Cuando conocí a Joe Arpaio, por allá en el 2009, era un hombre imponente. Tenía una de esas presencias que te obligan a voltear a verlo y en su mirada había siempre algo inquisidor. Pero, irónicamente, era un hombre muy carismático, una de esas personas que son peligrosamente seductoras y descaradamente manipuladoras, casi siempre intimidantes.
Joe Arpaio era temido y rechazado por su comunidad
En ese entonces ya era famoso por ser el temido alguacil del Condado Maricopa, en Arizona. Le encantaba presumir cómo impuso los uniformes a rayas, instaló la “ciudad de las carpas” y su tan criticada idea de los calzoncillos rosas para todos los detenidos. Alardeaba de las redadas y se sentía, quizá porque lo era, el sheriff más duro del oeste. Parecía que nada podría pararlo.
Tenía fama y poder. En su club de fans había personalidades, artistas y políticos, deportistas y activistas, gente con dinero e influencias y representantes de intereses especiales que se alineaban muy bien con sus ambiciones.
Su oficina era como cuarto en honor al ego. Había fotografías y autógrafos, regalos curiosos que le habían dado celebridades, premios, reconocimientos y honores. Todo en ese lugar reflejaba a la personalidad que se sentaba detrás de esa silla de cuero y ese imponente escritorio de madera. Esas alabanzas materiales se contrastaban con el rechazo a su figura en la comunidad. Se sentía el miedo. Cuando Arpaio era comisario, se podía respirar la impotencia y el hartazgo. La oficina y la calle eran mundos paralelos que solamente se cruzaban cuando había reflectores y unas esposas de por medio.
Pero no siempre fue así. Mi exjefe en un periódico me contaba que en alguna época Arpaio fue muy querido por la comunidad. Pareciera increíble, pero tuve oportunidad de escuchar una canción que habían compuesto su honor, donde lo nombraban el amigo del pueblo. Era real; la letra no era una broma sarcástica. Pero como todas las figuras políticas que se enferman de poder, se le acabó el corrido.
Penzone: un período de menos protestas y más diálogo
En unas elecciones muy contendidas y polémicas, después de más de dos décadas al frente de la comisaría tuvo que dejarla. Salió con la cola entre las patas y un montón de demandas. Lo vi hace poco; nada queda de aquel Arpaio que conocí, salvo -si acaso- la arrogancia.
El expolicía de Phoenix Paúl Penzone se convirtió en el nuevo sheriff del condado Maricopa, como demócrata, en medio del caos de una rendición de cuentas forzada.
Pasaron siete años en los que se fueron apagando los incendios que había iniciado el polémico republicano en sus más de dos décadas al frente de la oficina. Con Penzone hubo menos marchas, menos protestas, más diálogo, críticas distintas, un tirón al centro y un bajo perfil que ayudó a contener el fuego. No fue un remedio perfecto, pero sí el reflejo de una transición que era urgente y necesaria. Pero Penzone decidió que ya había sido suficiente… algo que Arpaio nunca siquiera se imaginó hacer.
Penzone se retiró hace un par de semanas. ¿Cuál será el siguiente capítulo? Con su salida empieza una temporada en la que los fantasmas de aquella época tan dura y dolorosa para la comunidad hispana parecieran querer repetirse. En el Condado Maricopa no se puede hacer un borrón y cuenta nueva, se arrastra mucho. La decisión de quién sea nombrado por la Junta de Supervisores marcará el camino para noviembre.
Ahora el más buscado por la justicia es un sheriff que pueda hacerse cargo del puesto, de sanar un trauma generacional de las persecuciones del ayer y la reestructuración del hoy. Encontrar al candidato ideal será también la recompensa.