“Silvio visitará Los Ángeles”, leí en el cable de una agencia de noticias. Lo primero fue incredulidad, seguida por la emoción cuando confirmé las fechas y compré los boletos. “Silvio en Los Ángeles”, le conté a todo el mundo. “El pequeño Che Guevara que hay en mí muere un poco”, me dio por bromear.
La verdad es que el Che Guevara interno se nos sacudió a todos. Ese que traemos adormecido, anestesiado bajo la coraza individual de nuestros autos cuando andamos en el freeway, Blackberry en mano, y que de pronto revivió y nos obligó a desempolvar los cancioneros de los años de universidad.
Esta ciudad, habitada y apropiada hasta la médula por mexicanos, guatemaltecos, salvadoreños, venezolanos, argentinos, hondureños, sin duda tiene en sí el gen de la trova. Nosotros somos El Peregrino y El Necio, la Mujer con sombrero y sin él. Nosotros somos un poco el Elegido que busca las minas del Rey Salomón, y lejos de casa aprendemos cada día a ponernos alma nueva después de la rabia y el dolor.
Eso, creo yo, nos hace capaces de comulgar en la diversidad. Eso, también, es el motor que nos llevó a tragarnos la incoherencia; a meternos en las entrañas de Hollywood con la bandera de Cuba enrollada bajo el brazo. A dejar el auto en el estacionamiento Jurassic Park; pasar corriendo frente a un Hulk gigante y un King Kong de neón, para llegar al Anfiteatro Gibson de Universal Studios: seis mil personas de puño rojo alzado, disfrutando la impecable, magnífica, perenne guitarra de Silvio en el mejor sonido surround.
No somos los únicos sumidos en el absurdo; después de todo, él es el que está aquí.
Me sorprende descubrir cuánto ha cambiado. Silvio tiene panza. Silvio ya no tiene pelo. Silvio tienen el bigote blanco. Silvio camina despacio, se ve menos alto, se joroba, sonríe menos.
Entonces nos dirige unas palabras. Sabe que la contradicción flota en el aire y habla de lo improbable de este encuentro, y de cómo, después de treinta años, sólo había que ser pacientes. Y empieza el concierto, y pasamos del sueño a la poesía.
Él, la voz de Silvio, suena como siempre y a nosotros se nos mete hasta las tripas, donde una mano nos estruja el corazón. Ninguno viaja al mismo sitio que el otro, pero todos estamos en otro lugar. Yo viajo al Jardín Zapata de la UAM Xochimilco, a Las Islas de la UNAM, a mi primera clase de guitarra, a días de carretera rumbo a Zinacantán.
Él mezcla historias nuevas con las viejas, pero nosotros tenemos la nuestra y queremos que nos la cuente. Por eso aplaudimos a rabiar con Mariposas; y aunque él nos habla de Bagdad y el Central Park, nosotros seguimos pidiendo Nicaragua. Él asegura que no olvidará a Los Ángeles; nosotros, necios, seguimos recordando Playa Girón. Él dice que lo arrastrarán por sobre rocas cuando la revolución se venga abajo. Nosotros, algunos, todavía gritamos “¡nunca!”.
En su guitarra pausada, prístina, empieza a sonar Pequeña Serenata Diurna y escucho su voz: “Vivo en un país libre, cuál solamente puede ser libre…”. Lo sé, sé todo lo que los puristas tienen que decir. Pero yo tomo la mano de mi marido y soy feliz. Soy feliz y quiero que me perdonen, por este día, los muertos.