Me dijeron “fuc*%&ng Mexican”, otra vez. La primera caló menos. Fue hace cuatro años. Estábamos en Ajo, Arizona, y fue justo después de recorrer el desierto por más de 14 horas. Mi colega Julio Cisneros y yo estábamos sudados, acalorados, demacrados y apaleados por el sol cuando llegamos a un restaurante para echarle algo a la tripa. Ordenamos en español. Un hombre mayor, güero de rancho, como yo, nos maldijo en murmullos.
Le contesté en inglés, le pedí que repitiera y le sostuve la mirada. Lo desafié con el ceño fruncido y las pupilas endemoniadas. Cuando vio mi tez trigueña y mis ojos claros, bajó la cabeza, se cubrió el rostro con el sombrero vaquero y susurró una disculpa. Se alejó rápido. Julio y yo estábamos tan cansados que no pudimos hacer más que soltar la carcajada. El sentido del humor nos cobija de la realidad. Bromeamos de cómo los guatemaltecos y los mexicanos nos parecemos tanto… y de los mexicanos fronterizos, como yo, que a veces nos camuflamos en la manada mestiza de Estados Unidos que pocos quieren ver cuando se asoman al espejo.
De la segunda aún no se me quita lo brava. Estaba esperando en línea para entrar a una tienda exclusiva en un centro comercial en Scottsdale. Tenía más de 35 minutos y dejaba pasar a otros clientes mientras aguardaba a que me entregaran mi bolso. Una pareja de raza negra se enfureció al verme parada en la entrada. Empezaron a gritar que me había colado en la fila. Siguieron maldiciendo en voz baja, entre ellos, diciendo que así somos todos los mexicanos, que invadimos, que traspasamos, que no nos formamos, que nos aprovechamos y que nadie nos dice nada… que alguien tiene que hacer algo.
Al principio me desviví en explicaciones; después me di cuenta de sus oídos sordos. Notaron que tomé aire y me centré. Decidí actuar y no reaccionar; al fin y al cabo, eso es lo que me ha enseñado ser mamá de mellizos inquietos que siempre ponen a prueba mi paciencia. Les molestó mi mesura y mi indiferencia. Ahí fue cuando el hombre soltó el “fuc*%&ng Mexican” sin reparo. Ella solo asintió con un marcado “ujúm”.
A mí que siempre me sobran las palabras, preferí quedarme en silencio. Revivo el momento y se me ocurren mil respuestas; contuve a Toñita Machetes. Pero plantarme firme, con la frente en alto y los labios sellados fue lo más sensato. No entraré en más detalles, pero no hubo necesidad de ser yo quien los pusiera en su lugar… y eso lo agradezco.
Lo cierto es que no soy una maldita mexicana. Soy una mexicana orgullosa de mis raíces y mis mudanzas, de mi pueblo, de mis dolores, de mi gente, de mis muertos y mis recuerdos.
Soy mexicana fronteriza y vivo aquí en tu país, que también es mío; en esta tierra que que me ha adoptado y a la que yo he fertilizado con lágrimas, trabajo y amor. Este es mi hogar también. Soy hija del desierto y soy todo eso que ellos no podrán ser.
Sí, soy mexicana, ¿y qué? Sí, hablo español, ¿y qué? Sí, soy morena, ¿y qué? Sí, puedo costearme una cartera de diseñador como la tuya, ¿y qué? Hablo inglés como tú, ¿y qué? Estoy rompiéndola en el extranjero, ¿y qué? Entonces, ¿quién es el jodido aquí?
Yo migré con mi identidad y me hago camino, abro brechas, agradezco y también peleo. Lo hago desde mis muchas luchas y mis múltiples privilegios. Lo sé. Así que no soy una “fuc*%&ng Mexican”… Soy una “proud Mexican”, aunque te duela.