Tengo muchos silencios atrapados en el cuerpo: dolores que callo, palabras que prefiero no decir, complicidades que se calcifican, batallas que decidí perder, alegrías que contuve, los accidentes que me quebraron y lutos que no se van. Se acumulan. A veces se quedan quietos, pero hay días que gritan: un dolor de cabeza, un cuello retorcido, las caderas rígidas y las manos adormecidas.
La pandemia nos deja -así, en presente- un trauma tan silencioso que ensordece. Las miradas tienen subtítulos. Sé que no soy la única. Vivimos con la boca cerrada y los demonios por dentro. No queremos desnudarnos ni que nos vulneren; no tenemos ganas de hacer las paces con los dolores ajenos. Intentamos fluir, a costa de nosotros mismos. Estamos en un shock colectivo que nos cuesta nombrar y mucho más admitir. Esos silencios se convierten en vórtices y a veces nos matan.
Estamos bien (a veces). Lloramos poquito (de vez en cuando). Nos hacemos los fuertes (sin remedio). Nos desbordamos de fe (cuando se puede). Queremos bonito (a ratitos). Sobrevivimos al virus (por suerte). Nos mata la mente (de a poquito). Se nos cae el mundo (en pedacitos). Nos creamos caparazones (casi siempre). Desfilamos con antifaces (muy seguido). Hablamos (por encimita). Nos duele (en lo más profundo). Opinamos (mucho del otro). Escuchamos (lo que queremos).
Quisimos poner la vida en pausa, pero siguió, aunque no para todos, y nos atropelló. Si tuvimos suerte, descubrimos nuestros miedos más profundos y los sobrevivimos; añoramos, valoramos y no olvidamos. Por meses encerramos el cuerpo y los sentimientos y ahora no sabemos salir. Nos cala el aire, la libertad y el sol. Nos broncea la autocompasión que nos jala a la oscuridad. Y reaccionamos con indiferencia y hartazgo.
Nos sacudimos una de las pandemias para ocultar la otra, quizá la más peligrosa. Para esa no hay pinchazo ni vacuna. Pero ¿cuándo, si no, se vuelve a la normalidad? Hace tiempo que regresamos a las oficinas y a los salones de clases, a los clubes y los partidos, a las fiestas de cumpleaños y a la noches de bodas y quinceañeras, pero ¿cuándo dejamos los secretos propios? Nos amordazamos. No podíamos salir, pero tampoco entramos en nuestro ser. No. Nos desconectamos, disimulamos y encubrimos. Llovimos, llovemos y lloveremos por dentro.
La pandemia más preocupante es la de los silencios: el virus que no muestra síntomas, las bocas que no se abren, las puertas que se cierran sin rechinar, los momentos que archivamos en el cuerpo, las palabras que se nos pudren por dentro, los pensamientos que nos amenazan, la falta de hombros y orejas, los pocos abrazos, las distancias que no se acortan, la tecnología que nos enfría el pecho, las fronteras en agonía, los muros guardianes, los pactos secretos, las vacunas calientes y los cuerpos fríos… la complejidad del tener que ser sin hacer ruido aunque por dentro nos desmoronemos.
Hoy, en este mes de prevención del suicidio pienso los silencios de Rubén que lo mataron antes de que llegara el virus. Por tu memoria, primo, ventilo los míos.
OTROS ARTÍCULOS:
–Cruzando Líneas: El regreso, sin caretas ni cubrebocas
–Cruzando Líneas: ¿Fuera máscaras?