El asesinato en México del hijo del escritor y periodista Javier Sicilia es trágico, sin duda. Lo es porque han matado a un hombre joven y porque sencillamente nadie tiene el derecho de apropiarse de la vida, que es siempre sagrada.
Las reacciones del poeta y periodista han generado gran expectación en la sociedad, pues Sicilia -como es comprensible- se ha expresado con profundo penar y también porque ha convocado al pueblo, a la ciudadanía en general, a manifestar públicamente un rotundo “¡Ya basta!” ante la situación actual de violencia desbordada.
Como decía la semana pasada, es preciso que los ciudadanos alcemos la voz y nos movilicemos cuando los regentes de las oficinas gubernamentales y los partidos políticos no sean capaces de garantizar las condiciones de vida necesarias en una comunidad.
Varias marchas se realizan en cerca de cincuenta ciudades de México y otros países al momento de escribir estas palabras; con estas manifestaciones de repudio se busca sensibilizar al resto de la población, gritarle al poder, dar cauce a la profunda indignación que nace de contemplar el machacamiento de toda una generación.
No escapa a mis oídos la voz de algunos que consideran este llamamiento a la acción social un gesto inocente que, además, en nada solucionará la situación actual de desconcierto. Yo le pregunto a quiénes piensen de este modo.
¿Qué podemos hacer, entonces, quienes en México o fuera de él vemos con horror el ninguneo de la vida de parte de los malosos y la perversión o la torpeza de quienes deben combatirlos? Creo que se equivoca quien quiere criticar la organización de la ciudadanía en torno a un caso que viene a ser ciertamente paradigmático, pero que representa también el asesinato de miles de personas más en nuestra patria.
Protestar es una forma contundente y colectiva de decir «no», y esta sencilla palabra, no, es el primer acto de defensa de nuestra soberanía individual y comunitaria.
Existe, sin embargo, un riesgo al que debemos estar atentos. Me refiero a la posibilidad de que la indignación sea utilizada por aquellos que tienen no sólo diferencias con Felipe Calderón sino, además, una franca animadversión personal; esto es siempre lamentable, pues al exaltar la gesticulación se termina empobreciendo el argumento; mi postura en este sentido es totalmente racional.
Lo que debe quedar claro, así me lo parece, es que quienes demandamos la pacificación del país no lo hacemos en abono de tal o cual candidato, sino en defensa de las más elementales normas de la convivencia social; es decir, del sentido común.
El propio Javier Sicilia ha dado muestra en estos días de congruencia, pues ha sabido dirigir sus demandas desde su condición de ciudadano agraviado, sí, pero sin lanzar consignas partidistas o enarbolar banderas; aún más, creo que nos ha dado una invaluable lección de consonancia moral al mencionar en el discurso callejero del día de ayer que desea que el sacrificio de su hijo y sus amigos no sirva para sembrar el odio.
Dice bien el poeta: el odio, del que comprensiblemente se encuentran contagiados muchos de los detractores del régimen actual, debe combatirse con la misma fiereza con la que se combate a quienes delinquen y asesinan.
En este contexto resulta lamentable la columna del periodista Ciro Gómez Leyva, aparecida el día de ayer en Milenio. En dicha columna, titulada: Y después del “estamos hasta la madre”, ¿qué?, el conocido comunicador –particularmente lacónico en sus entregas- cuestionaba, a su vez, al investigador John A. Ackerman, a quien, palabras más, palabras menos, acusaba de panfletario y demagogo.
Las diferencias de opinión son necesarias en cualquier diálogo verdaderamente justo y democrático, es verdad; sin embargo, me parece muy desafortunado que Gómez Leyva implique en sus palabras (y con esto se inscribe en el coro de los insensibles) que las protestas son esencialmente el fruto de una manipulación política y que, en consecuencia, Sicilia es un hombre que conscientemente busca usufructuar el cadáver de su hijo para conseguir sepa Dios qué aviesos fines.
En un momento de su columna el periodista indica:
Estamos hasta la madre, sí. ¿Y? Yo sólo le pregunto, después de haber reporteado la crisis de los secuestros en Morelos de 1995 (tan terrible como la de hoy) y el asesinato de los hermanos Gutiérrez Moreno (sin padres famosos u oportunistas) [el énfasis es mío], que detonó la movilización social de 2004,
¿qué hacer luego de las marchas de hoy? Insisto, la libertad de expresión, como cualquier libertad, debe tener un contrapeso esencial sin el cual dicha libertad pierde todo su valor: la responsabilidad.
En este caso pareciera que el autor de la columna se muestra más preocupado por defender una evidente estrategia fallida de combate a la delincuencia que por testimoniar con responsabilidad el sentir de la gente.
A la proverbial apatía de los mexicanos debe oponerse -el momento lo exige- una actitud de crítica y acción, de reclamo respetuoso, sí, aunque también enfático a las autoridades que no hacen correctamente su trabajo.
Tal vez no veamos de la noche a la mañana un cambio, ni podamos ejercer una justicia directa al procesar a quienes –asesinos o cómplices gubernamentales- han defraudado a la patria; pero lo que sí es seguro es que podemos dejar un precedente, un testimonio de nuestro compromiso con la verdad y la justicia.
La indignación separa a los decentes de los pusilánimes y los canallas, y para mí, no sé qué pensará usted, querido lector, la decencia es un asunto mucho muy importante.