Tanto en Cuba, como en Venezuela o en el planeta Marte, todo marxista (o comunista) se percibe a sí mismo como un revolucionario que lucha por alcanzar un modelo de sociedad superior y perfecta, sin clases sociales antagónicas; altamente desarrollada y sin desigualdades entre ricos y pobres.
Es decir, un comunista –porque eso es realmente, ¿se puede ser marxista y no ser comunista?– es un promotor del paraíso en la Tierra que menciona el himno de “La Internacional” . No importa si ya el socialismo marxista fue sepultado en Europa.
A Hugo Chávez lo aplauden sus seguidores cuando estatiza más negocios privados para edificar en Venezuela el “Socialismo del siglo XXI”, mientras en la isla vecina dicho experimento social agoniza.
Muchos marxistas afirman ahora que el “socialismo real” impuesto en 36 países durante el siglo XX fue una distorsión execrable de las doctrinas de Marx, de lo cual culpan a Lenin, Stalin, Mao, Pol-Pot, Ho-Chi Minh, Kim Il Sung, Tito, y Fidel Castro. Ese no es el socialismo “verdadero”, aseguran.
Siguen creyendo en un socialismo utópico (democrático, plural, productivo, altruista). Respeto ese romanticismo, pues yo lo padecí. Pero me temo que ese socialismo ni existe ni va a existir, como no es factible “el hombre nuevo” de que hablaban Fidel Castro y el Che Guevara en los años 60.
Hay un solo marxismo, no varios. No hay un socialismo “incomprendido” aún no puesto en práctica. El único es el de puño y letra de Karl Marx, que plantea establecer la dictadura del proletariado y el regreso al estatismo total bajo un régimen policíaco de partido único y conversión de los medios de comunicación en instrumentos de propaganda y adoctrinamiento ideológicos. Mientras más a fondo uno estudia a Marx, más aflora su desprecio por el pluralismo democrático moderno.
Es ese marxismo legítimo el llevado a la práctica en casi 40 naciones de Europa, Asia y América Latina, con aberraciones que efectivamente nada tenían que ver con Marx, pero auténtico al 100% en su expresión socioeconómica. El fracaso ha sido tan evidente como dramático.
Hay todavía quienes creen que el marxismo es el futuro de la humanidad. Fidel Castro aún repite su consigna de que “el futuro pertenece por entero al socialismo”. No pocos se rebautizan como socialistas a secas, sin el apellido de comunista (los chavistas no lo usan). Veo en ello dos motivos: que el vocablo comunista está devaluado y además asusta, y para pasar como lo que no son: socialdemócratas.
Regreso en el tiempo
Un proyecto social que conduce la sociedad al pasado y no al futuro no puede ser progresista. El socialismo –del siglo XIX, el XX, o el del XXI– no es un avance en lo social, económico, político y humanístico –que es el canto de sirenas que atrae a millones– sino todo lo contrario: una regresión al absolutismo estatista de las monarquías europeas del siglo XVI al XVIII.
Por entonces el Estado omnipresente lo controlaba todo y asfixiaba las libertades individuales. Era casi imposible hacer negocios, comerciar y crear riquezas de manera independiente. Nadie podía expresarse políticamente. Nada se sabía de derechos humanos y sólo unos pocos privilegiados conocía que los antiguos griegos habían inventado la palabra democracia (demos, pueblo y kratos, poder). Era, en fin, la época en la que el Rey Sol, Luis XIV de Francia, decía, y con toda razón: “L’etat c’est moi” (el Estado soy yo).
No había derechos civiles ni de ningún tipo. Era rampante el parasitismo de la nobleza y la aristocracia vinculada a la corona –conformaban el Estado– que no producían nada y le chupaban la sangre a la gente con astronómicos impuestos –rezago de las gabelas medievales– sin darle nada a cambio. Aquel modelo social inhumano constreñía a las fuerzas productivas. Por algo estalló la revolución burguesa en Francia, en 1789.
Pues bien, a eso lleva el socialismo marxista. Convierte en estatal a la propiedad privada y prohíbe las libertades individuales que hicieron realidad en el Viejo Continente y en Norteamérica la consigna liberal de “laissez faire” (dejar hacer) que los fisiócratas franceses lanzaron 40 años antes de la toma de la Bastilla, y que los ingleses –con Adam Smith de abanderado—y un poco antes en los Países Bajos empezaron a aplicar primero que los franceses.
Un único partido
Se pasa al monopolio de un único partido poseedor de la verdad absoluta, que irónicamente según el propio Marx no existe.
O sea, por su vocación estatista, controladora y centralizadora, el marxismo es retrógrado, es la negación del movimiento liberal que sepultó al absolutismo monárquico y desenterró a burgueses, agricultores, artesanos, comerciantes, inversionistas, es decir, al “sector privado” que erigió el mundo moderno que hoy conocemos y la democracia plural en la que se afinca.
Aquel avance de las libertades individuales y los preceptos democráticos que hundieron al “Ancien Regime”, como dicen los franceses, fue un proceso largo y difícil, de intensas luchas políticas, religiosas y sociales, algunas de las cuales fueron revoluciones, todas muy sangrientas excepto la Revolución Gloriosa en Inglaterra (muy pocos muertos) que restringió fuertemente los poderes del rey en favor del Parlamento e instauró la actual monarquía constitucional británica en 1688. Una de las más sangrientas fue la revolución independentista de las 13 colonias inglesas en Norteamérica iniciada en 1776.
El socialismo, que hace trizas esa lucha secular, es una combinación del absolutismo monárquico con el despotismo ilustrado y su paternalismo, que se resumía en la consigna de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” que tanto gustaba a la fogosa zarina Catalina la Grande de Rusia.
Pero el comunismo va más allá que los Luises del “Viejo Régimen”, pues en plena revolución de la Internet el comunista prohíbe el acceso libre a la información, anula la capacidad de los ciudadanos para razonar o disentir del gobierno y los transforma en los animalitos de la “Animal Farm” de George Orwell.
Como “papá Estado” es el único productor y empleador, la corrupción deviene cultura nacional y quien no roba, engaña o evade el trabajo duro no es decente, sino morón.
Al no hacer nada por sí mismo y depender del Estado para todo, desde que nace hasta que muere, al individuo se le atrofian las neuronas, pierde la conciencia de sí mismo y se convierte en zombie de propiedad estatal.
La propiedad de nadie
Mijail Gorbachov en un arranque de honestidad soviética inédita hasta entonces, dijo que la propiedad social –léase estatal—“es la propiedad de nadie”. Siendo más audaz debió haber dicho que la propiedad social le pertenece a la “Nueva Clase” de que habla el libro del yugoslavo Milovan Djilas, el que me regaló mi padre poco antes de venir para Estados Unidos y que yo en mi utopismo de entonces no quise leer (mi viejo murió sin que yo pudiera decirle que el que estaba equivocado era yo).
¿Es progresista un proyecto social que remonta la sociedad a los tiempos de las monarquías absolutas y suprime las libertades que hicieron posible la modernidad?