La franqueza con la que antes nos hablábamos ya no es políticamente correcta en muchas conversaciones. Si somos juiciosos, sabemos que los debates familiares se han convertido en campos minados en los que una palabra o un nombre puede detonar una explosión.
Los abismos de nuestra democracia
Pasamos del autoritarismo en ideologías políticas al diálogo y ahora nos enfrentamos a monólogos que nadie quiere interrumpir. No charlamos. Respondemos y asentimos. Estamos polarizados. Pienso en nuestra democracia como esas relaciones de pareja a las que se les va apagando el fuego. Primero llega el instinto nato de sobrevivir y rescatar, de salvar ese barco que se hunde de a poquito; después llega el enojo y la furia, la adrenalina y los reclamos por no poder hacerlo; y el tiro de gracia lo da el silencio, la etapa más jodida, que quizá es resignación o la indiferencia. No sé. Eso nos está pasando como sociedad: Permitimos que los abismos sociales quemen los puentes que hemos construido por generaciones. Estamos en un romance tóxico con el sistema político.
Cuando Donald Trump se convirtió en presidente de Estados Unidos nos hizo cuestionárnoslo todo. Nos dedicamos a verificar cada uno de los datos y palabras que salían de su boca. Creamos sellos que identificaban la información falsa o sacada de contexto y resaltábamos las mentiras que ahora podrían llevarlo de nuevo a la Casa Blanca. Con otros mandatarios latinoamericanos pasó lo mismo. Estamos en un parteaguas.
Potenciar nuestra confianza
Después nos atropelló una pandemia. El verificar y contrastar se volvió un elemento más de nuestra canasta básica. Pensamos que con combatir las disparidades y las noticias falsas lograríamos un antídoto para la indiferencia electoral, pero subestimamos el hartazgo, los extremos y las cámaras de eco. Si lo mezclamos es como si escribiéramos el obituario de la soberanía del pueblo.
Pero no todo está perdido. Es necesario volver al inicio y caminar despacio, juntos, en espacios en donde se promuevan las conversaciones difíciles y las preguntas incómodas. Es imperante que encontremos esos puntos grises entre los extremos a los que nos han llevado los otros, los propagandistas políticos que saben manipular masas. Es indispensable crear un ecosistema en el que el periodismo recupere la confianza que se ha perdido por las prisas, los intereses, la fata de ética y los infiltrados. Pero también hace falta voluntad. No hay un borrón y cuenta nueva; es necesario marcar una nueva línea de salida.