Emigré a Estados Unidos el 13 de febrero del año 2000. Durante casi todo el año anterior los problemas económicos fueron empeorando, para mi familia y para mí. Yo era, junto con mi hermana Magdalena, el sostén económico de nuestro hogar.
Soy la sexta de una familia de ocho hermanos. Vivimos toda nuestra vida en la Ciudad de México, aunque la mayoría de nosotros nacimos en Acapulco, Guerrero. Sin embargo, crecí en el Distrito Federal, me considero chilanga, familiarizada con los usos y costumbres de supervivencia en la ciudad de México.
Pertenezco a una familia de comerciantes de clase baja, para quienes la familia lo era todo y donde las cuestiones económicas siempre estuvieron supeditadas a la felicidad. Se nos educó que el amor y la familia estaban primero que los bienes materiales.
Una prueba palpable del pensamiento y filosofía de mi familia, fue que mi padre emigró a Estados Unidos durante su juventud —en los años cuarenta— y trabajó allí en la pizca de cítricos, jitomate y otras legumbres en California. Sin embargo, después de cumplir su contrato, regreso a Tacátzcuaro, Michoacán, su tierra natal. De allí emigró casi inmediatamente a la ciudad de México para casarse y formar familia. Contrariamente a sus hermanos y paisanos, que echaron raíces el en país del norte, lo atrajo más lograr la estabilidad familiar que los bienes materiales que Estados Unidos le podía ofrecer.
Nosotros nunca pensamos en emigrar sino echar raíces en México. Mi padre nos narraba los sufrimientos a los que los emigrantes eran sujetos durante su travesía y estancia en Estados Unidos. Deseaba evitarnos el dolor que él mismo sintió al llegar a una tierra donde no se hablaba el castellano y donde se vivía frío, hambre y discriminación. Reconocía las ventajas económicas de ser trabajador inmigrante en Estados Unidos, pero estaba también sensibilizado del “precio de sangre” que se debía ofrendar a cambio.
Por todo eso, ni yo ni ninguno de mis hermanos emigramos de nuestro país.
Yo ya había visitado Chicago en plan de negocios. Los familiares allá me recomendaban que me quedase, que aprendiera ingles, que aprovechase la facilidad que tenía –y que muchos añorarían tener– de tener una visa de turista. Pero no era buena idea quedarme a vivir en Estados Unidos.
Mi proyecto de vida cambió drásticamente por la huelga en la UNAM y sus resultados adversos para nosotras. Se acabaron las ventas. Nos orillaron las presiones de proveedores esperando por su pago.
Lee la segunda parte: Historias de inmigrantes: Ontario, California
Sobrevino un proceso de caída lento, casi inasible, casi sin darme cuenta. La posibilidad de la emigración y el abandono, primero remota e inaceptable, luego considerada como una más de las opciones y finalmente comprendida como la última vía, la solución final, emergió entonces como protagonista.
El plan que se fue dibujando era módico, nada radical, cuidadoso. La ida era temporal y el regreso seguro. Era emigrar a Estados Unidos solamente para trabajar y enviar dinero fresco a nuestro incipiente negocio para poder esperar mejores tiempos.
La decisión final se tomó quince días antes de mi viaje.
El costo del pasaje lo cubrimos con un préstamo. Sólo compramos pasaje de ida. Mi hermana y yo estábamos sin un quinto, habíamos intentado pagar lo más que nos fue posible de las deudas acumuladas durante el tiempo que duró la huelga de la UNAM. Pero el dinero prestado, única opción para empresa tan pequeñita y pagando un 10% mensual de interés, duplicó al cabo de un año nuestra deuda.
Vendimos lo que pudimos y pagamos con lo que nos quedó: computadoras, mobiliario y hasta nuestros teléfonos celulares los dimos en pago. Los proveedores que nos aceptaron esperar, era por los que yo emigré, para salvar nuestro buen nombre.
Conservo las fotos del día en que mi familia me acompañó al aeropuerto. Lucíamos nuestras caras más tristes. Su tristeza rasga el papel y me invade, incluso ahora.
En el Aeropuerto Internacional O´Hare una de las pocas frases que tenía aprendidas y practicadas para cuando cruzara la aduana era “I don´t speak English very well”, me había funcionado en mis viajes de trabajo, así que la dije frente al personal del aeropuerto que me vió con simpatía y me selló el pasaporte sin problema alguno.
Pero no era cierto. English, no sólo que no lo hablaba muy bien: casi no hablaba. Casi nada. Igual, como todos, crucé.
Llegué en temporada de frío, mediados de febrero, días de nieve. No la conocía, porque en el Distrito Federal no nieva. Lo más parecido a eso que había visto era el granizo que en ocasiones cae y que para los niños capitalinos, significa fiesta de hielo.
Vino por mí Lupe, la esposa de mi primo. Había nevado todo el día, dijo, y al llegar a su casa, la nieve había cubierto la entrada al estacionamiento y la puerta de la cochera no se podía abrir. Para quitar la nieve me puse mi par de tenis y comenzamos las dos; al terminar, yo estaba exhausta y afiebrada. La alta temperatura duró toda la noche. Me cayó encima el peso del clima. Eso y un calido abrazo de Lupe fueron la bienvenida.
La poca ropa que llevaba no serviría para el frío. Estaba constantemente nublado; al sol lo vi por primera vez en la segunda semana de abril, poco antes de mi partida a California. Mis familiares tenían miedo de que me atrapara la Migra y no me dejaron salir sola por mucho tiempo. Pero luego acompañe a mi prima a hacer las compras de comestibles y me familiaricé con las calles y el vecindario.
Al final de la primera semana me declaré lista para explorar las calles con la firme intención de encontrar trabajo. No podía perder un día más. Había llegado con setenta dólares y se estaban agotando. Y mi familia en México esperaba ya el dinero que prometí mandar. Prepare un currículo.
Caminé hasta la avenida Commercial en South Chicago y recorrí negocio por negocio dando mi currículo a quien quiso aceptármelo. Parecía broma. Bajo el viento y la lluvia, en calles grises y tristes, yo caminando con mi papelito en la mano, sonriendo a la gente y buscando empleo.
Pero era invierno. La economía iba a hibernar hasta mayo. La ciudad estaba lenta. Pasaron así varios días.
Caminando y buscando trabajo llegué a un negocio de venta de vidrios, “Do All Glass and Aluminum”. Las ventas son malas durante ese tiempo de invierno, dijo allí Martha. Quizá en unos meses podría emplearme. Pero aceptó mirar mi currículo. Estaba solamente en español. Martha dijo que así no me consideraría nadie. Debía traducirlo y regresar. Le dije que no sabía inglés.
“Sin hablar el idioma tampoco vas a lograr nada. Primero ve a la escuela. Camina por esta misma calle diez cuadras y encontrarás el College. Ahí dan clases de inglés y no te cobrarán nada.”
Y así lo hice, e inicie mis estudios de Inglés como Segunda Lengua. Ahí mismo conocí a otros inmigrantes, mexicanos como yo.
Gracias a ellos me llegó el primer trabajo limpiando una librería Borders cerca del aeropuerto Midway. Empecé ganando seis dólares por hora. Como el trabajo comenzaba a las seis de la mañana, a las cinco y a oscuras corría seis cuadras para quedar en el camino de uno de mis compañeros de trabajo que tenia coche. Llegábamos antes de la empleada de la librería que nos abría las puertas.
Con ella, una señora de origen irlandés, con mi casi nulo inglés, gesticulaciones y ademanes nos entendíamos. Yo necesitaba hablar con alguien. Mis compañeros de labor hablaban español, pero no teníamos más que la limpieza del establecimiento en común. Nuestros intereses, sueños y propósitos de vida estaban a años luz de distancia. Los días transcurrían largos y en soledad.
En Chicago los mexicanos somos minoría, y la mayoría de la población con la que interactuaba eran puertorriqueños y blancos anglosajones. Pero éramos muchos, mi familia de primos y sobrinos, más de cincuenta personas.
La socialización entre tu comunidad es algo vital, e indispensable cuando estás fuera de tu patria. Mis familiares allá lo sabían, por eso me acercaron a todos los que ellos conocían y aunque soy evangélica mi prima me invitó a asistir a la iglesia católica de nuestro barrio y me ayudó a conocer ahí a Guadalupe, una joven con intenciones de ser monja, que abandonó al conocer al hombre con quien vivía. Ya tenían tres hijos.
Después de la limpieza de la librería comenzaba mi segundo trabajo: en el negocio de Martha, la señora de la vidriería. Contestaba el teléfono, cortaba vidrio, colocaba mallas antimosquitos para ventanas y cristales a la medida. Ya tarde ella misma me llevaba a la escuela de inglés; las clases terminaban después de las diez de la noche.
Los viernes no había clases y pude aceptar mi tercer trabajo: mesera en un salón para fiestas. Esta vez me pidieron papeles y debí buscar de quién, de donde conseguirlos. Su costo era más cien dólares.
Así fue como desaparecí. No fui más yo, Saraí Ferrer, sino una tal Bettina Saavedra, así decían mis papeles, ocupó mi lugar. Cambié de identidad para conseguir trabajo, rebuscando las formas de movilizarme para la supervivencia. En el salón de fiestas las propinas fluyeron en proporción a mis sonrisas. Mi familia había operado un restaurante por más de quince años en México y eso me ayudó. Se celebraban allí bodas, quince años y se congregaban para escuchar la palabra del Dios afroamericano de la iglesia Bautista. El gospel inundó de alegría mi corazón.
Pero cada día que pasaba extrañaba más a mi familia, mi país, mi vida en México. Lloré durante muchas horas en lugar de dormir. Todo en silencio. Ni los que me hospedaban, ni mi familia en México debían saberlo.
El encargado de trabajo de la limpieza consiguió una mejor oportunidad y me ofreció hacerme cargo de todo el contrato con Borders. De un día para otro, mi trabajo y mi ingreso se triplicaron. Subcontraté a mi amiga Lupe y a mi prima.
Treinta días después de mi llegada envié el primer dinero a mi madre, trescientos dólares. Esa, decidí, seria a partir de ahí la cuota mínima de envió mensual a México.
Para ese entonces estaba yo por cumplir mes y medio en Chicago. El exceso de trabajo y las temperaturas frías habían hecho estragos en mi salud. Tenía un enfriamiento severo y una tos permanente.
Mi hermano menor había cruzado la frontera sin documentos por Arizona. Vivía en California con mi tía María, hermana de mi padre. El me narraba las bondades del Oeste. El clima es muy parecido a México, decía. En California la gente hablaba español y había muchísimos mexicanos, tantos que parecía como si estuviera uno en México. Me propuso mudarme a California.
Un día 13 de abril de 2000 tomé el vuelo hacia el aeropuerto de Los Ángeles, dos meses después de mi llegada a Chicago. Mi hermano me abrazó como nunca antes lo había hecho. Me hospedé con mi prima hermana, donde mi hermano era ya huésped, en la ciudad de Ontario.
Atrás quedaban dos meses de frío, de lucha pero también de mucho aprendizaje. Era como estar en la guerra, en constante zozobra, en constante movimiento. Todo era efímero y los cambios, vertiginosos. Ahora venía el turno de California.
En ese entonces no sabía que me iba a quedar ahí durante muchos más años de mi vida.
(Publicado originalmente en 2010)
Lee también
Niños migrantes: las secuelas de las que nadie habla
Trámites y documentos en México (Crónicas del Retorno)
La Migra libera a madre embarazada