Pocas ocasiones hemos tenido, en tiempos de paz, de contemplar una Europa tan convulsionada. La erupción del volcán islandés Eyjafjalla, el quinto más grande de la isla, ha provocado el mayor caos aéreo de la historia. El avance de la gigantesca nube de ceniza hacia Europa ha obligado a cancelar decenas de miles de vuelos, retrasando indefinidamente cientos de miles de agendas de variada índole.
El Eyjafjalla no había erupcionado en los últimos 200 años. El hombre contemporáneo carece por tanto de la experiencia y el conocimiento necesario para lidiar oportunamente con un evento de esta magnitud. Menos aún puede tener la certeza de un pronto apaciguamiento del volcán.
Mientras la nube de gases y cenizas se abalanza sobre Europa como una sombra siniestra, a las distintas autoridades sólo les cabe precaver deteniendo parcial o totalmente el tráfico aéreo.
Cada día que pasa, las pérdidas económicas acumulan preocupantes ceros a la derecha. Las líneas aéreas aún no logran recuperarse de la debacle financiera que debieron afrontar tras el atentado a las torres gemelas, y ahora, este monstruo grisáceo de impredecible pronóstico les cae como un balde de agua fría.
Los dramas nacionales, corporativos y particulares se acumulan. Las salas de los aeropuertos se han transformado en enormes albergues de personas que miran perplejas el paso de las horas. Una marea humana avanza hacia España intentando conseguir allí un pasaje de avión. Los hoteles y hostales se atiborran de exasperados viajeros, los billetes de tres escasean y cada uno intenta continuar su vida de una forma muy distinta a la planificada una semana atrás.