Un angelino en Buenos Aires: comenzar a enamorarme
Luego de un viaje agotador de catorce horas llegué a la capital argentina. Antes disfruté la escala de apenas una hora en una Lima que mostraba por que Perú se mueve ágilmente en su economía. La instalación vibraba con su profesionalismo, su saludo al turista y la variedad de ofertas encarecida a extremos que parecía yo estar en Los Ángeles.
El aeropuerto internacional de la mayor ciudad argentina no me pareció nada del otro mundo. Mucho control policial, pocas ofertas y poco interés en el visitante en un país que dice haber recibido este año, por primera vez, un total de cinco millones de turistas.
Tomé un autobús charter, relativamente barato, que me permitió visualizar imágenes en la media hora que duró el viaje hacia el centro de la ciudad. Los conductores de Manuel Tienda León son realmente eficientes y amables, así que me sentí casi en mi propio país. Miré el paisaje y noté la ausencia de urbanización; pero a medida que avanzaba el autobús comencé a experimentar la abundancia de edificios. Algunos se ofrecían descoloridos y ausentes de ornamento. A medida que nos movíamos, descubrí a cambio una ciudad majestuosa, plena de edificaciones modernas, arterias llenas de automóviles a modo de una gran urbe.
Estoy en el Tercer Mundo, me dije cuando observé una casa muy humilde junto a un bien conservado edificio. Todavía no había calibrado el porqué los argentinos se sienten tan orgullosos de la ciudad porteña. Bastarían un par de días para cambiar algunas impresiones iniciales. Pasé de la crítica inmisericorde a la fascinación cómplice.
Me hospedé en la Avenida de Mayo. Hablo de algo así como el verdadero centro histórico, a sólo un par de cuadras de la Casa Rosada. Cansado y con la mente ocupada con esta nueva experiencia me acomodé en un modesto hotel. Allí, me encontré con un personal que me recordó la familiaridad de Cuba. Entre un carpetero uruguayo, un español de Bilbao y una muchacha hermosa y educada sentí todo el apoyo del mundo y se desarrollaron muchas conversaciones en los días siguientes.
El frío me caló los huesos y decidí comprar vino argentino, así como algunos fiambres en un pequeño mercado. Como muchos que pude observar después, están manejados por inmigrantes asiáticos, principalmente chinos, que mascullan el español con diferentes niveles de fluidez. Noté con cierta curiosidad que la mayoría de los productos eran de producción nacional y aunque extrañé algunos antojos como los chips picosos, en su mayoría satisficieron mis necesidades.
Volví a dormir porque mi llegada ocurrió a las siete de la mañana. Una amiga había venido a recogerme pero hubo confusiones y no la pude encontrar hasta casi el mediodía, ya en el hotel. Luego de comer una empanada de pollo en una pequeña cafetería llamada Veinticinco Horas, de las que abundan con precios algo elevados por toda la ciudad, tomé algunos calmantes para los dolores del cuerpo fatigado y los pies horriblemente hinchados. Me arropé para alejar el frío de casi ocho grados centígrados y dormí soñando con un paseo mucho más tarde.
No habían pasado dos horas cuando me despertó el estruendo de un tumulto gigantesco. Sin miedo al frío, abrí la ventana del balcón y observé una manifestación pasar diciendo todo tipo de improperios y también lanzando gritos a los cuatro vientos. Algo preocupado bajé a la carpeta. Allí me respondió Anelio que protestaban por la ley que permitía el matrimonio de homosexuales. Lo miré buscando respuesta y me dijo que me acostumbrara pues el lugar era el centro político de Argentina y tal vez mañana habría otra apoyando la medida en cuestión.
Decidí visitar el locutorio cercano adonde existía también una especie de café cibernético. Usé el internet por una hora y hablé por varios minutos y me costó menos de sesenta centavos de dólar. Abundaban también productos electrónicos del mundo de la computación y los aparatos digitales. Observé a mi alrededor y noté la majestuosa combinación de edificios erigidos en la primera mitad del siglo XX junto a un banco – siempre los bancos – cubierto de cristales. Es bello. Me dije. No encontré otra cafetería abierta en la cuadra. Era sábado y la mayoría de los lugares estaban cerrados. Me llegué a un Mac Donald y pude tomarme un café expreso al estilo cubano.
Volví a dormir luego de atravesar un par de cuadras adonde la arquitectura manchada con grafiti parecía un sacrilegio por la majestuosidad de las construcciones que me rodeaban. La calle Florida o peatonal se encontraba lleno de merolicos, artesanos e inmigrantes de países colindantes. El cansancio me venció y volví al hotel. No sería hasta la noche que yo caminaría por la ciudad de la cual comenzaba a enamorarme.