Joaquín Paredes: la sentencia de las oportunidades perdidas
El juicio por el crimen del adolescente en el noroeste cordobés terminó con una condena incompleta y reveló los límites del Poder Judicial para revertir la violencia y la impunidad policial
Los más chicos jugaban a la pelota durante las nueve horas y media de espera antes de la sentencia. Los más grandes los miraban y de vez en cuando les devolvían un pase. Los miraban como con nostalgia. Quizás pensaban que una condena justa les devolvería las ganas de patear el fútbol en una tarde de Paso Viejo, bajo un sol que por fin despejara la pesadilla de aquella madrugada del 25 de octubre de 2020, cuando escapando de las balas policiales un amigo cayó muerto, otro herido y ellos salvaron su vida de milagro.
Pero no. La sentencia les dejó el sabor de la injusticia, la bronca y el miedo renovado de que sólo uno de los policías agresores irá a la cárcel y los demás seguirán en libertad. En un juicio con jurado popular, la Cámara en lo Criminal de Cruz del Eje condenó al agente Maykel Mercedes López (25) a prisión perpetua por el homicidio calificado y agravado de Joaquín Paredes (15), pero por el “beneficio de la duda” absolvió de ese crimen a los agentes Iván Alexis Luna (26), Enzo Ricardo Alvarado (29) y Ronald Nicolás Fernández Aliendro (27) y al sargento Jorge Luis Gómez (34). Ni siquiera fueron condenados por abuso de arma de fuego. También quedó libre del cargo de amenazas calificadas por el uso de arma de fuego el subcomisario Daniel Alberto Sosa Gallardo (43).
“Se van de acá o los quemo”, les había dicho Sosa Gallardo antes de apuntarles con una escopeta itaka –según sus testimonios y el de una vecina–, cuando tomaban unos tragos y escuchaban música en la vía pública para celebrar el cumpleaños de un amigo. Para la fiscal Fabiana Pochettino, ese fue “el puntapié inicial para el desencadenamiento de toda esta locura y esta masacre”. Así comenzó lo anunciado horas antes con la foto de esa misma escopeta y el texto “lista para salir a cazar saros”, en el grupo de whatsapp de los policías de Paso Viejo. Una cacería que la fiscal atribuyó a que “esos jóvenes se atrevieron a enfrentarlos, a ejercer sus derechos, a decirles que bajen las armas”, y los abogados querellantes Claudio Orosz y Ramiro Fresneda a una definición previa como “delincuentes y enemigos a los que había que escarmentar”.
Escuchar no, revictimizar sí
Esos jóvenes, algunos todavía adolescentes, fueron los principales testigos en un juicio que los expuso y los revictimizó. Con muchas dificultades, en un clima hostil y “mostrando sus cicatrices” –como dijo Martín Illia, asesor letrado representante de los menores–, desde “una distancia cultural abismal entre ellos y el tribunal y los abogados” –como dijo Héctor Valenzuela, psicólogo de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación–, lograron hablar y contar su verdad. A pedido de la fiscalía, las querellas y el representante de los menores, fueron durante el proceso reconocidos como víctimas, condición que la sentencia les quitó para volver a invisibilizarlos.
En su alegato, la fiscal había asegurado: “Nos quisieron hacer creer que la policía les tenía miedo. No es así. La policía los venía hostigando desde hacía años. Existía un prejuicio hacia esos jóvenes”. “Hubo un solo muerto, pero pudo haber más. No construyamos la figura de un enemigo público para justificar esto. Nada justifica que Joaquín no esté entre nosotros y Brian tenga un tiro en el brazo. Mataron a un chico de 15 años por la espalda y siquiera fueron a ver si estaba vivo o muerto. Aquí hubo violencia institucional”, concluyó.
Para sustentar ese concepto y demostrar la extensión del daño, los abogados de la querella detallaron: “Hubo nueve allanamientos en la casa de Brian Villada (el adolescente herido); hostigamiento policial a los testigos; listas negras en boliches de Tuclame y Soto, donde estos chicos no pueden ir a bailar; el ex sacerdote Carlos Julio Sánchez relató el suicidio de un chico; amenazas de muerte al tío abuelo de la víctima (Manuel Paredes); estos chicos son trabajadores de la cosecha de papa y cebolla y ahora tienen problemas laborales sólo por pedir justicia; la alteración de la escena del crimen, para presentar una versión falsa de los hechos”.
Sin embargo, la decisión de los jurados populares y jueces técnicos Ricardo Py, Ángel Andreu y Javier Rojo estuvo más cerca del planteo de las defensas, para quienes los policías “se presentaron en el lugar porque se estaba cometiendo un ilícito y fueron brutalmente agredidos”; el subcomisario Sosa “no se excedió, bajó del móvil a hacerse cargo de una obligación”; sus defendidos tuvieron “la necesidad racional de defenderse” porque los jóvenes “los atacaron con piedras”, y la investigación “careció de prolijidad y objetividad”.
Y sin duda gravitó el criterio de la Cámara en lo Criminal de Villa Dolores –presidida por el ex comisario hoy juez Carlos Escudero–, que antes del juicio distinguió las responsabilidades, por lo que sólo López llegó al juicio detenido, acusado por “homicidio simple agravado por el uso de arma de fuego” y junto con Luna “coautor de lesiones graves en agresión agravadas por el uso de arma de fuego”, mientras a Alvarado, Gómez y Fernández Aliendro apenas les atribuyó “omisión de los deberes de oficio” y “disparos de arma de fuego calificados” y a Sosa Gallardo “amenaza calificada”.
Impunidad institucional
Sólo paga el que mata. El que mata paga todo. Y la institución, libre de culpa y cargo, porque la policía no se investiga a sí misma y la negligencia –o afán encubridor– se tradujo en “beneficio de la duda”. Ese mensaje dejó la sentencia a esas madres y familias que regresaron a Paso Viejo despojadas de su derecho a la justicia, con las heridas sangrando y el duelo en suspenso, a duras penas contenidas por un equipo de psicólogos del Estado y por la militancia solidaria del colectivo Justicia por Joaquín, el Movimiento Campesino, las mesas de trabajo por los Derechos Humanos de Cruz del Eje y Córdoba y otras organizaciones sociales. Con esa mezcla de angustia y bronca que Soledad Paredes contuvo para decir: “Vamos a seguir luchando. Esto no termina acá”.
La condena para López resulta justa desde el punto de vista de la responsabilidad penal individual, pero injusta desde la consideración material de un episodio que se desarrolló en tres momentos y escenas, con la participación de varios actores y un despliegue de fuego policial cuantificado en 112 balazos. Uno de esos balazos, el que mató a Joaquín, salió de su arma reglamentaria y por eso sólo él –al menos por ahora, porque habrá apelaciones– cumplirá prisión perpetua. Y más injusta al considerar una cultura institucional que alienta la violencia represiva contra los jóvenes de sectores populares y cuyos designios ejercen mucha más presión sobre el gatillo que la voluntad individual. Así pensado, Maikel López es un chivo expiatorio.
Por eso esta sentencia fue otra oportunidad perdida para revertir esa cultura represiva, para reforzar el esperanzador fallo por el crimen de Valentino Blas Correa y a 40 años de recuperada la democracia poner un Nunca Más a la violencia institucional heredada de las dictaduras. Pero no fue así. Como dijo Soledad Laciar, la madre de Blas, al iniciarse el juicio de Joaquín: “Indudablemente, Cruz del Eje queda lejos… Esto se tiene que acabar. Ojalá me equivoque, pero lo veo difícil. Es como que ya están todos del lado de la policía, quieren justificar lo injustificable”. Como insistió antes de la sentencia, en su cuenta de Facebook: “El asesinato de Joaquín y el asesinato de Blas visibilizaron y expusieron como nunca la violencia institucional en Córdoba (…) Por la memoria de nuestros hijos, injusta y absurdamente asesinados, y por las generaciones por venir, gritemos todos juntos NUNCA MÁS”.
También se perdió con este fallo una oportunidad para enmendar lo que el asesor letrado Illia reclamó en su alegato: “Se ha roto el puente de confianza de la sociedad hacia la Justicia, que debe ser reconstruido por nosotros desde adentro y con ejemplaridad”. Al contrario, se terminó de reforzar la sensación instalada desde el minuto cero de esta investigación: solidaridad corporativa e impunidad.
Pero un juicio siempre es mucho más que la sentencia. En este caso, el crimen de Joaquín y el proceso judicial revelaron algo de lo que fugazmente se habló. El reclutamiento policial focalizado en el norte cordobés, entre jóvenes que no tienen posibilidades de estudiar en la universidad (que es pública y gratuita, pero queda en Córdoba capital) o ni siquiera en los terciarios de Cruz del Eje. Jóvenes cuya incorporación a la fuerza de seguridad cuesta atribuir a una genuina vocación policial, sino que obedece a las expectativas de trabajo y salario seguros.
Así se convierte en una especie de “ley de levas” (como la que en el siglo XIX obligaba a enrolarse en el Ejército a quienes no tenían trabajo) signada por la coerción económica. Como un Martín Fierro del siglo XXI, reclutado por la fuerza (del hambre) a la Policía o el Servicio Penitenciario, sin ganas ni oportunidades para adquirir una formación profesional. Y si desde esa peligrosa condición comete un crimen o un error fatal, que pase el que sigue.
Pero además del sueldo hay un status social, un rol de poder y una ideología, porque lo otro que el caso –como tantos otros de “gatillo fácil”– reveló es ese drástico mecanismo de reconfiguración mental por el que el recién ingresado policía deja de considerar como un par a ese otro ser humano al que lo unen origen, clase, edad y cultura, para comenzar a identificarlo como un enemigo. En eso se cifra este drama y la principal solución –alguien lo dijo en el juicio– es la educación.