Hay una soledad opuesta a sus deseos, una dejadez del entorno que la mortifica: la rutina es una suerte de vida impracticable, ha de pensar. Porque el tiempo está detenido en su conciencia y el tiempo produce el temor de perder los mejores años de su vida.
Y la vida está en su insomnio de vivir de sueños y de las ansias de gozar el tiempo. Los ojos degollados cambian su cansancio por las luces de neón.
Así ha de sentir esta mulata mientras camina con su contoneo. Los zapatos, aún en buen estado, pueden desgastar los tacones sobre la acera, pueden perder el ánimo para sus suelas de neolite único; zapatos adquiridos en una indiscreta diplotienda (ese comercio para extranjeros o para los que tienen dólares que prolifera en La Habana desde hace mucho tiempo)…
My dream is a wonderfull man, reclama para sí con tristeza, porque seguramente está convencida de lo contrario, o quizás ha recordado alguna aventura pasada para conseguir los zapatos. Acaso es por eso que el sonido de los tacones le arruga los ojos, como si los ojos hicieran una mueca de diminuto sufrimiento…
Ah, no, eso sí que no, dice: My destiny is an alien di-plo-ma-tic, deletrea con dificultad y continúa su camino en ritmo andante, ilusionada ya por el extranjero que busca, acercándose al hotel Riviera, por la acera del Malecón.
Vicky viene acompañada del crepúsculo; y el crepúsculo es una mancha oblicua que cae sobre el océano, en la medida que ella avanza moviendo sus caderas… En esta tarde, a punto de anochecer, el calor sube de tono. Cosa extraña, porque siempre la cercanía de la noche trae alguna brisa que refresca. Sin embargo, esta vez no, a pesar de que el crepúsculo es azul, malva y rosado, se siente un calor de soledad.
Qué puede pensar una mulata como Vicky, que viene por el Malecón con su cuerpo de violonchelo y el pelo curiosamente lacio; su pelo fino que a veces se alborota con la brisa, tan negro como el azabache. Quizás recuerda los ojos rojos de aquel vigilante que la impresionó. De sentimientos rojos, dice, con ojos rojos que la asediaban y al mismo tiempo la desvestían, como si dos cosas tan separadas pudieran juntarse así de fácil. Este es uno de los recuerdos que más repite cuando habla con su amiga de cuarto, allá en la calle Virtudes. Y Marja no comprende: sabiendo las agallas que se gasta la mulata, ¿cómo es posible que Vicky cediera ante un vigilante?… Es verdad que el hombre la impresionó. Sí, con sus ojos de resplandores rojos… Y Vicky que se lamenta sin detener el paso. Parece que conoce su destino, eso le dijo a la amiga que no acaba de entenderla… El vigilante la sorprendió in fraganti en una ocasión en la que ella daba 150 pesos por un dólar (este es el tiempo de la gran inflación, como si toda la vida no fuera un horror, pensaría Vicky)… Cambio de manos que aparece en la foto, dice. ¿Y mañana… a cuánto estará el dólar mañana?, se pregunta mientras camina.
Vicky viene acompañada del crepúsculo; y el crepúsculo es una mancha oblicua que cae sobre el océano
Una breve ola rompe en los arrecifes y el cernido de la espuma la salpica. Vicky se detiene, y yo no dudo de que piense en el extranjero diplomático porque sonríe levemente y mira al mar, saca un rojo pañuelo de su bolso, bolso de rojo plástico… ADIDAS, pronuncia y se limpia el rostro y el busto, y mirando al mar vuelve a preguntar: ¿Quién pudiera?… Y en seguida continúa con el contoneo de sus pasos. La minifalda prendida al cuerpo, increíble su figura de púrpura vestida, como si ella fuera un detalle del mismo crepúsculo que la envuelve.
También fue el vigilante que la envolvió cuando le dijo: Mira, tienes que acompañarme, y ella no pudo negarse, porque estaba en el hotel y el tipo la agarró por el brazo y la llevó a una habitación… Después le dijo: Mira, tienes que hacerlo… Pero esto nunca se lo hizo saber a la amiga. Marja es orgullosa y se cree digna, incluso con derecho a enamorarse de verdad… Ah, pero yo sé que Marja lo hubo de descubrir porque una vez me lo contó. No sé cómo lo supo, pero me lo contó, y es eso de que yo sé que tú sabes que yo sé, como dice la canción… Simplemente, los ojos del hombre la excitaban y Vicky tuvo que resolver su situación de la mejor manera, porque el vigilante era capaz de todo. Bueno, alguien que le dejó la impresión amarga de unos ojos.
Ahora la noche viene detrás de la muchacha, ganándole espacio a la tarde que se aleja. Vicky afloja el paso para que el tiempo se adelante y sea un argentino diplomático quien la espere en el lobby del hotel… Vuelve a sonreírse con las cosas que le dicen los eternos pescadores, esos que viven sobre el muro del Malecón tirando el anzuelo y que ya pierden la carnada por el asombro de ver a la mujer de rojo, encantada de pasearse lentamente, como dislocando el orden del mundo en el movimiento del paisaje.
Sí, Vicky es el mismo crepúsculo de la tarde, pensará alguno, y yo creo que es el desbordamiento de los sentidos. Aún podría salvarse del estropicio si no fuera tan desmedida… Pero el caso es que sigue caminando hacia el hotel Riviera, y con ella arrastra una cola de ojos desaforados.
De pronto se encienden las pocas luces de neón de la avenida y ella está llegando a la entrada principal, bordea el estanque con el pez y la figura que lo abraza; blancas y recortadas piedras sobre el agua verde, y Vicky que sube la pequeña rampa hacia las puertas de cristales que se abren por sí mismas.
El ojo mágico… Después del ojo mágico todo es placidez… Siente el ambiente diferente, dice. Sí, la vida fluye distinta; es una dimensión de cosas lisas y brillantes, de colores intensos que a Vicky no la extrañan, porque ella acabó de entrar en otro tiempo de ficción, algo que no es sino el vértigo real de otras latitudes… El lobby es largo y espacioso y tiene el olor de las cosas nuevas, el olor del aire acondicionado para refrescar su cuerpo ávido de saborear al argentino… Vicky consume la vida prohibida de La Habana; tiene sus posibilidades para ello; y esto no lo dice, pero lo ha de sentir porque Marja se lo dijo y además se trasmite en el brillo de sus ojos.
Por sus ojos también salen los recuerdos del vigilante, el policía que con chispazos tercos la fue obligando a desnudarse: ¿Dónde están los dólares?, le preguntaba con labios de sapo grande, al tiempo que con una mano -parda y dura- le agarraba fuertemente el pelo y con la otra le frotaba el pubis, y los dedos la amenazaron con entrarle en la vagina -hasta que lo hicieron- para hallar los dólares…
No cabe duda, Vicky vivió una mezcla de placer y de temor (porque en esos tiempos el dólar estaba prohibido para ellos y costaba cárcel, me explicó Marja, y yo no dudo que en un futuro lo vuelvan a prohibir), porque Vicky no pudo evitar moverse sabrosamente cuando sintió la impertinencia de los dedos, pero sí tuvo pánico de la fuerza de aquel bruto, de la prisión en Manto Negro y de los ojos rojos buscando dominarla.
Por eso cuando los billetes aparecieron ella respondió a la presión del interrogatorio diciendo que un turista le metió los dólares ahí sin ella darse cuenta… Fue un regalo, insistió e insistió, y al fin el tipo logró lo que quiso… En seguida, el policía le enseñó la foto: nítida que estaba la muchacha recibiendo el dinero, sonriendo casi de perfil, y Vicky no pudo negarse cuando él le dijo: Mira, tienes que colaborar… Y le siguió sobando la vagina.
¿Dónde están los dólares?, le preguntaba con labios de sapo grande, al tiempo que con una mano -parda y dura- le agarraba fuertemente el pelo y con la otra le frotaba el pubis
Entonces se da cuenta de que se ha quedado entretenida, parada a unos pasos del ojo mágico en el lobby del hotel. A la izquierda ve la enorme puerta del cabaret; hay muchos jóvenes reunidos, como esperando la oportunidad de entrar… Hijos de papá -masculla entre dientes-, y los mira con cierto deseo, como provocando que le digan piropos con sarcasmo, con palabras lujuriosas de piel dura, la piel canela, los glúteos bien curvados, como para morderlos. La mulata contundente que los deja boquiabiertos, ¿quién pudiera, quién será el dichoso que logre desnudar su cuerpo para luego comérselo como un sueño de chocolate?
Vicky chasquea la lengua, cuando ve, un poco más allá, que se abre la puerta del restaurante L’Aiglon para dar paso a un grupo de extranjeros que sale; pero no conoce a ninguno; el diplomático que busca es un argentino y no está entre ellos… Pasa por la carpeta y llega al fondo, donde se encuentra la cafetería, se asoma y tampoco lo ve, y vuelve a chasquear la lengua.
El argentino está atrasado, no aparece y ya es la hora. Pero Vicky sabe que esto es así: los extranjeros, aunque sean puntuales, siempre hacen esperar a las cubanas. Entonces camina más acá de la escalera, en busca de las mullidas butacas y se sienta.
Vicky está consciente de atraer las miradas de los hombres. Lo sabe porque las siente como ráfagas de calor que la excitan, y las miradas la hacen sonreír, y cruza una pierna dejando gran parte de su muslo de canela al descubierto… bueno, a la vista de los ojos que la quieren violar.
Y la violan a distancia, ricamente, aunque en todo caso es ella la que viola… las reglas establecidas, claro. Ese es su propósito: violar el orden para algún día atravesar el umbral… Sí, con ese extranjero que ahora busca podría traspasar el umbral. El hombre es inconfundible, según le dijo su amigo Byrnes: tiene un ojo tapado con un parche negro y su acento claro de argentino; es un agregado comercial que hace poco llegó a La Habana, un tuerto diplomático acostumbrado a consumir lo mejor de lo mejor.
Ahora Vicky siente a otros ojos que la asedian. Es una mirada fuerte, como despiadada; unos ojos represores, porque la mulata tiene desarrollado su sentido del peligro… es un agente que la observa, se da cuenta sin mirarlo, sólo ruega porque aparezca el diplomático; si aparece, el riesgo en el hotel no es nada para ella; o bueno, en realidad, está en la calle; el riesgo será en la calle después, al salir de allí y caminar con su preciosa carga por la Fuente de la Juventud, por la Avenida Paseo o por la calle Línea.
A no ser que el hombre la lleve hasta su casa (cualquiera sea: la de él o la de ella)… Pero el diplomático no ha llegado y todavía corre el riesgo de ser presionada nuevamente.
Porque el vigilante la vigila y puede ser capaz de cualquier cosa antes de presentarse el argentino. De seguro es nuevo en el hotel y quiere acumular méritos.
Si acumula méritos se queda aquí, en La Habana, como sucedió con el otro, el de los ojos rojos, que era de provincia y no quiso dejar la capital… Y ella ya está nerviosa por el hombre que la inquieta. Y no le ve los ojos porque el tipo está con gafas negras, pero los siente cortantes, como si los ojos esperaran el momento propicio para presionarla.
De pronto un extranjero viene y se pone a hablarle por señas; es alto, de un rubio quemado y medio tosco;
y Vicky hace una mueca de fastidio sin que el hombre se presente: un ruso, un bolo como éste apesta y nunca te da nada, nunca va a gastar los pocos verdes que le dan, si le dan alguno, eh, aunque ellos también realizan sus change money para comprar y vender sus baratijas.
Pero Vicky es ambiciosa y necesita de los dólares, aunque sean unos pocos. Por eso ella acepta el cambio, 150 por uno (hace un mes estaban a 120), qué jodienda, sin regatear, porque allí no es el lugar para discutir un cambio, y rápido se coloca de perfil y le extiende la mano en un saludo apresurado pero con naturalidad, para que todo el mundo crea que se conocen. En seguida el ruso le insinúa irse fuera del hotel, pero Vicky lo rechaza con un gesto, vira la cara huyéndole al olor a cebo que emana del hombre y es entonces cuando se encuentra con la mirada del agente, que la penetra como si fuera a decidir la suerte de la mulata.
Vicky hace una mueca de fastidio sin que el hombre se presente: un ruso, un bolo como éste apesta y nunca te da nada, nunca va a gastar los pocos verdes que le dan, si le dan alguno, eh
El ruso se marcha contrariado, y Vicky vuelve a poner su cara en dirección a la carpeta del hotel. Es de pensar por qué el polizonte no se ha decidido, pues ella no demoró su relación con el bolo, al parecer la está dejando para ver qué hace.
Desde la primera vez cuando el policía la vio debió haberla advertido, supuestamente la muchacha hubiera oído el consejo; sin embargo, el vigilante sólo se dedica a observarla con aquellas gafas negras, detrás hay una fuerza comprimiéndola contra la butaca… Y ahora le ha empezado el miedo.
El miedo es algo que no falta (en esta isla todo el mundo tiene miedo, dice); y es un sudor espeso recorriéndola por dentro, le traba las articulaciones y la paraliza, cuando recuerda haberse visto forrada de verde, su cuerpo desnudo cubierto de billetes, hasta metidos dentro del blúmer (o de las pantaletas, como diría un extranjero), pegados a los senos y a las nalgas, tapándole los poros que transpiran el sudor grueso humedeciendo los billetes…
Una vez tuvo que tragarse cien dólares de un golpe, un único billete que no encontró jamás porque se diluyó en su jugo gástrico. Pero por encima de todo, Vicky supera el miedo (todo el mundo aquí aprende a vivir con el miedo, me lo ha dicho Marja), termina siempre por arrinconarlo muy a dentro de su pecho; porque probablemente el susto quede sepultado por las ganas de conocer al diplomático.
El argentino no llega y Vicky se dirige ahora a la carpeta, deja una nota y sin titubeos busca la escalera, va al piso inferior donde se encuentra la cafetería y las boutiques.
Baja espléndida con su roja minifalda, aunque está segura que allá abajo, entre los peldaños que pisa, puede estar el vigilante con su don de ubicuidad, las gafas negras acechándola, midiendo sus pasos uno a uno y esperando un momento impredecible. Pero la vista de la mulata, desde arriba, corre por un costado del pasamanos y ve otros ojos que han explotado de sorpresa al contemplar las piernas, los muslos y el bulto de su sexo.
El aire acondicionado es más intenso en este piso. Revisa los escaparates de las tiendas, asombrada ante las maravillas de los vestidos y los jeans (los pitusas, dicen los cubanos), los equipos electrónicos que están al fondo, que llaman la atención por las pequeñas luces rojas y su brillo niquelado, las mil cosas que fascinan. Y Vicky siente que las intermitencias de esos objetos entran por sus ojos, lo siente y lo huele.
Cada cosa que brilla tiene su olor, pero aquí todos los olores se parecen, expresa, y a ella eso le gusta, porque lo respira todo a un mismo tiempo cuando el aire frío del recinto la penetra… En eso recuerda las palabras de Byrnes que le habló del diplomático: Si eres hábil puedes sacarle mucho, hasta un viaje al extranjero. Y nadie sabe si se casa contigo y entonces sí libraste de una vez…
Viajar es lo que quisiera, pero para eso tendría que casarse; es decir, para irse de una vez de este país, claro, con comodidad, sin que la molesten; porque ella sabe la necesidad de entrar en los hoteles donde siempre habrá de hallar al vigilante de los ojos rojos o de las gafas negras, y no le queda otro remedio que esperar al argentino, o localizarlo donde esté, o buscarse otro extranjero que la limpie de pecados, que la saque del país sin que nadie la presione… Y Vicky se queda extasiada, parada frente a los escaparates, como esperando ciertamente a que aparezca el argentino.
Este verano Vicky necesita resolver su problema. Quitarse de encima la vigilia del vigilante. Tampoco quiere continuar con esta vida de impaciencia y de miseria, de incertidumbres y de riesgos. Hace tiempo que dejó a su familia en un pueblito del interior, pero les envía dinero y los ayuda a vivir; está sola aquí en La Habana; la ciudad se la conoce de memoria y ya le sabe a mierda.
Marja vive con ella, pero es como si no lo hiciera, porque ahora le ha dado por quedarse en el cuarto de Virtudes (de la calle, claro), se encierra a pensar y pensar: es una sentimental que se pone a recordar su vida desgraciada; si continúa así se volverá loca, ¿a qué aspira?, dice en voz baja… A Marja no le gustaba el ambiente de los muelles, pero iba, se dejaba llevar por la mulata y hacía todo lo que le pedían; en estos días parece que se cansó y sólo pretende dormir sin pesadillas… ¡Pero qué sueños va a tener si no se busca a un extranjero!, pensará Vicky.
Este verano Vicky necesita resolver su problema. Quitarse de encima la vigilia del vigilante. Tampoco quiere continuar con esta vida de impaciencia y de miseria, de incertidumbres y de riesgos.
Hay un televisor encendido detrás de una pared de cristal, está en exposición de venta. La mulata encamina sus pasos y se para frente a él. En la pantalla se ve al Pato Donald que persigue a una pequeña abeja. No logra atraparla y el insecto se burla, le saca la lengua y le hace muecas, y Donald quiere escuchar en la radio el juego de pelota y la abejita le cambia la estación…
Abejita, abejita, dale con la figuita, susurra Vicky y sonríe; y se apresta a ver en qué termina el animado, pero en eso la imagen da paso a otra que anuncia Cuban run: Havana Club, carta blanca y carta oro en el Canal del Sol, el saboreo en el rostro de un hombre y la modelo que bebe su trago y exclama: ¡Hummm… Exquisito!… Y Vicky: Esa es Yoli, la pelirroja, una puta que conozco bien, andaba con Byrnes y se metió a modelo.
También Marja quiere ser modelo, pero eso no va conmigo -rumia la mulata-, hablando sola, como para que la pelirroja del anuncio la oiga; pero Yoli sonríe (da la impresión de que las críticas que hace Vicky le entran por un oído y le salen por el otro), abre una boca roja y enseña sus dientes blancos, no muy parejos, y hace un gesto de pícaro regusto con un ojo, y Vicky se mortifica y ladea su cabeza hacia la puerta de cristal que se ha movido.
Un extranjero sale; es un gordo de short largo, color crema, con camisa larga que muestra uvas moradas. Y Vicky ensancha sus ojos porque el gordo es tan enorme que tiene la forma de un barril de vino grande. La figura del gordo se bambolea, pasa por el lado de ella y la mira de arriba abajo, suelta un chiflido de estupor y con la misma le dice algo en su idioma, que Vicky no entiende y supone que sea un piropo.
Pero el gordo sigue su camino, aun después que la mulata le tira un beso con la mano y con los dedos lo invita a que regrese, en seguida le indica la tienda, y qué va, que no puede -parece que le dice-, que está muy apurado, con sus manos y sus labios gruesos y la jerigonza de Porky, el de los muñequitos, dando media vuelta y subiendo la escalera, sudando frío porque en el piso de arriba hay un grupo de mujeres gordas que lo agitan, y etcétera, y Vicky que no quiere acercarse para insistirle al gordo, siente miedo nada más que de pensar que va a encontrarse con la mirada del tipo de las gafas negras, y se queda indecisa entre el gordo que se va y la puerta abierta de la tienda.
Al fin se decide y entra… Y sabe que entrar es peligroso, aunque lo más que puede pasar es que la echen (en aquellos tiempos, a los cubanos no les dejaban entrar solos en las tiendas de área dólar)… Bueno, de mejores lugares me han botado, dirá ella, porque no es capaz de resistir la tentación, porque pensará que ahora todo es diferente, ¿y será que el mundo de la isla ha hecho algunos cambios?, ¿y será por eso que el vigilante se hace de la vista gorda?, cara de sapo el vigilante con sus gafas negras, y ella sólo quiere ver el vestido rojo que combina con la cartera y los zapatos rojos; la cartera ADIDAS es un bolso de rojo plástico que se encuentra en el estante, el vestido rojo lo exhibe el maniquí allá en el fondo, y en la vitrina, allí, se ven los zapatos con su brillo rojo, y es que Vicky es una dama de rojo que tiene su gusto refinado, que vive cosas que ha soñado, o sueña cosas que ha vivido, y la vida viene a ser ese vestido tan hermoso, dice, la cartera ADIDAS y los zapatos que deslumbran, qué suerte, si todo es de su talla, y vea usted, aquí, en los percheros de la izquierda: las batas y las blusas, los pantalones y las sayas; y allá, los cosméticos y cremas, los esmaltes, uñas y pestañas, la ropa interior que la ha soñado, las trusas duras y los biquinis suaves, las pelucas rubias como el pelo de Marja, que se morirá de envidia, que no podrá negar que desperdicia el tiempo, que la suerte es loca y a cualquiera le toca, qué decir, un argentino diplomático en La Habana, que ya viene, ha de llegar, porque va a seducirlo, a engatusarlo, para que Marja vea la dicha de vivir, de entrar en las diplotiendas y los hoteles, de salir afuera, visitar países y embajadas, my dream is a wonderfull man, dice, y ya presiente que el argentino camina por el lobby, que la está buscando, que le entregan la nota en la carpeta y baja la escalera, se dirige a la boutique y PUSH que la puerta de cristal se mueve, que ya viene por entre los estantes y percheros, my destiny is an alien, dice, alguien que ladea el rostro y la ve en el fondo, que se acerca por la espalda hasta el momento preciso en que los dedos la tocan en el hombro y Vicky se da vuelta… los ojos del alien, los ojos del alien, los ojos del… tipo sin las gafas negras, con los ojos rojos, de sentimientos rojos, dice y casi grita de confusión, porque esto ya le sucedió… ¿O es un sueño?… el vigilante que es el alien y a la vez el otro, que le dice: Mira, tienes que acompañarme, que le aprieta el brazo y la obliga a ver la foto: cambio de manos que aparece el ruso, y Vicky sabe que el vigilante la llevará a una habitación, que la lleva ya para desnudarla, para exigirle, y le dirá: Mira, tienes que hacerlo, y la idea del interrogatorio y del miedo que a la vez la excita… Y yo sé que Vicky sabe que yo sé que no podrá negarse cuando le diga: Mira, tienes que colaborar…
La Habana, 1992 – Bell, California, 2006
Nota: Este relato pertenece a su libro La noche del Gran Godo, que obtuvo el Premio Nacional de Cuento del Concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en 1992.