La costumbre de pedir libros en bibliotecas públicas la he tenido desde hace décadas y no la he abandonado al mudarme de una ciudad a otra. No es que en mi casa no tenga libros, pero siempre es atractivo encontrarse con miles de títulos que nunca se podrían comprar ni menos encontrar en el comercio.
Biblioteca pública
Hurgando en los rincones ocultos de las bibliotecas públicas se pueden encontrar ediciones añosas nunca reeditadas, libros que en setenta, ochenta o cien años nadie ha pedido, hojas secas de árbol ocultas con mensajes de amor, amarillentos boletos de autobús de décadas pasadas, páginas dobladas por algún lector encantado que nunca regresó a estirarlas, panfletos políticos, diatribas groseras, párrafos encerrados en círculos de grafito, cientos de libros vírgenes y palabras y más palabras a las que alguien le intentó dar un sentido en algún momento del pasado.
De esta forma conocí a tantos autores que ni siquiera me habían recomendado. Llegué a distintos libros por el azar o por el sonido atractivo del nombre de la obra o del autor. Vagué tardes de verano, de otoño, de invierno y primavera por las crujiente biblioteca de San Carlos (que luego se quemó con todo su tesoro), por la fría biblioteca de la Escuela México de Chillán (donde al subir los escalones uno podía admirar los murales originales de Siqueiros) y por la gigantesca biblioteca nacional de Santiago con sus millones de volúmenes resguardados en las catacumbas, sus duros asientos de roble y su centenar de bibliotecarios adustos.
Viví en las bibliotecas casi más tiempo del que viví junto a mis amigos, junto a mi familia, junto a mis enamoradas.
No podía resistirme a la tentación de deslizarme a la tierra de los poetas simbolistas, hacia el universo de Nabokov, de Henry Miller, de García Márquez y Alejo Carpentier. Las horas eran segundos y los días, leves pestañeos de luz.
Así pasaron los años, me transformé en historiador y llegué a trabajar al puerto de San Antonio en el centro de Chile. Un lugar de pescadores empobrecidos, obreros mal pagados y muchos desempleados. Mis alumnos tenían tantos problemas personales que desplegar hacia ellos un currículo tradicional habría sido un despropósito. Antes que aprenderse la constitución política, los héroes patrios o los límites geográficos de Chile, necesitaban palabras de aliento, un palmoteo en la espalda e historias atractivas que alimentaran su autoconfianza, que levantaran su autoestima que hasta entonces la tenían por los suelos.
Hablarles de libros era como hablarles de una galaxia no descubierta, así que la forma de interesarlos en ellos fue muy lenta.
Empecé narrándoles mi historia preferida: El Capote, de Gogol. Una historia dura, desoladora, pero muy atractiva. Luego proseguí contándoles los pormenores de La dama del perrito, de Chéjov. Los jóvenes, en su mayoría, quedaron maravillados y de a poco empezaron a percibir que esas bellas y profundas historias habían estado desde siempre guardadas en las odiadas bibliotecas, que hasta mi llegada a cada uno de los colegios en que trabajé eran sólo lugares de castigo.
Algunos empezaron a echarle ojeadas a sus menguadas bibliotecas caseras y no fueron pocos los que se hicieron socios de la biblioteca pública de San Antonio. Más tarde me encontraría reiteradamente con varios de ellos y compartiríamos hasta el mismo mesón durante mis largas estadías en ese lugar.
Era un lugar poco atractivo, de tablas medio podridas con la pintura raída, el piso plagado de hoyos y libros mal catalogados. Era muy común encontrar una cumbre japonesa en Sociología o a Nietzsche en Best Seller. Las cinco o seis mujeres encargadas tenían mal carácter y se exasperaban ante cualquier consulta prefiriendo proseguir con sus cuchicheos y charlas interminables en torno a un café.
No quedaba más que entrar silenciosamente y buscar las cosas por uno mismo. Así empecé a descubrir las miles de maravillas que había en ese lugar. Me hice socio y pedía hasta cinco libros semanales. Tantas buenas lecturas me llevaron irremediablemente a encariñarme con el tesoro libresco de esa biblioteca y a considerarla como mi nuevo segundo hogar, como el sitio desde donde alimentaba parte de mi alma.
Pasaron semanas, meses y años muchos libros recobraron la vida ante mis ojos. Recorrí cada estantería cientos de veces hasta aprenderme la catalogación y los defectos de la catalogación en todos sus detalles. Así fue como llegó el fatídico 27 de febrero de 2010. Aquella madrugada la tierra se sacudió con tal fuerza en Chile que nada volvió a ser como antes. En mi poder tenía dos libros pedidos en la biblioteca y que ya había terminado de leer. Intenté devolverlos dos veces en los días siguientes pero no había nadie y todo lo que se veía desde afuera era un completo desastre.
Sigue cerrada, desierta
Hoy, por tercera vez, intenté devolver los libros que pedí antes del terremoto en la biblioteca pública de San Antonio. Seguía cerrada y desierta. Limpié otra vez el polvillo de los vidrios y me asomé a mirar si algo había sido reparado, pero el desastre seguía exactamente igual. Una cadena montañosa de libros se extendía de punta a punta de la biblioteca. Aparentemente nadie había vuelto a entrar allí tras el sismo.
La mayoría de las estanterías seguían rotas o ladeadas, el cielo tenía fracturas y hundimientos y los computadores estaban estrellados en el piso. Al fondo, el museo de San Antonio no parecía haber corrido mejor suerte. Sin embargo, el gran esqueleto de ballena azul que da la bienvenida a los visitantes no se apreciaba dañado desde la distancia.
Repasé mentalmente los cientos de delicados artefactos de las culturas Bato y Llolleo resguardados en cubos de vidrio, los jarrones diaguitas y las tinajillas mapuches, las flechas picunches y las piedrecillas ornamentales, pensé en el millar de animales perfectamente disecados, los cormoranes, pingüinos, lechuzas, pudúes, la enorme tortuga Laúd y los tiburones en formol, y el panorama que se me presentó ante mis ojos fue desalentador. Al costado izquierdo, el hospital de animales salvajes rescatados parecía aún resguardar vida en su interior, pero no vi personas.
Volví la mirada a lo que había tras el vidrio de la biblioteca y recordé el antiguo orden de los libros. Sin duda que literatura hispánica y chilena habían quedado bien abajo, aplastadas por todo el resto de los libros y los escombros. Sobre ellas debían estar literatura inglesa, italiana, francesa y alemana. Un poco más allá, un cerro de música, historia, biología y best seller. La montaña más grande correspondía a filosofía y su cumbre estaba coronada por física, mecánica y matemáticas. La base de la montaña más cercana debía empezar por autoayuda y sociología, aplastados bajo el peso de la cumbre literaria norteamericana y japonesa. Los gruesos volúmenes de referencia casi no habían sido movidos desde el fondo. Poesía estaba por todos lados, dispersa, pues el poco peso de sus ediciones les había permitido volar con el cataclismo. Me pregunté dónde podían estar los pesados Cantos de Ezra Pound.
Tras una silenciosa espera de diez minutos nadie apareció y retorné a casa con “Boy”, de Roald Dahl y “El Palacio de la Luna”, de Paul Auster. Los mantendré obligadamente en mi poder y releeré algunos buenos párrafos hasta que algún funcionario público dé señales de vida.