Buenos Aires en 1810: comida y bebida
Buenos días estimados lectores y ¡Viva la Patria! Es 25 de mayo y en Argentina se celebra la Revolución de Mayo. Y el 9 de julio, el Día de la Independencia. En esta ocasión, los chicos de las escuelas se disfrazan para los actos patrióticos y representan la Buenos Aires colonial.
Es una ocasión más que propicia para reunirse en familia a comer unas buenas empanadas, un rico locro o una carbonada criolla.
Pero esto no es lo que comieron nuestros ancestros aquel 25 de mayo de 1810. Ni muchísimo menos. Por más que ustedes lean hoy en los diarios que “el locro se comía en todo el territorio, y se utilizaba lo que la tierra diera”.
Y que “en Buenos Aires, era muy común que se vendiera en la Recova. Edificio que estaba situado sobre lo que hoy es la calle Defensa en la Plaza de Mayo”.
Esto no pasaba en 1810, y se debe a la terrible confusión que trae la nueva manera de hacer periodismo, en el que el copy paste es cosa de todos los días.
Los historiadores en general, cuando incursionan en el tema gastronómico, carecen del rigor de un historiador culinario. Algunas cosas las pasan por alto y otras, simplemente las ignoran. No por ello sus trabajos no son válidos, pero muchas veces inducen a que se instalen historias apócrifas.
Muchas veces conversábamos de ello con el querido Alejandro Maglione, cuando leíamos crónicas repetidas una y otra vez, con errores basados en historias de la cocina firmadas por reputados historiadores vernáculos.
Salvo Güemes, en 1810, ninguno de nuestros próceres había probado el locro, ya que era un plato que se comía en el Alto Perú.
En la ciudad de Buenos Aires, la abundancia de carne, lo hacía innecesario. En cambio, los pucheros y la Olla Podrida, típicamente castizos, eran cosa de todos los días.
Y para ocasiones especiales, se mataba una gallina, animal extremadamente caro en la época y al alcance solo de las clases más acomodadas. Una gallina costaba el equivalente a más de 100 kilogramos de carne vacuna.
Lo de vender locro en Buenos Aires en 1810, no solo no era común, era imposible. Ya que no había compradores para algo desconocido, para los que podrían haberlo pagado.
Solo lo conocían los conductores de las carretas que traían mercancías desde el Alto Perú, los soldados provenientes de aquellas guarniciones y algún que otro viajero.
Veamos entonces que era lo que ocurría en realidad.
El arqueólogo Daniel Schávelzon explicó en su libro “Historias del comer y del beber en Buenos Aires” que los cubiertos comenzaron a aparecer en el virreinato, es decir a partir de 1776, pero recién hacia 1850 desapareció la costumbre de comer con las manos.
Desde el gobierno del Virrey Cevallos, hasta la batalla de Caseros la mayoría comía usando sus dedos. Esto no significa que no hayan existido reglas sociales en la mesa.
Los vasos y el plato sopero se socializaban por la escasez. Incluso solía compartirse una cuchara entre dos o tres comensales en la época revolucionaria.
Parece difícil pensar que en una familia humilde como los Belgrano, donde padre, madre y trece hijos compartían la mesa, contaran con quince platos, quince juegos de cubiertos y quince vasos a la hora de comer.
Los vasos y cucharas compartidos más el enjambre de manos es el cuadro que debería quedarnos, de una comida en casa del creador de la bandera nacional.
Tanto los españoles, no se sorprenda, muchos de los miembros de nuestra Primera Junta, eran nacidos en España, como los criollos -hijos de españoles nacidos en América- bebían vino en los almuerzos. No aguardiente, como algunos dicen.
El aguardiente se bebía entre las clases más pobres. El vino había llegado a nuestro territorio con los primeros conquistadores españoles y se producía en Mendoza y San Juan.
Se tomaba al mediodía, ya que los almuerzos eran mucho más abundantes que las cenas. La variedad popular era el llamado carlón que en principio se importaba y luego se cosechaba en los viñedos de Cuyo. Se utilizaba uva criolla hasta la llegada de las cepas francesas.
Llegaba a Buenos Aires en carretas tiradas por bueyes, tras más de dos meses de travesía para recorrer los 1000 kilómetros que separaban a la capital de las zonas de producción, en toneles de madera.
Las mujeres también lo bebían pero con una particularidad propia de la época: solo en celebraciones o en privado, entre mujeres.
Cien años después, seguía siendo un plato típico de los bodegones de la capital como lo atestigua el tango. En su mejor versión, a nuestro entender por Edmundo Rivero.
Cuando el estribillo dice Cabaret, Tropezón, se refiere al restaurante El Tropezón que estaba en Callao entre Sarmiento y Cangallo, hoy Juan Domingo Perón.
Tan grande fue la influencia del Vino Carlón, que los que tenemos huesos de más de seis décadas todavía recordamos los comerciales televisivos, que lo promocionaban hace cuarenta años.
Por las noches las costumbres eran bastante diferentes a las actuales, entre nuestros hombres y mujeres de 1810, y en una ciudad como aquella Buenos Aires, la actividad pasaba por las Tertulias.
La más famosa y recordada era la que se llevaba a cabo en la casa de María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, más conocida como Mariquita Sánchez, a partir del 29 de julio de 1805 y de su casamiento, sin autorización paterna pero con dispensa del Virrey Sobremonte, con su primo Martín Thompson, la inmortal Mariquita Sánchez de Thompson.
La verdad de las tertulias: mate y chocolate caliente
Estimados lectores, lamentamos tener que romper vuestros corazones. Desde muy chiquititos los disfrazaron, los vistieron y los acicalaron de patriotas para estrenar el himno en la casa de Mariquita.
Vieron los cuadros pintados por los románticos del siglo XIX y XX, que muestran las tertulias como si fueran en París, en Londres o en Viena. Se imaginaron a las damas tomando el té. A los caballeros un Whisky. Nada de eso pasó jamás.
En 1810 en Buenos Aires no había palacetes, había caserones o casas. Sí, se hablaba de libertad y de las nuevas ideas de la ilustración, recién llegadas de la mano de la Enciclopedia. Pero la realidad era otra.
El amo y señor de estas tertulias era nuestro bien conocido mate. Se empezaba a tomar a eso de las ocho de la noche y se consumía hasta la madrugada.
En estos encuentros, los bailes y las charlas se acompañaban con tortitas, mate y chocolate caliente. Muy lejos del glamour, que cincuenta años después, los pintores le dieron a sus pinturas.
Y esta costumbre, se prolongó casi un siglo y medio en los hogares argentinos. No por escasez, sino por hábito. Almuerzos muy contundentes. Siestas. Y cenas con Mate, Té, Café con leche o Submarino, tostadas, pan con manteca y dulce, o algún sandwichito, y a la cama. Para dormir livianos y levantarse temprano y desayunar fuerte.
Las golosinas para los niños
En 1810 la mazamorra era la comida preferida por los niños, mucho tiempo antes que se conocieran las golosinas.
La mazamorra que combinaba maíz blanco, azúcar molida y leche cruda, era un postre, aunque los chicos la comían a toda hora.
La mazamorra nos introduce en otra modalidad de la comida de 1810, la venta ambulante.
Los vendedores ambulantes
La figura del mazamorrero era muy popular, ya que recorrían las calles a caballo cargando sus tarros coreando diversos cantos “¡Mazamorra orra que quita la Modorra!”. “¡Mazamorra espesa para la mesa y mazamorra cocida para la mesa servida!”.
El producto era delicioso por un detalle clave en su elaboración que lo hacía único. La leche que ellos utilizaban era sin adulterar por lo que resultaba más sabrosa.
La leche que ofrecían los lecheros para el consumo hogareño, era adulterada con agua. Sí queridos lectores, la adulteración y la estafa, nacieron con la Patria. No son un fenómeno del capitalismo avanzado del siglo XXI.
Nadie horneaba o freía empanadas en sus casas, salvo las familias ricas, que tenían esclavos a su servicio. La casi totalidad de la población de Buenos Aires, incluyendo por supuesto a nuestros patriotas, dependían de las vendedoras de empanadas.
Afrodescendientes, morrudas, cargadas con dos grandes canastos de mimbre repletos de empanadas, recorrían la ciudad, las pocas manzanas de aquella ciudad, hasta estacionarse en un lugar fijo.
Por la mañana calentitas, cerca del mediodía tibias y ya entrando la tarde entre frías y muy frías, así se vendían las empanadas. Generalmente fritas en grasa de vaca.
Dulces y conservas provenientes de las provincias del norte, también se vendían en forma ambulante. Y especias y aceitunas y orejones y pasas de uva.
No vamos a referirnos a las carnicerías, porque ustedes, amables lectores, pueden estar leyendo esta nota mientras almuerzan, desayunan, meriendan o cenan. Y no sería de buen gusto hablar de moscas.
A los chicos hay que decirles siempre la verdad
No hay necesidad. Ninguna necesidad. Los afrodescendientes, no eran bailarines ni todos tenían la suerte de vender mazamorra o empanadas.
Y si lo hacían, no era por cuenta propia. Eran esclavos en 1810. Pasaron tres años hasta que la Asamblea de 1813 declaró la Abolición de la Esclavitud, y muchísimos más hasta que lograron ser libres en serio.
Una cosa es enseñar mal lo que no se conoce. Otra cosa muy diferente contar un cuento de hadas, donde no hay más que una historia triste. Que por fortuna fuimos de los primeros pueblos de América en ponerle fin a la ignominia.
¿Y el dulce de leche?
Lo que si les podemos asegurar es que José de San Martín sin ser un sibarita, era aficionado al dulce de leche desde su primera infancia. ¿Cómo puede ser posible? Si la historia oficial dice que se inventó en 1829, en tiempos de Juan Manuel de Rosas y por un accidente. Una vez más una fake news.
San Martín se crio entre Corrientes y Misiones, nació en Yapeyú, lejos de Buenos Aires. Y la influencia de la cocina paraguaya llegada desde Asunción, era absoluta en esa región. Y allí lo conoció el general.
A pesar de que Víctor Ego Ducrot, sostenga que se aficionó en Chile, lo cierto es que consta que en la Expedición Libertadora del Perú, llevó varios frascos de dulce de leche. Y eso ocurrió antes de 1820.
El naturalista suizo Johann Rudolf Rengger, quien viajó al Paraguay entre 1819 y 1825, menciona en su libro Viaje al Paraguay en los años 1818 a 1826, la elaboración de dulces producidos, entre otros, a partir de leche y almíbar de azúcar. En ese país el dulce de leche se considera un producto tradicional, desde el siglo XVII.
Polémicas al margen, lo único que está más que claro, es que al dulce de leche, San Martín ya lo comía, antes de que “oficialmente” existiera según la historia que se le enseña a los niños.
Así que por favor, cuando los chicos les pregunten algo, si no saben, no contesten. Y no confíen demasiado en los programas de televisión. Por más historiadores famosos y simpáticos, sean los que los conduzcan, especialmente cuando hablan de comida.