Y bueno, llegamos otra vez, gracias a Dios, a ese momento en el que tenemos que prepararnos para enfrentar todo el alboroto de la Navidad y el fin de año. A mí, la verdad, todo esto me encanta y lo celebro con todo el entusiasmo del mundo, sobre todo desde que tengo hijos.
Pero, más allá de la fiesta y sus excesos, qué podemos hacer, qué debemos sentir y pensar entre tanto ruido y consumismo, entre tanta frivolidad y apariencia impuesta por un sistema económico y social absolutamente mercantil. Va lo que pienso:
La Navidad debe abrirnos las puertas del corazón. Solo eso bastaría para hacer nuestra vida más rica y generosa. Sería un milagro que debajo de cada árbol de Navidad apareciera para nosotros un poco de voluntad de cambio interior, de fuerza para conseguirlo y de alegría para recorrer el camino.
El gran pecado del ser humano es olvidarse de sí mismo, ponerse en manos de la vanidad y la locura de este tiempo perverso en el que nos encontramos; creo que no hay nada más subversivo que decirle no al pesimismo y al orgullo propio. La generosidad debería alentarnos en un deseo constante de búsqueda del otro, de aquel que por el hecho de ser humano es nuestro hermano en la vida y la agonía, en la alegría y el fracaso.
Vivir sin donarnos a los demás es no vivir de veras. Nos han hecho creer que nuestro destino es la competencia y de esa perversión han nacido todas las salvajadas que vemos y hemos visto en esta tierra. Pero a pesar de tantos locos y homicidas, existe en el corazón de cada uno de nosotros la capacidad de la reconciliación y el encuentro, y eso se nos vuelve más presente en estas fechas.
Todos tenemos, allá donde estemos, la posibilidad de volver la mirada al que más nos necesita, que muchas veces vive en nuestra propia casa. Que nadie se llame a sí mismo cristiano si no camina al lado del más débil, el más herido y humillado. En todas estas cosas creo.
La verdadera Navidad es un estado del corazón.
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