Todos hemos comentado alguna vez: “Ya no fabrican las cosas como antes” y es que, esta afirmación tiene una implicación mucho mayor de lo que nos imaginamos.
Efectivamente, ya no se fabrican las cosas como antes, y a la intencionalidad y planificación de la perdurabilidad de productos y servicios para incrementar el consumo de los mismos, es a lo que llamamos “Obsolescencia Planificada, o Programada”.
Comprar, tirar, comprar
De todo esto nos habla el magnífico e imperdible documental “Comprar, tirar, comprar” de la directora alemana Cosima Dannoritzer, en cuya producción han participado televisiones de nueve países, entre ellos, Televisión Española. En él se realiza un ameno repaso por la historia económica de nuestro tiempo, desde el inicio de la producción en masa, generado por la revolución industrial, hasta nuestros días.
Fabricados para no durar
La velocidad de creación de productos que se ha ido gestando y creciendo todos estos años, se encontraba con el colapso de una demanda que no era capaz de absorber todas las posibilidades que ofrecía la oferta. Tras la depresión de 1929, Bernard London fue el primero en plantear la idea de la “obsolescencia programada”, para incentivar el consumo, y así, crear nuevos puestos de trabajo, ante las elevadas tasas de paro en las que se encontraba la sociedad estadounidense.
https://www.youtube.com/watch?v=uGAghAZRMyU
A medida que la evolución tecnológica se ha ido disparando, hemos ido viendo cómo los productos electrónicos, y otros tantos, no han evolucionado de la misma forma en su perdurabilidad, sino todo lo contrario. Nos hemos acostumbrado a cambiar de teléfono móvil cada año, y comprobamos con aceptación cómo las baterías de los aparatos dejan de funcionar a los dieciocho meses de su adquisición. Igual sucede con portátiles, impresoras, bombillas, frigoríficos… etc.
Deterioro planificado
La creación de este tipo de artículos con una previa planificación de su deterioro, determina toda la cultura del consumo actual, basada en la novedad, en la atracción visual y en la tónica de todo marketing: “Tu vecino ya lo tiene y tú aún no”.
De modo que, jugando con toda esta combinatoria de agentes, es sencillo crear productos con una breve vida útil, puesto que hay una demanda dispuesta a “reciclarse” constantemente. Tan dispuesta que, en cierto modo, su identidad se basa en eso.
Hoy, el individuo actual tiene su propia “marca”, la cuál está definida por los productos que consume: su ropa, su teléfono móvil, su coche, su casa, el lugar al que va de vacaciones…. etc. El individuo del siglo XXI tiene completamente asumido que su identidad es todo lo que posee, los servicios que utiliza, los deportes que practica…. todos sentimos la necesidad de ser identificados por algo que nos agrada, nos produce orgullo o, simplemente, vanidad.
Productos inservibles
Por eso, en esta rueda, es tan sencillo para las empresas crear productos que pronto serán inservibles. Se produce una especie de acuerdo inconsciente y silencioso entre el comprador y el vendedor, en el que los dos se encuentran plenamente satisfechos: “Tú haz las cosas deteriorables, que yo te compraré todo lo nuevo que saques al mercado”.
Así la economía crece, los puestos de trabajo crecen, todo el mundo está muy ocupado y…. mientras tanto… nos olvidamos de varios asuntos importantes. El hombre no crea nada de la nada; el hombre transforma. Todo lo que produce proviene, finalmente, del planeta en el que habitamos. De modo que el consumo ilimitado, la producción desproporcionada, ocasiona un deterioro brutal de nuestra propia casa: la Tierra.
Exprimimos los recursos con el afán de continuar en la espiral ascendente de la venta constante de novedades, generando las consecuencias que todos conocemos, aunque pareciera que no queremos del todo ver. Y seguramente, no lo vemos en toda su dimensión, porque se tratan de esconder los “daños colaterales”.
Documental de Ghana
El periodista de Ghana, Mike Anane, nos cuenta en el documental cómo llegan a su país toneladas y toneladas de aparatos electrónicos inservibles que se apilan en vertederos que transforman el paisaje y la vida del lugar. La idea del vendedor es buena: si los ojos del comprador no se enfrentan a las consecuencias de su locura compulsiva, seguirá comprando.
Enviemos los restos a un país de África, y disfracémoslo de obra de caridad, ya que, les estamos ofreciendo los aparatos electrónicos que ya no utilizan los acaudalados del norte, para que puedan aprovecharlos.
Sin embargo, se olvidan de explicarles que estos aparatos han sido creados, precisamente, para que llegado un tiempo ya no se puedan aprovechar.
Las teorías económicas parecen confluir en la necesidad de crear productos cuya vida útil esté programada. Las mismas teorías económicas que han creado la estructura económica actual. No parecen muy convincentes los resultados. Y más allá del evidente fracaso en datos constatados, se encuentra una relación mucho más sutil, pero igualmente importante: todos los actos que dañan a la Tierra nos están dañando también a nuestro propio cuerpo, a nuestra propia mente, y a nuestra propia conciencia.
Obsolescencia programada
Esta relación es más fuerte que la lógica aplastante de la obsolescencia programada. A medida que destruimos nuestro espacio, perdemos el vínculo que nos mantiene “cuerdos”. Este planeta actúa en nosotros de la misma forma que la familia, o el propio hogar, manteniendo un equilibrio fácilmente desestabilizable con el aislamiento o la sensación de unicidad.
Me pregunto: ¿qué tipo de poderoso influjo tiene sobre nosotros la atracción que sentimos por ciertos productos o servicios, que aún sabiendo que este consumo desproporcionado está desestabilizando el planeta, y del mismo modo nuestras propias cabezas, continuamos adquiriéndolos?
Nos dejamos atravesar por la droga que significa la renovación constante y desenfrenada de la tecnología, sin hacernos cargo de las implicaciones que tiene.
Me gustaría hacer un llamamiento para tomarnos simplemente unos segundos y preguntarnos: ¿De qué forma estamos contribuyendo a alimentar esta situación?