Estaba bonita la Plaza de Lavapies a las dos de la madrugada. En las noches de otoño la vida sigue su ritmo acostumbrado. Un par de concurridos corrillos de jóvenes ocupaban, sentados, el centro de la Plaza, pasándose porros de hachís y marihuana, sin molestar a nadie. A la izquierda, un grupo de negros subsaharianos vendían sin disimulo todo tipo de género: perico, caballo, drogas sintéticas o cualquier otra cosa. Un poco más arriba, provistas de mesas y sillas plegables, unas mujeres hindúes jugaban una timba de cartas con algunos mirones alrededor. A la derecha unos rastafaris bailaban a ritmo de reggae y marihuana. Algo más allá dos hombres de apariencia marroquí voceaban alterando el bullicio y ajetreo habitual de gente cruzando la plaza.
El altercado – más que nada acústico – nunca llegó a las manos y cada uno se fue por su lado sin que nadie les prestase especial atención. Los locutorios, tiendas abarroteras de muchas partes del mundo, restaurantes hindúes, terrazas de bares de copas a rebosar, parejas asomadas a las ventanas de la enorme “corrala” que es esta Plaza, forman parten de un ambiente que en nada parecía reflejar el hecho de que unas horas antes, el dos de octubre, Madrid había perdido en la ronda final de la reunión del COI en Copenhagen, la sede para organizar las Olimpiadas de 2016.
Justo donde acaba la Plaza de Lavapies, en la esquina con la calle Argumosa, no cabía un alma en los bares, en las terrazas o el interior. En una de esas casualidades que tiene la vida, una mesa con un gran ventanal delante quedó libre en “La Boca del Lobo”, un sitio ideal para beber cerveza y fumar un porro, o dos. Allí estaba I. Birambaux, una colega francesa freelance con muchos años de curro en Madrid, Berlín y otros lugares. Si hay en Madrid un barrio “multicultural” – como dicen Gallardón (alcalde de la Villa) y ZP (presidente del gobierno) – ese es Lavapies, aunque a veces se confunda el término con el de “popular”. Ahora es fácil alquilar una vivienda de entre 50 y 60 metros cuadrados por 500 o 600 euros – ¡un chollo! – gracias a la crisis que junto a las muchas facturas, también presenta alguna oportunidad que otra, todo hay que decirlo.
Damián, asesor financiero, un vasco con más de 20 años residiendo en la ciudad, se alegra de la pérdida de las Olimpiadas de 2016. Padece como todos la constante penuria que supone vivir rodeado de obras. Calles cortadas, un tráfico que llega a ser brutal, ruidos de máquinas, voces de obreros, estaciones de metro y autobuses repletas de gente… ¿Los beneficios? Bueno, mucha gente no los siente, de verdad. Ese es su argumento. Y Damián no está sólo.
Es verdad que las decenas de miles de personas que van a las Olimpiadas dejan millones de euros en las ciudades que las albergan. En Madrid ganarían los hoteles, bares, taxistas, gasolineras, agencias de viajes, tiendas de todo tipo, artistas, asesores, más policías, voluntarios, servicios de hasta lo más inimaginable, etc. Las grandes corporaciones (financieras, energéticas, comunicación e infraestructuras entre otras) se comerían la parte más jugosa del pastel, dejando para los demás el resto, que aunque no sea poco, no da para muchos. Demasiados se quedan fuera, y no sienten pena porque Madrid haya perdido en la final de Copenhagen, y ya van dos consecutivas. Tanto mejor parecen pensar. Hay quien argumenta que una tercera candidatura sería “oler demasiado”, una manera de expresar que el tufo a “[ciudad] quemada” sería insoportable además de un gasto estúpido e inútil.
El eslogan elegido “Tengo una corazonada” (I have a hunch) más bien debería ser “Tengo una cabezonada”. Así es como aquí en Lavapies y en muchos otros barrios, convierten la corazonada en dardo dirigido a Alberto Ruiz Gallardón (quien no tardó mucho en decir que eso de “[Madrid] volver a ser candidata para organizar los Juegos de 2020 es una decisión a tomar en 2011”). Mejor así, al menos por ahora.
A la mañana siguiente, en el vecino barrio de La Latina, la fila de hambrientos en la Casa de Caridad junto a la gran Iglesia de San Francisco, es cada día un poco más larga. Hace meses que no dan abasto, el trajín es constante y no hay tregua. Ni tampoco más presupuesto. Muy pocos son los harapientos que arrastran un carro de supermercado lleno de cosas. Muchos, muchos más, son personas normales en paro desde hace tiempo. Predomina la mediana edad, gente otrora “profesional”, muchos con carrera. Sin afeitar, ropa arrugada pero limpia, la mayoría parecen cuarentones o cincuentones, más hombres que mujeres, demasiado viejos para trabajar (¿en qué?) y jóvenes para jubilarse. Algunos hace tiempo perdieron el empleo, después siguieron la hipoteca y los pocos ahorros que tenían. Hasta quedarse en la calle, algunos sin familia alrededor. Aquí vienen a comer algo todos los días.
Muy cerca, en una de las Oficinas de Empleo, las filas son enormes. Allí los extranjeros son mayoría, marroquíes y latinos especialmente. Sin tapujos te cuentan las penurias que les lleva a estar allí ese día. Se levantan a las 3 de la madrugada, están en la fila a no más tardar las 5. A las 9 en punto abren las puertas, a las 9:30 las cierran. “Cupo lleno” es la razón. Pasan las horas hasta que llega al turno, con suerte antes de concluir la jornada laboral al medio día. Sólo hay tres funcionarios trabando ese día. Aseguran que es lo normal.
Hambrientos y parados, extranjeros o españoles, en Madrid hay un ejército de personas que subsisten muy por debajo del índice oficial de pobreza. Eso de la candidatura olímpica les viene al pairo. Conscientes de que cualquiera que sea el beneficio – más allá de mejoras viales e instalaciones públicas -, éste pasará por delante de sus narices sin detenerse… Lo hará, pero en otras manos.
Pese al evidente deterioro en las condiciones económicas, no todo el mundo está igual. Algunos dicen que hubiese sido lindo albergar los Juegos. Al margen de los gremios y corporaciones mencionadas al principio, seguro que el importante mercado negro español (algunas personas muy serias estiman supone cerca del 25% del PIB) hubiese hecho “el Agosto”, como reza el popular refrán (y nunca mejor dicho). Por ejemplo Sergio (nombre ficticio): “Hubiese alquilado mi casa…” dice apurando la caña de un sorbo “… y adiós a la hipoteca”. Desde la terraza de su piso – a tiro de piedra de la Puerta del Sol – las cosas se pueden ver distintas. Ejecutivo de una empresa de investigación de mercados, conoce bien lo positivo que implica la organización de unas olimpiadas, pese a los problemas y retos que genera.
A ciencia cierta, hubiesen sido muchos, muchísimos, los profesionales que venidos de todas partes hubieran disfrutado realizando su labor en un Madrid abierto a todo el mundo. Los madrileños son gente de bien que siguen abriendo la brecha en un país azotado por la crisis económica más cruel en memoria reciente. Seguro que unos Juegos Olímpicos hubiesen dejado huella, y si algo bueno tienen que nadie parece discutir es que “Ponen a una ciudad en el mapa [mundial]”, por decirlo en palabras de Sergio.
Lo más positivo de la resaca de la jornada electoral del COI en Copenhagen el 2 de octubre por la sede olímpica de 2016 fue, después de todo, que en Madrid nadie pareció sentir envidia de que los Juegos se fuesen a Río de Janeiro en Brasil. Ya era hora de que ese club de personalidades variopintas que forman el COI se diese cuenta de que Latinoamérica también existe.