De poco sirve repetir que la comunidad internacional y muchos observadores se equivocaron en el análisis de lo que ha pasado en Honduras desde el 28 de junio. Tampoco sirve de nada reiterar el ridículo en el que las diferentes organizaciones internacionales han caído a lo largo de estos meses.
Muchos con buena intención, pero sin conocer la realidad política hondureña, señalaron que “el golpe de estado” militar o del tipo que fuera, era peligroso porque planteaba un precedente muy negativo para la estabilidad de las frágiles democracias electorales autoritarias con las que convivimos en la región, y no quisieron escuchar, dejando que sus juicios preconcebidos o intuitivos les guiaran.
Otros, dentro y fuera de Honduras, desarrollaron un discurso aparentemente “democrático” para defender sus intereses personales utilizando al pueblo hondureño sin ningún escrúpulo. Poca gente se planteó los problemas democráticos de la región, ni reflexionó sobre las reformas en las que se tiene que trabajar sin demora en muchos países latinoamericanos para que no se lleguen a situaciones de “colapso” como las que se han vivido en Honduras.
Lamentablemente la cultura política autoritaria y la falta de autocrítica en la que se inserta la dinámica de la clase política latinoamericana, se impuso a lo largo del proceso, lo que probablemente no evitara que el deterioro de la consolidación de la democracia en la región siga aumentando alarmantemente.
Los diferentes actores convirtieron el conflicto hondureño en un asunto entre “derechas” e “izquierdas”. Los que defendían a Zelaya quisieron olvidar sus engaños, sus errores y sus llamamientos a la violencia y se atrincheraron en la posición de que un presidente “progresista” había sido derrocado por los oscuros poderes fácticos hondureños.
Por otra parte la derecha europea, estadounidense, y con más prudencia la latinoamericana -que miraba de reojo a Estados Unidos- alabaron la “valentía” de la clase política hondureña que había logrado detener –la verdad es que no importaba el método- a la izquierda autoritaria latinoamericana, encabezada por el militar Hugo Chávez, sus socios del ALBA, y los antimilitaristas progresistas del cono sur. Por unos meses pareció que regresamos a la guerra fría, con anuncios belicistas incluidos de un Chávez crecido que sigue comprando material militar y amenaza a Colombia, a Estados Unidos, y a todo aquel que le sea útil para consolidarse como la nueva referencia armada del movimiento “revolucionario autoritario” de la región, con el beneplácito y la sonrisa amable de los “pacifistas” moderados del Cono Sur.
El resultado de esta dinámica es que muchas personas se equivocaron sin mala intención y llegaron a la determinación de que éste era un conflicto clásico que enfrentaba a las poderosas derechas oligárquicas contra las idealistas izquierdas democráticas.
Eso es un grave error de diagnóstico.
Así fueron transcurriendo los meses, y el presidente Micheletti fue ganando tiempo mientras formalmente mantenía las puertas abiertas al diálogo, dejando que se cumplieran los plazos establecidos para que llegaran las elecciones en el país. La presión fue intensa, pero el gobierno de “facto” logró, con algunos errores importantes, cumplir con el objetivo que se había marcado.
La negociación nunca fue creíble ni real. Ni Micheletti, ni Zelaya negociaron nada. Se presionaron, jugaron a ser estadistas y utilizaron todas las armas a su alcance para quebrar, como en un combate de boxeo, al adversario. Oscar Arias, e Insulza, el embajador Llorens de los Estados Unidos y el triste y oportunista español Moratinos aparecieron también sin ningún tipo de intención negociadora recibiendo unas cuantas cachetadas del combate, quedando en evidencia, y en mi opinión, desacreditándose para seguir desempeñando en el futuro puestos de responsabilidad.
El gobierno de facto hondureño se arrinconó y aguantó los golpes, regresando de tanto en tanto alguno y manteniendo la defensa. Zelaya, Patricia Rodas y la resistencia mintieron, exageraron y llevaron a su país, con la complicidad de los imparciales “observadores” internacionales a una situación complicada tratando de provocar un conflicto civil.
He de reconocer que no esperaba que Zelaya se atreviera a ingresar a Honduras. Fue su última medida de audacia en la que logró lo que la izquierda latinoamericana no había conseguido en muchos años: que Chávez y Lula finalmente se aliaran y unieran su suerte en este pulso que cada vez adquiría tintes más ideológicos. Esta maniobra evidenció que no existía negociación y que el combate buscaba derrocar por completo al adversario.
La temeridad de Zelaya, mal aconsejado; la misma que le llevó a casi perder la vida por bucear en el Caribe a pesar de su lesión de espalda el año pasado, le jugó una mala pasada y mostró que su apoyo en Honduras era muy reducido. La presencia militar frente a la embajada brasileña nunca hubiera impedido lo que era su objetivo, la rebelión de una parte importante del pueblo hondureño.
Su presencia no impidió, sino que animó el que la mayoría del pueblo saliera a votar.
En medio de todo el proceso, la comunidad internacional no quiso escuchar los dos informes jurídicos elaborados sobre la interpretación de las leyes hondureñas, y el “golpe de estado”; uno publicado por el equipo de apoyo del Congreso de Estados Unidos y otro por la oficina política de Naciones Unidas. Los informes se archivaron y no se utilizaron, a pesar de que sin duda influyeron; en primer lugar para que en un ejercicio de sinceridad sorprendente Oscar Arias reconociera que a pesar de ser el negociador no había leído la Constitución hondureña, y que una vez realizado el ejercicio, ésta era un “adefesio”, y en segundo lugar para que Estados Unidos, tal y como le había reclamado la comunidad internacional y el mismo Zelaya, arreglara en cinco minutos el problema.
Impulsaron con contundencia un diálogo “nacional”, que en ningún momento tenía intención de negociarse, y la verdad es que no me explico cómo llegaron a que el documento final fuera firmado por las partes.
En el pacto San José-Tegucigalpa, Zelaya volvió a ser temerario, y autoconvencido de su inocencia y de la culpa de Micheletti firmó entre otras cosas la no inmunidad de nadie, que el Congreso Nacional votara sobre la restitución o no de su presidencia, un gobierno de integración nacional y la legitimación de las elecciones. Fue un error de cálculo del terrateniente olanchano y de sus asesores, dirigidos por el respetable Víctor Meza, que probablemente si tenía intención de negociar una salida política. Pocos días después Zelaya, con el asesoramiento de la familia Reina, desconoció el acuerdo, pero Estados Unidos no toleró esa falta de respeto del ex presidente y se mantuvo firme.
Poco a poco los países gobernados por las derechas latinoamericanas fueron moderando su posición y señalaron que dependiendo de si las elecciones eran limpias, transparentes y cumplían con los patrones internacionales, reconocerían al nuevo gobierno salido de las urnas. Para ambientar bien el escenario Estados Unidos, también en cinco minutos como pedía Zelaya, logró que Micheletti se ausentara del poder una semana antes de las elecciones, y hasta que la decisión del Congreso de rechazar la restitución de Zelaya se tomara hoy, el 2 de diciembre.
Los hondureños salieron a votar masivamente y no lo hicieron como Zelaya había señalado que lo harían. Si contamos que de los cuatro millones y medio de hondureños que están empadronados, más de un millón largo están fuera del país, la participación de más de un 60 por ciento del padrón es todo un éxito, sobre todo si se tiene en cuenta que El Salvador y Nicaragua el día de la elección cerraron las fronteras. Según las proyecciones, éstas serían las elecciones con más votos contabilizados de la historia hondureña.
Las amenazas de violencia no lograron que la gente se quedara en la casa y las mismas se dieron de forma pacífica y sin problemas relevantes, como ha reconocido la comunidad internacional.
En el momento en el que escribo estas líneas todavía no tenemos los datos definitivos, sin embargo las tendencias están muy claras, y en poco se modificarán las proporciones. Según el TREP (Transmisión de Resultados Electorales Preliminares) del Tribunal Supremo Electoral, con un 70.53 por ciento de la actas escrutadas de la elección presidencial, el Partido Nacional consigue 854,200 votos (56%), el Partido Liberal 584,559 (38%), el PINU 32, 784 (2%), la Democracia Cristiana 29,050 (2%), y la UD 27,376 (2%). Por su parte a estas alturas se contabilizan 40,651 votos en blanco, y 63,227 votos nulos. Esta lectura, todavía incompleta, es significativa y permite extraer varias conclusiones.
En primer lugar una mayoría de los hondureños siguieron confiando en los dos partidos tradicionales. En segundo lugar la UD, que era el partido que se identificó con Zelaya no logró capitalizar el supuesto apoyo de la “resistencia”.
El llamado a la abstención realizado por Zelaya no fue apoyado, ya que en el 2005 votó un 55% de los hondureños y ahora las proyecciones marcan que las cifras estarán entre el 61% y 65%. Probablemente los disconformes y los interesados en política que apoyan la democracia, pero que no están de acuerdo con el funcionamiento del sistema, ni con la manera en que se resolvió la crisis son los que engrosan en número relativamente importante de votos en blanco y nulos (a pesar de que en las elecciones del 2005 los nulos fueron 133,351, y los votos en blanco 55,319).
Este resultado electoral es una buena encuesta para evidenciar el apoyo que Mel Zelaya tiene entre la población, y permite entender por qué sus reiterados reclamos a la insurrección fueron desoídos no sólo por las elites políticas, sino sobre todo por la mayoría del pueblo hondureño (a pesar de que no refleja la división ni la tensión que efectivamente se vivió en muchas familias a lo largo de este periodo).
El pueblo hondureño ha decidido mirar hacia adelante con libertad. El conflicto no tuvo un origen ideológico como se ha querido evidenciar, ni la solución pasa por ese camino. El sistema “colapsó” por el abuso y el autoritarismo de unos y otros, y la gota que derramó el vaso fue el desconocimiento del presidente Zelaya de los contrapoderes políticos de una forma explícita.La respuesta de éstos fue contundente, y el ejército incumplió una orden de la Corte Suprema de Justicia y se equivocó enviando a Zelaya fuera del país, lo que generó problemas que no deberían haberse suscitado.
Es necesario apoyar el gobierno que surge de estas elecciones porque ésta es la voluntad mayoritaria y libre del pueblo.
Sin embargo también es urgente que los políticos y el pueblo aprendan la lección y que reformen reglamentos, como el del Congreso Nacional, y cambien sobre todo sus actitudes, como en la selección de los miembros de los diferentes organismos que garantizan la imparcialidad y los equilibrios, y el clientelismo. Es urgente que los partidos políticos no se conviertan en agencias de colocación laboral y que se establezcan carreras profesionales. Por otra parte, y entre otras muchas reformas, debe acabarse con la falta de poder que el estado tiene frente a sindicatos que tienen la capacidad de ponerlo de rodillas, no por el beneficio de sus afiliados ni por la justicia social, sino por intereses personales que desequilibran el presupuesto nacional.
Es urgente que se concrete un plan de nación como desde hace tiempo ha defendido Rodrigo Wong Arévalo, en su programa en Canal 10, y ahora Pepe Lobo señala que realizará. Es necesario que este plan se oriente en beneficio del avance democrático, y que no se convierta en otra promesa incumplida de una democracia autoritaria que ya tiene cansado a los hondureños, y a buena parte de los latinoamericanos.