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Profunda crisis en el sistema de salud pública

Vacuna para todos Hilda Solís La vacuna contra el COVID-19 : largo camino tenemos que recorrer

Vacuna contra el COVID 19

Un estudio del New York Times presenta un cuadro alarmante de la salud pública en todo el país. Su situación es peor que cuando empezó la pandemia. 

El sistema es víctima del histórico drama doble que vive Estados Unidos. Por un lado, el ataque de la COVID-19. Por el otro, el del Trumpismo que socava las bases sociales.

Hospitales y clínicas, doctores y enfermeras, funcionarios de salud de condados y estados, han cargado entonces con la tarea de atender a millones de contagiados y de combatir a un populacho ignorante y un liderazgo cobarde. 

Con la llegada de la variante Delta del virus, los hospitales se llenaron de quienes no se vacunaron por voluntad propia, que sin embargo, no rechazan la atención médica de la que gozan cuando se contagian y enferman. 

Estados Unidos podría no ser capaz de aguantar una nueva ola de contagios masivos, o dar atención médica adecuada a enfermos no relacionados con la COVID-19.

La raíz de la crisis es política y social. Los republicanos prefieren la apertura y desarrollo de los negocios, enmascarado como derechos individuales, a la responsabilidad por sus comunidades. Para que millones de estadounidenses actúen contra su propia salud, la ciencia y el instinto de supervivencia, son imbuidos de información falsa y de incitación peligrosa.

Así socavan la base de nuestra sociedad, que es el contrato social en que todos bregan por el bien común. 

Así, varios encargados condales de salud fueron removidos de sus puestos porque “se enfocaban demasiado en la salud y demasiado poco en los negocios”. 

La animosidad se refleja en reuniones públicas, convertidas en campos de batalla con personas airadas convencidas de que los doctores buscan su mal. 

Una serie de ideas absurdas permea en todos los niveles. Un sheriff del estado de Washington, Bob Songer, amenaza arrestar a funcionarios que impongan disposiciones de salud que él considere inconstitucionales. Songer contrajo COVID-19 y sobrevivió pero no cambió de opinión. 

Unos 500 jefes de departamentos, directores de hospitales y funcionarios renunciaron a sus puestos y huyeron, por acosos y amenazas de muerte. Algo similar ocurre con miles de trabajadores de la salud, desde médicos a enfermeros. El trabajo interminable, la falta de presupuestos y el peligro de contagio no son reconocidos por la sociedad. En lugar de agradecerles, los castigan. 

En 32 estados se aprobaron leyes que limitan la autoridad de los profesionales de salud. Centenares más están en proceso de legislación y aprobación. En elecciones especiales muchos directores de salud fueron removidos y reemplazados por gente incapaz que no “cree” en el virus ni en la vacunación.

Esas nuevas leyes restringen la capacidad de los funcionarios de salud «para imponer mandatos de máscaras y vacunas, cerrar iglesias, escuelas y negocios, realizar rastreo de contactos o aplicar sanciones por violar las restricciones».

A menudo no pueden contratar nuevo personal, y no por falta de dinero. Han recibido miles de millones de dólares del erario federal. Pero los invirtieron en las tareas urgentes, incluyendo millones de vacunas disponibles que sus poblaciones no quieren darse. No les quedó para reponer personal, contratar personal permanente y construir su capacidad a largo plazo, explica el análisis.

Estamos en presencia del desmantelamiento de un sistema gigantesco y anteriormente capaz de hacer frente a cualquier desafío. 

Y esto sucede cuando queda claro que la COVID-19 va a ser endémico como lo es la gripe. No se va. 

Nuestro liderazgo, independientemente de su filiación partidaria, debe abrir los ojos y detener el daño antes de que sea demasiado tarde. La reconstrucción de la salud pública debe ser su tarea prioritaria. 

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