Mi país, México, tiene una extensión de dos millones de kilómetros cuadrados. Eso es cinco veces más que la extensión de California y una quinta parte de la extensión de Estados Unidos.
Aunque comparado con los vecinos del norte, mi país, que además tiene un territorio bastante retorcido, no parece muy grande, recorrerlo de punta a punta a través no es fácil. Por esta razón, hace poco me llamó la atención el descubrimiento de una estadística: sólo 7% de los 100 millones de mexicanos que viven en el país ha viajado en avión. “Ya salió el peine”, dije yo; “eso explica muchas cosas”.
Es que mire usted: si de por sí los aeropuertos pueden ser bastante entretenidos cuando son observados con atención, presenciar el viaje de un mexicano que vuela por primera vez, o que es el primer integrante de la familia que va a subir a un avión, resulta un espectáculo que difícilmente se olvida.
La primera razón es que a los mexicanos nos gusta la pachanga, el bochinche y el desmadre. A donde vaya uno vamos todos, y más si el evento involucra risas, lágrimas o alcohol. Vamos a suponer, por ejemplo, que quien va a viajar es la niña, que probablemente tiene unos 25 años y gracias a una beca se va a estudiar a otro país, pero que seguramente para los papás sigue siendo “la niña”. Entonces habrá que llevarla al aeropuerto para despedirla, porque el viaje, oiga usted, es una ocasión que no se repite con frecuencia.
Así que el día previo al vuelo de la niña todos se prepararán para ir a dejarla tempranito a la mañana siguiente (en México los vuelos, sobre todo los primerizos, siempre salen tempranito por la mañana). La mamá habrá preparado una cajita con medicinas por si la niña se siente mal en el avión y también le habrá puesto algo de comer por si le da hambre durante el viaje. Si hay una abuela, con toda certeza le entregará un santito para la cartera, el monedero, la bolsa de mano o el brassiere. Los hermanitos probablemente estarán bañados y peinados para atrás con limón y la madre tratará de que todo el tiempo conserven la camisa bien fajadita dentro del pantalón. El papá cargará maletas y apurará a todos para no llegar tarde, y no faltará un/a tía/o, prima/o o vecina/o que saque las fotos.
Una vez en el aeropuerto, habrá que acompañar a la niña a documentar el equipaje. En este punto es probable que cada integrante de la familia cargue una maleta, porque todos quieren ser parte del protocolo. Cuando la niña se prepara para pasar por los puntos de revisión, empezarán las despedidas. Inevitablemente la madre y si está ahí, la abuela, llorarán un poco. Bendiciones y padresnuestros cubrirán a la viajera, muchos abrazos, muchas sonrisas y una lluvia de consejos. Pero es importante que ninguno se despeine en el proceso, para no perder compostura en el momento más importante: las fotos antes de irse.
A los mexicanos nos gustan las fotos. Nos gustan las de ceremonias especiales, bodas, bautizos y quinceaños. Pero nos gustan, sobre todo, aquellas en las que salimos todos en bola. Mientras más gente salga, más digna de conservarse es la foto. Así que en esta ocasión especial, justo en medio del aeropuerto, habrá que tomarse las fotos con la niña que se va.
Esta foto es la razón por la que la madre y la vecina se pusieron vestido y tacones, el padre sacó la camisa buena y los niños intentan conservar el peinado relamido. Durante los meses o años siguientes, la foto permanecerá junto a otras fotos como un recordatorio de lo logrado por la protagonista de la historia, la que salió de la casa, se subió al avión y se fue. Como el momento es importante y solemne, por lo general nadie sonreirá durante el proceso de tomar la foto: todos estarán serios y formales, como en un evento de rigurosa etiqueta. Al final, todos se relajarán un poco y alguno sonreirá.
Tras acompañarla a documentar el equipaje, esperar a que pase las revisiones de seguridad y ver cómo se pierde por los pasillos diciendo adiós con la mano, es posible que los niños y en secreto también los adultos, anhelen ver cómo se va el avión. Si el aeropuerto lo permite, irán a algún área designada para ver el aterrizaje y despegue de las naves –en mi Ciudad de México, incluso se pueden usar los puentes peatonales del Boulevard Puerto Aéreo– y a la vista de cada una asegurarán que la niña viaja ahí, agitando la mano y anhelando que se haya puesto viva y le haya tocado ventanilla.
Y si ese fue el caso, a diferencia de los hombres de negocios que se ponen un antifaz y bajan la cortina de plástico para que no les dé la luz, olvidando en dónde están y el privilegio que es ver el mundo desde encima de las nubes, probablemente la niña, con las manos sudorosas, pasará la mayor parte del viaje asomada, adivinando qué tan lejos quedó su casa allá abajo.
Desde luego, meses o años después, la niña regresará con experiencia y un mayor grado de sofisticación. Pero al bajar del avión todo volverá a ser lo mismo: ahí estará la familia, de rigurosa etiqueta y cámara en mano, ocupando medio aeropuerto y esperando para alzarla en hombros, tomarle una foto y hacer una fiesta en su honor.
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