Londres es una ciudad cosmopolita, internacional, menos inglesa que su nombre lo sugiere. Sus residentes vienen de todos los confines de la tierra. En muchos casos, fuera de los dominios del antiguo imperio británico.
En el restaurante malayo
Cuando la lluvia y el viento nos obligan a refugiarnos en un restaurante malayo, a una cuadra del Trafalgar Square y en camino a Picadilly Circus, nos atiende una joven. De atrás, su cabello es renegrido y recortado alrededor de su cabeza a la altura del hombro, sugiriendo una persona japonesa o lo que aquí llamamos oriental.
Se da vuelta y tiene ojos azules y cutis blanquísimo. Es de Polonia. Luego aprendo que en desde 2004, medio millón de polacos emigraron al Reino Unido en busca de trabajo y mejor vida. Fue por la incorporación de su país a la Unión Europea. Y por la bienvenida que Londres, junto con Belfast y Estocolmo, les dieron.
Habla con acento inglés típico, lo que percibo como un cantito que siempre finaliza con signo de interrogación y asombro. Pero niega estar más de diez meses en este país.
Los que fueron extranjeros
Los restaurantes son atendidos, en general, por quienes fueron extranjeros y ahora son parte del paisaje: los inmigrantes. En el lugar italiano a una cuadra del departamento donde viven mi hijo mayor y su compañera nos atiende una eslovaca. Nunca hubiese podido adivinar tu origen, le digo, pero seguro no eres italiana. Sí lo es el dueño. Cruzando la calle el lugar se llama «Piece of cake» y atiende, en medio de un caos y repetidos olvidos, una señora griega.
En el comedor del hotel cercano al aeropuerto donde pasamos la última noche todos son hindúes, o pakistaníes, o bangladeshíes.
De hecho, la lista no termina allí. Son inmigrantes las trabajadoras de limpieza en el hotel. Los porteros y guías de los museos, por lo general de los países africanos del Commonwealth. Los conductores de buses. Es decir: todos aquellos que un turista apurado puede encontrar en seis días. Londres es una ciudad de inmigrantes.
Como Los Angeles.