Y, por si fuera poco, la mitad de esos 2.4 millones de trabajadores agrícolas en que se calcula el número de quienes laboran en los campos estadounidenses no tienen documentos en regla.
Incluso el presidente Joe Biden tuvo la oportunidad de ver de cerca el fin de semana en Michigan cómo precisamente la mano de obra inmigrante es parte fundamental de este arduo trabajo, al toparse en una granja de cerezas con un grupo de migrantes guatemaltecos que ha trabajado ahí durante más de tres décadas.
“Somos parte de una nación de inmigrantes, cada uno de nosotros”, dijo el presidente a los campesinos centroamericanos, tras abrazar incluso a José Sebastián, junto a quien se encontraba, también trabajando, su esposa María Pascual.
De hecho, cualquier paralización de este sector, por la razón que sea, pondría en riesgo la estabilidad no solo económica, sino sanitaria del país, situación que pudo ocurrir durante la peor etapa de la pandemia. Pero sin que importara el calor o el frío, estos trabajadores y trabajadoras noblemente metieron sus manos en la tierra para seguir nutriendo a una población que los ha invisibilizado o definitivamente los ha atacado desde la parte más antiinmigrante del ser estadounidense, incluyendo políticos y sociedad.
En marzo, por ejemplo, la Cámara Baja aprobó un proyecto de ley para regularizar a aproximadamente 1.2 millones de trabajadores agrícolas en Estados Unidos, la mitad de esos 2.4 millones de trabajadores que laboran en granjas, ranchos y vaquerías a través del país por un precario sueldo que apenas llega, en promedio, a los 30 mil dólares anuales, según datos de la Oficina de Estadísticas Laborales, dependiendo del estado donde se encuentren.
Y aunque la medida, aprobada en votación 247-174 con el apoyo de 30 republicanos —algo que en estos tiempos es una verdadera rareza—, en el Senado de estrechísima mayoría demócrata no ha ocurrido nada. Ahí se requiere el apoyo de al menos 10 republicanos para reunir 60 votos y superar los usuales bloqueos conservadores a los proyectos de ley.
En mayo, Bruce Goldstein, presidente del Farmworker Justice Fund, testificó ante una audiencia del Subcomité senatorial de Inmigración, Ciudadanía y Seguridad Fronteriza, en torno al papel esencial de los trabajadores migrantes en Estados Unidos y expuso cómo un sector laboral tan explotado es vital en nuestra economía.
“En 2019, las granjas estadounidenses contribuyeron 136 mil millones de dólares a la economía. La más amplia industria agrícola y de alimentos que depende de estas granjas aportó más de un trillón de dólares, más de 5% del Producto Interno Bruto doméstico”, señaló Goldstein.
“Según el más reciente Censo Agrícola del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, el valor del mercado de las cosechas que dependen fuertemente de mano de obra de trabajadores agrícolas, incluyendo frutas, vegetales y árboles de nueces, fue de 48,200 millones de dólares”, agregó Goldstein.
“Ya viene siendo hora de que el Congreso apruebe una reforma migratoria que permita a los trabajadores agrícolas no ciudadanos y a sus familias obtener estatus migratorio legal y un camino a la ciudadanía. Esa legislación reduciría los injustos retos y peligros que las familias de trabajadores agrícolas enfrentan, muchas de las cuales han sido exacerbadas por la crisis del Covid 19. (Regularizar) ese estatus migratorio contribuiría además a estabilizar la mano de obra agrícola para beneficio de los agricultores y garantizaría el seguro suministro de alimentos al país”, detalló el activista.
En ese sentido, la forma en que se ha hecho esperar a los trabajadores agrícolas para ser legalizados no solo es injusta. Es inmoral.
Y quien no se dé cuenta de ello, o bien, quien a sabiendas de esta realidad busque bloquear la regularización migratoria de estas miles de familias migrantes que lo han dado todo por este país, estaría justificando un régimen de explotación perversa que ya rebasa la violación de los derechos humanos. Y es por ello que ya es hora de actuar, no solo jugar políticamente con las vidas de los trabajadores agrícolas.
En este momento histórico, el presidente Joe Biden tiene un busto del icónico líder campesino César Chávez en la Oficina Oval, mientras la nieta de Chávez, Julie Rodríguez, dirige la Oficina de Asuntos Intergubernamentales de la Casa Blanca. Resta por ver cómo la admiración y los simbolismos se traducen en la necesaria presión que produzca los votos requeridos en el Congreso para pagar la deuda histórica que este país tiene con sus trabajadores agrícolas.
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