Los letristas del tango reflejaron el sentir porteño y las necesidades del pueblo
El tango nace en el arrabal de Buenos Aires. Es baile de “compadritos” y de otros habitantes del suburbio. Liquidadas las epopeyas fratricidas, la guerra contra los paraguayos y contra los indios, quedan afincados, sin aquella ocupación itinerante.
El vasto horizonte de las campañas militares se arruga como un papel ardiente. Se recoge a la rayuela del suburbio. Son sitios pobres y barrosos, donde todavía la Pampa allega ecos de su alarido inmóvil y llano en la anchura del cielo. En el fondo de las calles, alguna de esas hierbas gigantescas que son árbol: el ombú.
Desde las últimas décadas del siglo XIX, también se reúne en los arrabales el abundante torrente migratorio. Engañado por las promesas de gobiernos argentinos y por sus propias ilusiones, se amontona en promiscuos conventillos, especie de colmenares de una habitación promedio por familia, para todos los usos.
En ese ambiente nace el tango. De la mano de compositores anónimos, quizás antes baile que canto. Desgajado de la milonga. Pero también del tango andaluz, la habanera y el candombe, que eran los bailes populares del arrabal entonces.
Popular nace el tango; reo, lascivo, valiente y rumboso. En 1917, quizá más danza que canto aún. A pesar de algunas letras pícaras y provocativas, Pascual Contursi pondrá en juego un estilo de canción que atravesará el tango hasta hoy. Un estilo que es argumento y tono, vocación y estirpe. Lo cantó Gardel en el Teatro Empire de Buenos Aires. En aquello que se da en llamar “los salones”.
El tango, entonces se extiende como mancha de aceite, irrefrenable, tormentoso, desde el peringundín prostibulario al centro de la ciudad porteña. Enrique Santos Discépolo, paradigma de hombre de tango, sentenciará que el tango “sube de los pies a la boca”, en aquel momento de la interpretación gardeliana. Sube a los versos con la propia lengua del arrabal. No ya procaz sino con la palabra justa inventada porque fue gracia y menester hacerla. E inmediatamente aprobada por el uso. ¿Por qué “canfinflero” en lugar de “chulo”?, ¿”rana” en lugar de listo, hábil?, ¿”otario” en lugar de tonto?…
De las diversas tesis pergeñadas sobre las razones del lunfardo, creo que una parte se las lleva la necesidad de habla secreta de la delincuencia. Otra parte, la pura gana de inventar. En los primeros tiempos del tango es casi inevitable la presencia lunfarda en sus letras. El tango, en el revés de la trama, a su vez es quien inicialmente da escenario artístico al lunfardo.
Entendamos que la literatura lunfarda -por extensión o por inclusión- los tangos lunfardos, no son la exacta manera de hablar orillera. Son literatura, una bella literatura a veces, prohijada con los elementos reos y respondones del habla suburbana.
Es fama de que a finales del siglo XIX, el tango denotaba inequívoca tradición prostibularia. Baste mencionar sus títulos La Clavada, Sacámele el molde, Dejalo morir adentro, ¡Qué polvo con tanto viento!, Va Celina en la punta, etc.
Luego los títulos se vuelven más amplios, graves, cautelosos. El tango se torna sentimental y nostálgico. Ahonda en soledades existenciales, mira al otro lado de la picardía, la compadrada y el triunfo fácil. Sin embargo, aún dueño de un espacio hermético, autónomo del arrabal, no tuvo que hacer guiños a la pacatería oligárquica. Cantaba al coraje. A la quiebra del coraje por unos ojos oscuros. La prostituta vencida. A la flor de fango en su magnanimidad festiva. A las transformaciones del barrio, a la cuchillada, a la lealtad y a la traición. Era más vigoroso y creíble cuando respondía a su origen entre desclasados híbridos y lúmpenes.
Al incorporarse a “los salones” muchas de sus letras se vuelven capciosas. Entonces pagó tributos a cierta moral infame que desvirtuó una buena franja del tango. Con más elocuencia se puede ver en los tangos llevados al cine, con el ojo de la “virtud” y el arrepentimiento presidiendo los argumentos. El muchacho bueno que hicieron malo. La chica engañada. La madre que sufre y aguanta el retorno de su hijo ramplón y arrepentido.
Señalaremos el acompañamiento al tango que realizó una literatura popular y lunfarda. Sus figuras son Evaristo Carriego, Felipe Fernández y Carlos de la Púa. La línea empieza con Carriego que, sin ser representativo del lunfardo, inaugura un tono coloquial, la proximidad del aliento en las palabras y culmina en Carlos de la Púa. Va de lo popular del barrio y el suburbio a lo provocativamente turbio. Exalta entonces a los rufianes, ladrones, evadidos, reos. A la contracara de la sociedad que se asume culta y bienpensante. Estos últimos autores influirán poderosamente en el tango. Las letras del tango son hechas por hombres del suburbio y también por hijos de las clases medias. Aburridos de los ambientes almidonados, bajan al arrabal, a los bajos fondos en busca de emociones fuertes.
Los compositores de la etapa auroral del tango son gente muy joven, hasta adolescentes. El autor de La Cumparsita, Matos Rodríguez, tenía 17 años cuando la compuso. Ernesto Ponzio, creador de tangos antológicos, era el “pibe Ernesto”. Ya a los 14 años integraba formaciones tanguísticas con su violín. Pronto empezó a componer. Arolas, pionero llamado “el tigre del bandoneón”, dejó varios títulos inolvidables. Murió a los 31 años. Maglio, Greco, Troilo bandoneonista a los 14 años, etc.
Salvo excepciones proverbiales, se hicieron desde infantes “músicos de oído”. Alguien les regaló el primer precario bandoneón o violín. Luego, al poco tiempo, según es fama que certifica la ósmosis musical del barrio, empezaron a tocar aceptablemente en bodegones y cafés. La emigración mediterránea llegaba al Río de la Plata con su tradición de reunirse en los cafés. La nostalgia pedía música. Los incipientes músicos, que también lo eran en el acompañamiento de películas mudas, repartían su ejercicio entre interpretar e improvisar, camino fructífero por lo visto para la composición. Más tarde pasaron al cabaret con las orquestas de tango y al teatro.
En la poesía del tango, desde sus comienzos, hay una especie de sacralización de la calle. Allí se encuentra la sabiduría. “Yo me hice en la calle” se ha repetido hasta el cansancio. En la escuela de la calle que es igual a la escuela de la vida. La única que enseña las cosas que interesan al tanguero. Se desconfía de los libros y de los hábitos literarios esencialmente solitarios y retirados, antitéticos con la calle, los cabarets y el café.
Por complicidad, los objetos a los que el tango hace su epifanía, no perduran en la realidad. Son calles que cambian, bares, puentes, veredas, esquinas, amigos. Efímeros héroes a quienes el mismo tango que los evoca denuncia el final acaecido o inminente. Es una epifanía de la brevedad, de lo fugitivo. Epifanía en la memoria que los hace perdurables por el arte, como diría Platón: la poesía, hija de la memoria. Quizá una epifanía absolutamente moderna a la vez, instalada en las ciudades del nuevo mundo. Surgidas de las mezclas culturales y raciales. Condenadas a la movilidad. Ajusticiadas en la ideología del progreso como fuga hacia delante y a la agregación.
Importa, volviendo a aquella precocidad apuntada en los creadores de la época auroral del tango, que sus figuras son jóvenes. Pronto empiezan a sentir el pasado como un peso enorme a tenor de los cambios de la ciudad por el vértigo migratorio. Entre 1900 y 1920, dos millones de personas, en alto porcentaje hombres, llegan a Buenos Aires. Jóvenes que apuran sus años, que al igual que la “flor de fango” a los 40 les encanece la testa, se les cansa el corazón. La vida empieza a ser nostalgia, sobreviene la reflexión y la dicha queda atrás.
Es a partir del estreno de Mi noche triste de Pascual Contursi, en que el tango se vuelve nostalgioso. Había dicho Discépolo, en un relámpago que alumbró la esencia de la música de Buenos Aires, que “el tango es un pensamiento triste que se puede bailar”. Contursi puso letra a una composición musical que ya existía. Así ocurrió con numerosos tangos de los primeros tiempos.
Nace el tango-canción cifrando un argumento, una historia desgarrada, sentimental, ribeteado de lunfardías. Con una letra donde el cantor se permite confesar que “de noche cuando me acuesto/ no puedo cerrar la puerta/ porque dejándola abierta/ me hago ilusión que volvés…”
Contursi dejó varias composiciones de tango y obras de teatro, antes de morir demente, a los 43 años. Tuvo en Gardel al intérprete más fecundo. Ciertamente lo mimó el reconocimiento al creador. Muchos temas suyos se repitieron en otros compositores: el poeta y la mina que lo abandona. La flor de fango que decae con los años. El matón de barrio entristecido. La mujer que se cansa de la vida mistonga. El bandoneón arrabalero a quien se le confiesa todo el sentimiento.
Contemporáneo suyo fue Celedonio Esteban Flores, también clásico, infaltable en cualquier mención al tango. Ganó un concurso organizado por el Diario Última Hora con versos bien medidos. Pergeñó influencias del modernismo por un lado y los poetas del arrabal Carriego y Felipe Fernández por otro. Celedonio E. Flores, poeta mayor, va a interpretar el sentimiento y filosofía del arrabal. Hace expresa declaración de principios: “Yo no le canto al perfumado nardo/ ni al constelado azul del firmamento/ yo busco en el suburbio sentimiento/ y para cantarle a una flor le canto al cardo”.
Con reconocible maestría en la métrica, sus versos expresan el desgarro y la recia comparecencia de la vida, del amor apasionado y el coraje. Es quizá en quien la exaltación de la madre cobra tonos de idolatría. Son temas que en ocasiones le permitan dar consejo o sentencias admonitorias a los que ascienden por el juego, la pinta o la vida airada. Hombres o mujeres. Mas siempre hay en él fidelidad a su clase, a los de abajo y “comprensión” del delito, ante la desesperación económica o la traición.
Quizá el tango adquiere sus tonos más fuertes, el largo aliento popular que lo proyectará en décadas posteriores. Matices que ya impliquen a la arqueología tanguera. Como la disociación de la mujer en madre-hermana-amadas puras y la mujer de la vida y del placer.
Nos importa mencionar de esta época, hasta la década de 1930, a grandes poetas además del citado Pascual Contursi, a Celedonio Flores, Juan Andrés Caruso, José González Castillo, Armando Tagini, Enrique Cadícamo, García Jiménez… y otros. Por títulos memorables a Alfredo Marino y Antonio Podestá.
El tango, música de Buenos Aires
En la década del 1920 Buenos Aires se convierte en la gran metrópolis del sur. Se ha descriollizado efectivamente. Los emigrantes, que aún llegan por millares y los hijos que se han vuelto adultos, la han arraigado. Se desborda sobre sus propios suburbios y se apiña en el puerto. En las caras se nota la mezcla de las razas y en los gestos la impronta del país. Su música es el tango que tiene mucho que ver con el movimiento del tordo, las figuras en los pies.
La queja -deporte nacional- y la filosofía de los adioses. El tango ha interpretado el carácter de los porteños que van por las calles con una cadencia típica, ligeramente sobria y sensual, el cuerpo “canyengue”, de paso largo pero con hombros y caderas firmes.
Ha penetrado en el centro, en salones y teatros. Los sainetes incluyen letras y bailes de tango, memorables composiciones se estrenan en los teatros. Pululan los cabarets donde el tango “es allí señor”. La radio multiplica por miles su audiencia. En la década de 1930 se masifica el cine sonoro. La ciudad ensanchada ha cobrado un perfil en sí misma. Es un universo cerrado. Está creando su propia mitología, ya sabe por dónde. No estará en memorables arquitecturas, sino en aires de una calle de barrio. En almacenes donde se bebe y juega. En ritmos de gente que va a las fábricas, en faroles y esquinas.
Es sabido que arquitectónicamente carece de especial interés. No hay monumentalidad histórica. Quizá por ello la gente se mira entre sí, se entretiene con el contoneo de sus vidas que participan en el vértigo del caótico crecimiento urbano. La poesía desde Contursi dejará de ser alegre y picaresca, para volverse grave, honda, abismal a veces.
Se inclina hacia la nostalgia -una nostalgia que no es de más de tres décadas. Mucho tiene de la subyacente pertinacia de los emigrantes. De sus patrias ausentes, perdidas. Las letras hablan del pasado donde acaso hubo honradez, fe. Cuando las calles del suburbio abrigaban con sus historias bravas, el amor y las amistades. Los perfumes que llegaban de la Pampa. Aunque la ironía ante quienes se presentan muy por encima de los que son pone un aire de fiesta en varias composiciones.
Ciertamente los habitantes se volvieron urbanícolas definitivos. La ciudad universo tendrá una asombrosa iconografía en los poetas tangueros. Calles, locales y casas se registran en las letras, suben a la epifanía con nombres, señas y hasta numeraciones. Tanto universo y perfil propio que cuando los argentinos logran cumplir el caro sueño de vivir en París, recuerdan Buenos Aires: “cómo estará tu Calle Corrientes”, porque en París “están anclaos”, sueñan con volver y volviendo “no habrá más penas ni olvidos”. El fenómeno Gardel que atravesará esta época, marcando estilo y cadencia merece un tratamiento específico.
Desde la crisis a la crisis
En 1928, Discépolo estrena Qué vachaché. Con esta letra que le autovaticina en sus temas y estilos, inaugura época en el tango que ya ha madurado musical y socialmente. El tango se vuelve sátira y filosofía, acusación y lucidez escéptica. La década 1930 en la Argentina -llamada década infame- es la del final de las ilusiones cívicas y la del inicio del gobierno de los sables. La condición colonial del país es exaltada por sus mismos gobernantes. La paradoja del llamado “granero del mundo” es que anda henchido de estómagos vacíos. En Discépolo el sarcasmo va a denunciar, diagnosticar, con un trágico escepticismo la enfermedad del mundo.
Las letras de tango abrieron un horizonte propio, diferenciado de las otras literaturas. Una manera de decir que incorporó el uso del lunfardo cuando le fue menester. Y que a la vez, excluyó a los poetas que no jugaran con sus particulares y propias reglas.
Discépolo, autor teatral, publicista, crítico, es quien mejor entiende la esencia del tango. Sabe cuáles son sus códigos y avizora los límites argumentales y filosóficos. Por la misma época -finales de la década de 1920 y la década de 1930-, Gardel internacionaliza un tango que, con excelentes letras de Le Pera, insiste en los tonos y temas que hicieron historia en el tango. Discépolo transforma la melancolía, el sentimentalismo, el abandono, en sátira y grotesco.
La moral del tango que vino exaltando la contracara de la moral oficial sostenida por las clases dominantes, en la década de 1930 tomará nuevas formulaciones. Tita Merello, que es voz asumida sin pagar tributo a los prejuicios de inferioridad femenina, ni vestirse de varón para cantar tangos, intenta en sus temas dibujar el origen proletario, las maneras de hablar y de vestir. El orgullo de ganarse el pan cotidiano con un oficio ordinario.
En los tangos de esta época, la mujer, consciente del origen en el barrio pobre, se permite manifestar su agobio. Hasta desea a veces encontrar al bacán que la mantenga. Curiosamente después de la moralizante, sentenciosa y clasista poesía de Celedonio E. Flores donde el pecado, el abandono del hogar arroja a la mujer en brazos del bacán adinerado, le suceden letras irónicas. “La costurerita que dio aquel mal paso” de los versos de Carriego, es una suertuda.
Pero en Discépolo no hay más linealidad. Hay como dos personajes: el de la buena fe, el “gil” que pierde con la “chorra”, con los vivos, y hasta con Dios; y el observador que sardónico, riéndose de sí mismo clama por dinero, porque “vale lo mismo Jesús que el ladrón”. Utilizando los episodios esenciales del tango mediante el grotesco, Discépolo alumbra un sentido de contracara, escéptico, indisimuladamente tierno y desesperado.
En la década de 1940, la poesía del tango vivirá un giro que insinúa la síntesis de su propia historia. A la vez deshilvana la nostalgia con nuevos pulimentos formales: los cuadros impresionistas, las transformaciones de una ciudad que estalla hacia arriba y a los costados empujada por el abrupto desarrollo industrial. La inocultable falta de sol y de la Pampa que antes se intuía el fondo del suburbio. Aquella intersubjetividad que el tango enfatizó en el baile, en las letras de esta década tendrá menos sentimiento de traición, de solapado desdén, de crímenes pasionales. El crecimiento ciudadano ensancha la multitud, pero también desuela, por otra parte. La nueva anchura de las calles no prefigura la Pampa; en cierta perspectiva vuelve al paisaje urbano autosuficiente.
Desde Homero Manzi la emoción lírica en las metáforas eleva la belleza poética de las letras del tango. Si bien sus metáforas son decididamente visuales, a veces un damero de cuadros negros, maravillosamente ensamblados, el conjunto del poema deja un regusto a mundo omnisciente, inolvidable.
Enrique Cadícamo con temas que siguieron la evolución de las épocas acompañando al tango, alcanza su gloria en Al mundo le falta un tornillo, Garúa, Los mareados, Nieblas del riachuelo, Rondando tu esquina, etc. Trabaja el desclasamiento, ironiza a los figurones, dibuja con alma omnicomprensiva los personajes del Buenos Aires ya bien entrado el siglo XX. Aunque también cargó con las peores rémoras del machismo en La casita de mis viejos.
Cátulo Castillo, hijo de un ácrata, combatió en boxeo, hizo música, dirigió orquestas. Sus temas son la nostalgia por lo perdido, la finitud del amor y de la vida. El alcohol en La última curda, quizá de sus obras más perdurables en la historia del tango.
Es un claro exponente de la evolución que denotan los años 40 en las letras. Años de orquestaciones, de final para personajes caros de la iconografía tanguera: la maleva, el compadrón, la decadencia del cabaret. Sus poemas ahondan en los dramas existenciales, al bandoneón se le confiesan las penas porque “me lleva hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva”. Se advierte la flexibilidad de las metáforas. La poesía se ha liberado de arquitecturas rigurosas de los primeros tangos pergeñados en octosílabos como la poesía campera.
En Homero Expósito se patentiza el presente de la ciudad gigantesca y anómala. Si bien repite inspiraciones de abandonos amorosos y pasionales, del desencuentro y el desarraigo, incluye el aire de soledad última del individuo perdido en la multitud. El anonimato y la desesperanza lo atenazan; sólo en tangos se puede reconvertir la amistad y el amor. Hay radical autocrítica de los lugares comunes clásicos. Ahora al farol se le cuentan “sueños de un millón de obreros”, a la muchacha antes estigmatizada porque se fue del barrio rumbo a las luces del centro se le confiesa “tal vez nos enteramos mal”.
Actualmente, después de Eladia Blázquez, Horacio Ferrer, Tavera, Novarro, Negro quizá, la evolución del tango se ha vuelto desarrollo musical. Tras la obra de Pugliese y Troilo, se extiende un poderoso tiempo de renovación anunciado por Piazzola espectacularmente en 1951 con Prepárense, 1954, Lo que vendrá, pero también pergeñado por Horacio Salgán en A fuego lento y luego por Julián Plaza.
El bandoneón había pasado a ser definitivamente el instrumento paradigmático del tango. Inventado en Alemania para acompañar bailes aldeanos, en el Río de la Plata adquirió ámbitos de ciudadanía universal. En la última renovadora etapa, se ve la música del tango hoy enriquecida por el espacio sonoro que abre la tradición del jazz.
El tango es hoy pasado-presente. Curiosamente en pubs y escenarios de diferentes capitales del mundo, se cantan tangos y se intentan redescubrir las figuras de su danza en milongas que puntean más de trescientas ciudades del planeta. Es probable que el haber reunido a diversos desclasados en sus orígenes lo conectara a la marginalidad que ya anunciaban las ciudades cosmopolitas modernas. Pero también le abrió horizontes donde cabía gente de otros estamentos sociales. Así notamos en sus creadores como una mirada hacia el perfeccionamiento, o inquietud hacia mejores conquistas de contenido y forma alcanzados por la lírica occidental.
Paso a paso la vida de Buenos Aires entró abiertamente en el tango. Los conflictos entre lo joven y lo viejo, lo entraño y lo extraño. El amor, la fugacidad perpetua de la existencia, su contingencia. El mundo y sus deseos en transformación. Los motivos básicos del arte popular. Las pasiones hechas música y letra. Por ello mismo, un tango clásico silbado en cualquier esquina de cualquier ciudad del mundo, identifica, reconoce entre sí a la gente nacida en el sur de América.
El tango fue un modo de ser inventado y deseado por la gente de los contornos de la gran urbe que conmocionó los valores de sus almidonadas clases dominantes. Una manera de sentir el amor y las circunstancias de la vida donde el honor no ha sido lo más importante, sino una sinuosa forma de entenderse con los laberintos a que dio lugar allí la inexorable existencia urbanícola moderna.
Tal vez por eso mismo, difusión y fenómeno especular, un tango es reconocible para gente de muy diversas latitudes, por lejanas o extrañas que sean sus orígenes.
Sin embargo, en todos los casos, se trata de un reflejo de aquello que perdura de una época de oro, porque en los últimos tiempos, salvo escasas y grandiosas excepciones (Piazzola), no se componen tangos que indiquen un perfil renovador. Quizá el futuro sea para otra combinatoria de músicas, como lo fuera en sus orígenes el tango, el jazz y posteriormente el rock.
Y que la vuelta del interés por el tango, su resurrección, implique precisamente una novedad que se prepara.