Llegaron los censistas.
Estoy con mi madre, en el sanatorio de Torrance donde ella yace desde hace cuatro años. Como afuera hace frIo y llovizna, la llevo al ‘lobby’, un cuartito de entrada con varios sillones y un acuario. Me siento, la ubico a mi lado, muy cerca, única manera de comprender lo que dice. Un minuto después un grupo de hombres y mujeres llegan y ocupan los sillones a ambos lados de donde estamos. A primera vista y con la excepción de cierta uniformidad en el estilo de vestir, no hay nada que los defina como grupo.
Hay dos afroamericanos, una mujer y un hombre, ella en sus cuarenta y claramente la lideresa del conjunto; él, muy joven. Un señor que parece actor, o presidente de empresa estadounidense, o político gringo, habla con otro de rasgos nipones.
El actor tiene acento ruso, y el otro, un acento impecable en su inglés. Un chico que parece estudiante de secundaria con una camiseta descolorida y una gorra de los Raiders. Varios más. Parecen satisfechos y motivados. Son racialmente diversos, como lo es California.
Después de un rato, sé quienes son.
Son empleados temporarios de la Oficina del Censo de Estados Unidos, que iniciaron aquel mismo día el recorrido casa por casa para contar a la gente, y que ahora se ocupaban de los residentes del sanatorio, al que recorrían por habitación. Son los censistas.
El censo de población estadounidense se efectúa, por ley, cada diez años. Los números obtenidos se desmenuzan y analizan durante años, y se publican en el internet ni bien están listos. Para los municipios, cuantifican los pagos que por diversos programas el gobierno federal hace para el beneficio de la población. De ahi parcialmente su importancia para la gente.
Para los inmigrantes, importa también por la oportunidad de pertenecer, de ser parte del resto, de al menos ilusionarse con que existe en sus vidas un proceso de integración a la sociedad circundante, y de al menos esperanzarse con que en el futuro serán aceptados.
Pues allí estaban los censistas, que como dije son casi todos empleados temporarios. Y son muchos: en todo el país, más de un millón, ganando de 10 a 18 dólares la hora. Casi todos llegan de las filas de los desempleados, y en ese sentido el Censo está cumpliendo lo que ni el gobierno anterior ni la presente administración dejaron de lado: dar trabajo a la gente desempleada.
La magnitud de esta fuente de empleo es tal, que influyó en las estadísticas laborales de este mes.
Algunos de los censistas que compartían conmigo y mi madre la sala de entrada del sanatorio eran obviamente nuevos. Quizás hasta era su primer día. Pasaban largos ratos compaginando sus formularios, preguntaban de todo a sus compañeros. Me dicen que este sanatorio es el segundo del día, que ya estuvieron en otro en Carson.
Al irme del sanatorio dejo al joven afroamericano de los censistas entrevistando a una dama de 90 años, con un pesadísimo acento del sur de Estados Unidos, que, feliz de tener a quien contarle la historia de su vida, coquetea con el muchacho.
Nota del autor: Originalmente, esta historia fue escrita y publicada en 2010, aquí mismo, en HispanicLA, por el censo de aquella vez, ya que se celebra una vez cada diez años. Encontré interesante repetirlo porque si bien mi madre ya ha fallecido, los censistas quedan, son iguales, son la imagen de California, y en las condiciones imposibles en la era del coronavirus, enfrentan dificultades, riesgos y hasta peligros antes inconcebibles. A ello se agrega que el país hoy está dividido por la actitud de un gobierno de tintes autoritarios y que antecede el culto a la personalidad antes que la democracia. Este grupo, los censistas, son en ese sentido los guardiantes de esa democracia.