Cada rally de Donald Trump es un espectáculo que se ha repetido, desde 2015, hasta el cansancio.
Los mismos gorros rojos de Make America Great Again. Los puestos donde se compran para la colección. Las largas filas que esperan entrar, a veces desde hace horas. La música ensordecedora con la que inician y terminan. Los sustitutos que regurgitan sus palabras y preparan a la audiencia para la llegada de quien consideran todavía Presidente como si fuese un concierto rock.
Los organizadores colocan tres filas de adeptos, seleccionados entre los presentes, detrás del orador. Este será el colchón que verán las cámaras. Invariablemente uno de ellos es afroamericano. Al comienzo de su primera campaña (de tres) el candidato buscaba con los ojos “¡Mi afroamericano! ¿En dónde está mi afroamericano? ¡Allí está!”
Trump debía haber estado allí a las 5 de la tarde, pero llega a las 7, con su caravana militarizada de varios SUVs negros idénticos con conductores veteranos de guerra.
Oportunidad para el desahogo
Si un periodista hablara con alguien del público que ha esperado afuera por horas a veces bajo un frío intenso, – si no lo hostigan- al simpatizante no le importa que Trump llegue tan tarde, porque verá al Salvador. Aunque entre ellos rezongan por tener que pasar por las revisaciones físicas del Servicio Secreto y pelearse por los pocos asientos disponibles, sin los cuales deberán quedar parados durante toda la función.
Para los de MAGA, es una oportunidad de desahogarse de las ofensas y perjuicios de los que son víctima y a los que Trump les halla causa. Y se sienten aliviados de que alguien tan exitoso las exprese como si fuesen propias.
Tampoco les interesan – ni tienen una expectativa de que se les explique – sus planes de gobierno. Los planes se perdieron en la urgencia de impactar con un solo mensaje: Trump, Trump, Trump. Y Trump los deja para el final del discurso. Largos discursos. Aunque menos que los de Fidel Castro y ante un público más entusiasta que allí.
Evento de Trump en Las Vegas que se transmitía directamente por YouTube.
Trump hablará de cualquier otra cosa. Cambiará de tema en cada párrafo, a veces dentro de la misma oración. A veces habla de algo o alguien sin nombrarlo. Parece que cuenta un sueño. No les importa, le siguen la ilación. ¿El programa? Deja que los grupos de expertos conservadores que han hecho listas de planes para “Day One”, el 20 de enero de 2025, cuando asuma el poder, y cuando, anunció, será dictador por un sólo día (como si después de eso necesitase más) y otras listas de cinco mil funcionarios federales que va a despedir para reemplazarlos con otros tantos fieles. Para eso les paga. O promete pagarles.
Los elementos del mitín
Los elementos de los rallies son constantes: el estadio o la amplia sala de un hotel, o un teatro, y la presencia de decenas de miles, o un par de miles, de adeptos; las nuevasgorras alusivas que compran a la entrada y que son blancas y destinadas a los jefes de pelotón, a los lugartenientes, a los más comprometidos; el excelente sistema de sonido; la música ensordecedora, donde utiliza temas populares sin el permiso de sus autores que varias veces lo han demandado por eso y prohibido en vano que lo haga nuevamente.
Ahí está la presentación estelar de los Rolling Stones, donde repite dos temas: You Can’t Always Get What You Want y Angie. Los Stones trabajaron con los abogados de BMI para detenerlo… en 2020.
Para los fanáticos, esta es una experiencia única e irrepetible en la vida política. Algunos son viejos conocidos, porque lo han seguido por todo el país. Es que se sienten participantes del movimiento MAGA, activistas, influyentes.
La retórica incoherente de Trump, contradictoria, incomprensible, y francamente poco interesante pero siempre incendiaria elevan sus ánimos. Salen al cabo de horas con los ojos centelleando, como listos para matar a alguien. ¿A quién? Al enemigo que Trump tan bien describió en el transcurso del evento. A los causantes de sus ofensas y perjuicios.
Porque ese es el propósito del fenómeno del rally: diseminar el odio, el resentimiento, de manera directa, en la cantidad máxima posible de personas, al precio más bajo posible. Casi tan bajo como cuando inventa un nuevo insulto y lo replican – porque no tienen remedio – nuestros medios de comunicación.
Una herramienta de trabajo
Entre 2016 y 2023, las reuniones multitudinarias fueron las principales herramientas de trabajo para el reclutamiento de fieles de MAGA, la recolección de fondos para pagar por los gastos legales de Trump y la difusión de su personalidad. No de sus ideas sino de lo que trasluce de sus frases hechas, y sus palabras súbitamente entrecortadas, de sus gestos teatrales, y de su conversación. Porque no son realmente discursos. Son conversaciones o monoconversaciones: de un solo lado para el otro.
En esta campaña electoral, las reuniones son aún más importantes: él cura su ego herido y la campaña avanza. Especialmente, porque Trump casi dejó de tuitear y porque no ha comparecido en los cuatro debates presidenciales republicanos organizados por RNC, el Comité Nacional Republicano, que no fueron cancelados pese a su demanda.
Pero en los últimos meses, el centro del mundo de Trump se está trasladando a los tribunales, en donde ha dejado 76 millones de dólares, mayormente provenientes de las donaciones de menos de 50 dólares de sus fieles ante quienes se presenta como una víctima del sistema.
Actualmente enfrenta 91 cargos criminales en cuatro casos.
Dos son federales, uno por la retención de documentos secretos en su mansión, y otro por su intento de anular las elecciones de 2020; en Georgia otro estatal por haber demandado a funcionarios republicanos que anulen el resultado del voto, y en Nueva York, otro también estatal, por los pagos que hizo durante su primera campaña presidencial para ocultar la relación sexual que tuvo con una estrella del porno.
Trump usa las donaciones de los concurrentes a los rallies y los ingresos de las gorras para pagar a sus abogados. Millones de dólares. Quizás piense que esos fondos son inagotables y que le van a alcanzar para destronar a Biden y ganar ambas cámaras del Congreso.
Podrían no alcanzar.
Quizás Trump está haciendo un cálculo equivocado. Quizás piensa que todavía es 2020.
Algo ha cambiado
Es que en los últimos meses, varios observadores notaron que las reuniones tienen un tono forzado. Que ya no son como eran. Qué él parecería aburrirse de la actividad que antes le proporcionaba el placer más exquisito. ¿Qué les falta? Nada les falta. En realidad son idénticos a los mítines anteriores. Pero ese parece ser el problema. No cambian.
Dicen los observadores que ya no son lo mismo. Pero ellos son eso, observadores, no participantes. Para la mayoría de los participantes el gusto es igual, aunque algunos empiezan a salir antes del final. Los abuchean. Pero unos y otros ven la realidad de manera diferente. Es así, lo que confirma que la división dentro del pueblo estadounidense. Una división que parece sin remedio mientras Trump supera los escollos y se acerca más y más a su segunda y quizás tercera presidencia.
Al final del evento, vuelve el volumen ridículamente alto de una banda sonora. En la pantalla detrás de él, en lugar de su imagen, aparece la imagen de una bandera estadounidense gigantesca que ondea con orgullo. Termina el evento; las luces regresan y la gente va saliendo.
Pero a menudo, Trump no puede parar y sigue hablando por cinco o diez minutos más. Le quedaron más insultos en el estómago.
Esta es la primera parte de dos. En la segunda parte: Los discursos de Trump: Los fuelles del odio
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