Entre Maradona y yo
Nuestro encuentro fue un asunto de vida ante la muerte
Nuestro encuentro fue un asunto de vida ante la muerte
Dicen que escapó de un sueño
En casi su mejor gambeta
Que ni los sueños respeta
Tan lleno va de coraje
Sin demasiado ropaje
Y sin ninguna careta
Dicen que escapó este mozo
Del sueño de los sin jeta
Que a los poderosos reta
Y ataca a los más villanos
Sin más armas en la mano
Que un «diez» en la camiseta.
Los Piojos
Cuenta la leyenda que en una zona sombría de la tierra, azotada por la injusticia, la desolación, y gobiernos dictatoriales y convulsos, su pequeña humanidad no hallaba consuelo.
Ese corazón que impulsa la sangre del equipo
Sus únicos momentos de goce como comunidad los encontraban jugando. Se ponían veintidós hombres, divididos en dos grupos de once cada uno, en un llano rectangular con dos telarañas en los extremos donde debían, en conjunto, hermanados por un fin indiscutible y gozoso, hacer entrar una pelotita pequeña. Sólo con los pies.
Esa red, como la entrada del infierno, la vigilaba siempre el más paciente de cada grupo. Debía cumplir con todas las cualidades que el cancerbero de la muerte cumple para evitar que su equipo se hundiera en la oscuridad de la derrota.
Los otros diez se alineaban según su temperamento. Los había vigías, que rezagados cerca de la portería ayudaban a proteger al guardián. Otros, que con visión amplia, esa que tiende más a ver el bosque que el árbol, se colocaban más adelantados y distribuían a los atacantes. Van dando pases de balón para que los más aguerridos rompan las filas del enemigo con quiebres y piruetas para penetrar el territorio de los contrarios.
En el grupo siempre hay uno, que se distingue por su osadía, su creatividad, por tener el balance preciso entre la hermandad del juego en colectivo y el individual. Que goza hacer participar a los otros cuerpos entregados y sudorosos, como partes del organismo de una bestia perfecta e indomable que con once cabezas y veintidós piernas logra el objetivo, meter la pelotita en la redecilla, que para el contrario es la derrota, para el que la trasgrede es el goce de penetrar la muerte y salir triunfante como Ulises de la aventura. Ese corazón que impulsa la sangre del equipo, ese fuego que potencia incendiariamente su sed de triunfo, ese hombre que emana genialidad es único en intuición y creatividad. Es quien sintetiza el todo en el uno.
La leyenda del Diez
Cuenta la leyenda que un Dios lúdico y gozoso, escogió un número para marcar a ese genio de la posibilidad infinita con la que podía tatuarlo: el 10. Ese dios que se aparece cada tanto para divertirse en los juegos de los humanos dio un soplido sobre el llano sobre la cabellera negra, desparpajada y volátil de ‘El Pelusa’ para que recorriera el verde de los campos haciendo hermandad entre los hombres. El uno se corresponde con el cuerpo disciplinado y austero, el del solitario genio. El cero que le acompaña, corresponde a la perfección, al lado el círculo del infinito donde sólo entran los que alcanzan la eternidad a pulso, trabajando el cuerpo, la mente, empujando el corazón hasta el abisal borde de la muerte.
Después, que el mundo se embarre la lengua de barro renombrándolos a ellos y sus hazañas.
El soplido que dio el dios de los placeres y el juego sobre el cuerpo menudito y bajito de ‘El Pelusa’ empezó a asombrar a los pobres y los no tan pobres, que a los doce años ya lo veían como héroe. Así se embarró la lengua del barro de los potreros de Fiorito, de Las siete canchitas, del conurbano bonaerense argentino, Eduardo Galeano, para renombrar las hazañas de este genio en su libro ‘El fútbol a sol y sombra’.
Cuando Diego Armando Maradona metió uno de sus muchos goles epopéyicos en 1973 en un partido entre los equipos infantiles de Argentinos Juniors y River Plate narra Galeano:
«El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero centro del River y emprendió la carrera. Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca. Aquel equipo de chiquilines, los Cebollitas, llevaba cien partidos invictos y había llamado la atención de los periodistas».
En esa hermandad de la pobreza y el desencanto operaba la genialidad de Maradona.
Unificando triunfos en el juego, porque en la vida, los unía la desesperanza.
Un pibe con soplo divino
Rememorando la escena y las reacciones de su equipo cuenta Galeano lo que dijo e hizo su compinche de entonces, otro preadolescente castigado por el hambre y que no tenía el optimismo de ‘El Pelusa’: “Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo. Habló abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona, que tenía doce años y acababa de meter ese gol increíble».
Maradona el 28 de septiembre de 1971, con solo diez años, ya había sido detectado por la prensa local. Apareció por primera vez en el diario Clarín que había visto despeinar la melena de “El Pelusa’ con ese soplido divino y lo había reconocido entre todas las cebollitas como «un pibe con porte y clase de ‘crack'».
A los 16 años el crack del fútbol estaba ya jugando en primera división. Con la camiseta de Argentinos Juniors dice que, rememora en su autobiografía (Maradona, 2000, pg. 26) “ese día toqué el cielo con las manos”. Le había metido un “caño” centradito entre las piernas a uno de Talleres que lo empequeñeció hasta lo más bajo. Y cómo no iba a tocar el cielo, si había recibido ese soplo divino. Tenía tiro libre al infinito avalado por el genio.
Maradona era esa ingenuidad burda, de barro, con la que se hizo un dios. Tuvo corazón huérfano y de pobre. Pasará a la historia como un dios pagano y lúdico. De los que se forjaron con un barro tan trabajado que sólo unos cuantos logran esculpir. Maradona se hizo a sí mismo revolcándose en el barro, célula a célula contra la adversidad, es esa entereza y creatividad la que hace del barro la genialidad.
Maradona el deportista, es un cuerpo, un solo fuego, todos los fuegos de una pasión colectiva y hecha sueño en cada uno de los que en él quisimos ver nuestra pasión por el fútbol. Jugar, gozar y en la lucha, ganar. Nos hizo muchas veces tocar el cielo con los pies y una vez acariciarlo, impúdicamente, con la mano.
No lo conocí hasta 1986
En realidad no conocí a Maradona sino hasta 1986, en sus mejores años, cuando él tenía 25 años, en México. Fue el peor año de mi vida. Golpeada por la orfandad que mi padre suicida sembró con el rostro de la locura y la desesperación. La primavera se envenenó de muerte y todo floreaba allá afuera con una dulzura que me hundía aún más en el silencio y la locura.
Dice Julia Kristeva que la primera fase del duelo es la negación. Miles de seguidores fieles, freudianos, junguianos, repiten a coro el transcurrir de las emociones ante la muerte como si se tratara de una ecuación matemática infalible por la que se llega al resultado correcto, la resignación o el olvido, sólo por una vía posible.
Cuando enloquecí en esos meses de primavera del 86, la locura se instaló por casi una década. Mi primer recinto emocional ante la muerte de mi padre no fue la negación. Sino el hundimiento tenebroso y oscuro en la orfandad, en la aceptación de ese suicidio. En el dolor de la ausencia y el silencio absoluto con mi más brillante y amado interlocutor. El incondicional. Cuando llegó el verano, seguía aferrándome a dormir con las ropas de mi padre. Aún conservaban sus olores. Con sus escritos, su correspondencia secreta, su diario. Su colección de monedas, de timbres. Su biblioteca.
Caminaba como una bestia extraviada por las calles que había recorrido a su lado. Redibujaba su costado izquierdo o el derecho, su perfil. La mayoría de los recuerdos eran de uno de sus costados dándome la mano y él balanceándose agigantado aferrado a mi cuerpo de infante. No negaba su muerte, como asegura Kristeva, me hundí en su silencio junto con él. Trataba de hurgar sus modos y su cuerpo de los espacios que lo contuvieron. Los hábitos de las experiencias que compartíamos.
Una de ellas era el fútbol.
Argentina se pone de pie
Esa era la primavera del peor año de mi vida. Y sin embargo, era uno de los mejores para ser argentino, por supuesto para Maradona. Si para mí esa era la primavera de la muerte, para Argentina era la primavera democrática con Raúl Alfonsín, que era el presidente de la restauración a una vida democrática, el hito que separaba el rostro del horror a una tierra con esperanza. Se inició el Juicio a las Juntas dictatoriales que habían asesinado y desaparecido a más de 30 mil argentinos. Y la transición se había hecho a partir del ejercicio del voto democrático. Se podía cambiar la forma de ser de un país sin violencia.
Aunque la esperanza se mediatizó en la Argentina luego de las negras negociaciones que eximirían a los genocidas con las leyes de Punto Final, Obediencia Debida y el Pacto de Olivos, permanecía en el ambiente el vigor de la justicia de los militares que habían sido juzgados sin impunidad y la Argentina se ponía de pie ante la ignominia. Maradona, que había crecido bajo la dictadura, en la pobreza y la marginación, ahora, en México, se erguía como un Ulises en un largo periplo, con la melena al viento, representando la infancia oprimida de los potreros marginados. Era un héroe del pueblo, con su rostro aindiado, sus costumbres de gente humilde y sus vicios. Maradona se erguía con el pecho lleno de Argentina y de esperanza.
Casi sin darme cuenta, desde el 31 de mayo en que se inició la copa con el partido de Bulgaria contra Italia, las calles se llenaban de gritería. México era el anfitrión del Mundial. El verano golpeaba con su resolana y alborozo las calles de mi vecindario y de la ciudad entera, del país todo.
En los escaparates, en los negocios, en las casas había gritería porque la selección mexicana había ganado su primer partido contra Bélgica en la fase de grupos. Argentina ya había goleado 3-1 a los coreanos del sur. La gritería me hundía más en mi silencio. Y en busca de reconstruir un contacto con mi padre muerto, decidí seguir de cerca el Mundial.
Pasé pegada al televisor, sin comer, día y noche. En un monólogo del dolor que no tenía respuesta. La muerte habla con un silencio muy negro. México empató con los paraguayos, le dije desilusionada a mi padre. Pero ganamos contra Irak 1-0. Imaginé que en su sabiduría futbolera me diría. Sólo eso faltaba, con unos primerizos no podríamos haber perdido. Bueno, pasamos a los octavos de final. Eso es bueno. Además fuimos cabeza de grupo. En México el fútbol es una mafia controlada por el capital.
Su magia y creatividad para los goles
Si tenemos suerte llegamos a octavos, pensé que me decía enfunfurriñado mi padre. Lo logramos, pasamos al famoso quinto partido de cuartos de final. Para ser humillados brutalmente por los alemanes en un doloroso 4-1. Nunca más hemos tenido suerte. Hasta ahí llegó la gritería y la esperanza de reivindicación de los mexicanos.
Con México fuera, había llegado la hora de emprender alianzas. Había seguido de cerca la figura del 10, el mejor y más diestro jugador del cuadro argentino. Maradona había liderado a su equipo hasta los cuartos de final.
Me había impresionado el primer gol que le hizo a Italia. Fue de una genialidad insospechada. Se ponía en evidencia la habilidad, la creatividad, el juego en equipo, la gallardura para buscar, perseguir y concretar un objetivo.
No era sólo el hacer el gol, sino el modo lleno de magia y creatividad para hacerlo. Se distinguía de los goles calculados y técnicos como los seis que anotó por ejemplo su rival inglés Gary Lineker, porque llevan la belleza del asombro. Ese gol contra Italia, según el propio Diego, fue uno de los goles más lindos que hizo en toda su carrera.
Quizás hubiese quedado así en el libro de los eventos si no hubiera venido uno de los partidos históricos más relevantes de la selección Argentina, el partido de cuartos de final contra Inglaterra. Aún quedaba fresca en la memoria del pueblo argentino la derrota infame contra el imperio inglés por la reposesión de las Islas Malvinas. En el verano del 82, después de casi tres meses de batalla, Argentina había sido derrotada y la fuerza innegable del imperio consolidaba su posesión forzada de conquista, invasión y muerte.
Para vencer al imperio inglés
Maradona representaba, no solo la justicia del pobre que en el único espacio que triunfaba era en ese juego pactado donde se dignificaba su existencia. Ahora, contra Inglaterra, representaba a la nación atropellada, violada y humillada, invadida por los ingleses. Se jugaba una suerte de orgullo nacional más allá de una fuerza entre escuadrones de deportistas. Era la reivindicación de los vencidos en una guerra injusta por un territorio robado a la mala dos veces.
Maradona tenía no sólo una responsabilidad personal, deportiva, sino histórico-política de vencer al imperio inglés representado en esos once hombres. No era una tarea fácil. Los ingleses tienen una fuertísima tradición futbolística y son potencia en el mundo. Pero la sangre de esos 700 soldados argentinos parecía, junto con el pueblo entero de argentina y todos los latinoamericanos que politizábamos el encuentro, alimentaba a Maradona y sus 10 compañeros de equipo.
Primero llegó el gol por “la mano de dios” que fue quizás el más ingenioso y fortuito, el más redentor y artero, Maradona dijo que lo metió un poco con la mano y un poco con la cabeza. Pero la tecnología no daba para reconsideraciones y en el 86 el veredicto del árbitro, bueno o malo, era inapelable. Concedido. Latinoamérica entera clamaba justicia. La infamia de los conquistadores todos, se vencía con la lucha del ingenio de los más aguerridos de los pueblos conquistados.
El segundo gol contra Inglaterra
El segundo gol contra los ingleses pasó al libro de los eventos como el más hermoso del mundo. Maradona recorrió 68 metros burlando a oponentes y portero. La habilidad, la técnica, la perseverancia, la agilidad mental para evaluarse a sí mismo, a su equipo y sus contrincantes era veloz e implacable.
Ahí dejó sumido en lo negro de la derrota al guardameta Peter Shilton, quién humillado ahora con todas las de la ley, seguía reclamando justicia. Que el árbitro se retractara de su marcación en el primer gol. Pero ante la demostración de la maestría limpia y sin trampas de Maradona ya nada podían los ingleses. El mundo entero de aficionados habíamos presenciado uno de los goles con más destreza y creatividad, con más potencia e implacabilidad en la historia del futbol latinoamericano en una copa mundial. Quizás aquél gol de portero que narró su amigo El veneno, fue el primero de muchos que llegó a la perfección de obra maestra contra Inglaterra en esos cuartos de final del 86.
Era así como Maradona colocaba en la semifinal a Argentina donde se enfrentaría a Bélgica. Hizo dos goles también muy buenos y emocionantes.
El equipo de Latinoamérica
Ya a esas alturas. Argentina era no sólo mi equipo favorito, sino el de todo Latinoamérica, porque no había pasado a la semifinal ningún otro equipo del continente. Se debatían por la llave superior Argentina y Bélgica y por la inferior Francia contra Alemania.
En este encuentro de semifinal Maradona anotó sus últimos dos goles de la Copa 86. Hizo un toquecito providencial con su zurda implacable por encima del arquero y el segundo del partido fue de nuevo una definición en velocidad en la que mezcló la magia de la precisión técnica con la belleza de la destreza de lo que los brasileños alguna vez dominaron como la marca identitaria de su estilo, el ‘juego bonito’.
Argentina conectada a ese ombligo fiero de la bestia indomable de Maradona ganó 2-0 a Bélgica y se enfrentaba con el más fuerte de los equipos. Maradona resistió pero no fue protagonista. Sin embargo, Argentina ganó 3-2 a otra potencia imperialista. En la memoria de los latinoamericanos, quedaba la infamia del nazismo y su exterminio brutal. Todos los aficionados, queríamos que ganara Argentina y nos redimió más allá del horror de las guerras, de la pobreza, de las desesperanzas personales.
A mi padre le hubiera gustado como nunca, haberse aliviado de algunas infamias históricas con la redención deportiva y sin violencia, llena de astucia, sagacidad, inteligencia y habilidad de Maradona y sus diez compañeros. Decidió acabar con su cuerpo y darse por vencido ante la infamia. Yo me quedé para buscarlo en el mundo, y en las cosas que admiraba.
Un pacto de resistencia y esperanza
Le tenia admiración a Maradona. Una que yo aprendí a tenerle en mi propia ciudad, en mi propio dolor. Entre Maradona y yo entonces, después de esa copa del mundo, lo mismo que con muchos argentinos y latinoamericanos, se formó un pacto de resistencia y esperanza.
Me enseñó a sobrevivir la muerte luchando con el cuerpo, con la pasión incendiaria por vivir.
La vida de Maradona fuera de la cancha no me interesa reseñarla. Baste decir que fue controvertida y complicada. Muchas miserias y adicciones lo acompañaron. Pero su genialidad lo acercó a la vida de otros genios. Se identificaba con los redentores del pueblo, los que buscaban crear una vida mejor para los pobres del mundo.
Era seguidor del Ché Guevara, de Eduardo Galeano, quien le correspondió con la misma admiración escribiendo un libro sobre el fútbol donde Maradona fue personaje protagónico. El epitafio de Maradona a Galeano dice: «Gracias por enseñarme a leer el fútbol. Gracias por luchar como un 5 en la mitad de la cancha y por meterles goles a los poderosos como un 10. Gracias por entenderme, también. Gracias, Eduardo Galeano: en el equipo hacen falta muchos como vos. Te voy a extrañar».
También, un año después del mundial, se hizo amigo de Fidel Castro. Es un dato curioso que el 25 de noviembre del 2016 muere Fidel Castro y que el 25 de noviembre del 2020 muere Maradona. El azar o algo incomprensible une a estos seres gigantes de la historia.
La despedida
Despido a Maradona desde la óptica del deportista. Un grande que representó a Argentina como nunca nadie lo hizo en el lúdico espacio de la pelotita de cuero y 22 cuerpos anhelantes tras de ella. Lo despido desde el corazón silenciado de una muchachita huérfana que lloraba a su padre mientras gritaba frente al televisor gol, admirando la fortaleza de un deportista bestial que venció a gigantes con su perseverancia y pasión.
Y me dio esperanza para no dejarme vencer ante la adversidad de esos días devastadores y abisales.
Un abrazo a todos los que lúdicos gozamos y nos apasionamos por la genialidad con la que un cuerpo brioso, fuerte y casi mágico se puede incendiar de pasión para conseguir un objetivo. A todos los maradonistas, mis amigos que también lo admiraban como un genio del fútbol. A todos los que asfixiados por la opresión de nuestros gobiernos dictatoriales, represivos, fascistas, autoritarios, caudillistas, infames destruyeron las vidas de los latinoamericanos y que encontramos en el fútbol, en el juego de la plebe y los potreros, una forma ingenua y revitalizadora de triunfar jugando en colectivo junto a Maradona.
Quien con la zurda implacable, con la mano astuta, con el corazón abierto, buscó en el juego colectivo la revancha contra la injusticia. Nadie como Maradona hizo sentir reivindicada a América Latina ante el poder imperial cuando venció a Inglaterra y Alemania en el México del 86, en el corazón del pantano mexica, y levantó la copa del oro de nuestros pueblos. Esa copa de oro, eran los restos que reclamábamos todos en la sonrisa de ese ser melenudo y bajito con la potencia de un grito inmenso de todos los latinoamericanos que festejamos con él la victoria.