lorena imita los gestos de los chabochi cuando gana una carrera. Sólo se escucha el murmullo de su alma cuando corre sin pensar en nada más que en el viento y el fin.
Lorena se desvanece en el silencio
El murmullo de su madre que la acompaña en el pecho, le soba los pies, la alienta: “¿Qué estás haciendo rarámuri? Estás susurrando. Son sólo las luciérnagas volando. Son sus luces. Mueven sus luces. Encienden las luces. Mira la luz. Sigue la luz, en silencio.” Y ella le responde: “Seguiré corriendo mientras pueda, mientras tenga fuerzas”.
Eso es algo de lo poco que cuenta Juan Carlos Rulfo en el documental.
Sin embargo, algo sustancial se le escapa. Lorena se desvanece en ese silencio, en ese murmullo. Poco sabemos de sus modos de vivir la sierra, de sus ganas de aprehender el mundo, sus encuentros con los chabochi.
Lorena les teme y los conoce bien y dice: “Seguirán tomando fotos mientras corra. Veremos si siguen tomando fotos cuando ya no corra”. Ahora, la hacen una moda. La ponen en las portadas más famosas de las revistas de mujeres. Está de Vogue en primera plana.
Ella sabe que los modos de los chabochi son destructivos, efímeros. Se protege de ellos, no les sonríe, no les muestra sus ojos, su corazón, no les da su habla.
Esto no lo cuenta Juan Carlos Rulfo
Al ojosauro devorador de almas, que se traga la vida y sus colores, a esa cámara de cine que carga Juan Carlos Rulfo y muchos otros, no les cuenta , ni lo que sueña, ni lo que murmura su corazón al borde del acantilado. Tampoco les cuenta lo que teme, cuando, después de caminar poco más de diez kilómetros, encuentra la población donde viven los chabochi.
Lorena, en el documental, es dos pies con akakas de plástico sorteando charcos y dejando una singladura de polvo. Es el murmullo de sus alas de luciérnaga perdiéndose en la noche de los acantilados.
Lorena es la resistencia y el silencio que los chabochi en este documental no pudieron quebrantar.
Son menos de treinta minutos, veintiocho minutos para ser precisos. Aquí, Juan Carlos Rulfo no alcanza la cotidianidad de Lorena, su esencia, su fortaleza, sus retos, sus temores, su vida. Es evidente que la rarámuri es muy veloz, que es muy poderosa y que, en su tímida astucia, es ajena a las intenciones del chabochi.
El que se les escape es un acto de resistencia. Me alegra por ella. Pero me entristece por mí, porque hubiera querido conocerla más. Igual, me quedo con el murmullo de sus silenciosas lágrimas al lanzar la piedra en el acantilado. Me quedo con sus pies congelados bajo la tormenta al llegar a la meta final después de tantas horas de correr. Con el murmullo de sus lágrimas silenciosas en el umbral de una ventana sin cristales que devora el verdor de la serranía, en el sumidero de su casa de barro.
Lágrimas que jamás le mostrará a un chabochi.
Video: entrevista con Lorena Ramírez
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