Es el tiempo de justicia

En Córdoba, Argentina, comenzó un nuevo juicio al ex juez Otero Álvarez por su actuación en la dictadura

—Los vamos a matar a todos. Pero los vamos a matar de a poco, como a las ratas, para que sufran…

Era el 2 de abril de 1976, el Ejército acababa de ocupar la Unidad Penitenciaria 1 (UP1) de Córdoba y el que amenazaba era el general Juan Bautista Sasiaiñ, segundo de Luciano Benjamín Menéndez en el Tercer Cuerpo de Ejército. Los amenazados eran presos y presas políticos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y la Justicia federal.

Así se anunció una masacre administrada en diez episodios, que segaría la vida de 23 hombres y siete mujeres entre el 30 de abril y el 11 de octubre: dos asesinados con alevosía en los patios de la prisión; 28 en una serie de fusilamientos colectivos presentados ante la Justicia y la prensa como “intentos de fuga”. A eso se sumaron más de un centenar de delitos padecidos por esas mismas y otras víctimas: allanamientos y secuestros sin orden judicial, torturas y abusos sexuales, y un caso de aborto causado por una feroz golpiza.

En la mayoría de los casos, eran denunciados ante jueces, fiscales, defensores y los capellanes de la cárcel. Por eso fueron juzgados, 41 años después, el ex titular del Juzgado Federal 2 Miguel Ángel Puga, el ex fiscal Antonio Cornejo, el ex defensor oficial Ricardo Haro y Carlos Otero Álvarez, ex secretario penal del Juzgado Federal 1, cuyo titular en los años del terrorismo de Estado era Adolfo Zamboni Ledesma, fallecido en 1984. El 7 de noviembre de 2017, el Tribunal Oral Federal 2 (TOF-2), integrado por Julián Falcucci, José Camilo Quiroga Uriburu y Jorge Sebastián Gallino, condenó a tres años de prisión en suspenso a Puga y Cornejo, y absolvió a Haro y Otero Álvarez.

Parcialidad y simulación

La fiscalía y las querellas apelaron la absolución de Otero Álvarez, basada en la convicción de que había sido “un simple fedatario” sin mayor responsabilidad. El 21 de octubre de 2020, la Sala 1 de la Cámara de Casación Penal anuló el fallo porque incurría en “graves defectos en su motivación, razonamiento y en la valoración de la prueba y el derecho aplicable”. La sentencia de 2017 “se apartó del paradigma de los derechos humanos”, consideraron los camaristas Daniel Petrone, Ana María Figueroa y Diego Barroetaveña. Además, reprocharon al TOF-2 cordobés la “valoración parcializada de las pruebas” y la “simulación de enjuiciamientos”, cuyo resultado fue “consagrar la impunidad de los imputados y la vulneración de los derechos de las víctimas”.

“Los delitos de lesa humanidad en cuestión no habrían podido cometerse sin el auxilio o cooperación de los magistrados o, al menos, no habrían tenido lugar con la impunidad con la que se llevaron a cabo de no ser porque la Justicia no profundizaba en la investigación sobre el accionar de las Fuerzas Armadas o policiales del que tomaba conocimiento”, es una de las tesis del contundente fallo de Casación, por el que el jueves pasado el ex magistrado ha vuelto a sentarse en el banquillo para responder por la acusación de incumplimiento de los deberes de funcionario público –en la modalidad de abuso de autoridad– y omisión de denunciar delitos.

Es una derivación de la denominada “causa de los magistrados”, la única vinculada a complicidades civiles con el terrorismo de Estado que llegó a juicio en Córdoba.

La cita anterior ayuda a entender que en aquella amenaza del lugarteniente de Menéndez, el “de a poco” se implicaba por lo menos la pasividad de los funcionarios judiciales frente al plan sistemático represivo. Sasiaiñ los conocía, porque él mismo firmaba las respuestas del Tercer Cuerpo a las solicitudes de paradero enviadas por la Justicia Federal de Córdoba. “En ninguna de las unidades carcelarias dependientes de esta Jefatura de Área se encuentra detenida/o o alojada/o la/el nombrada/o precedentemente”, era la frase que precipitaba el archivo de centenares de recursos de hábeas corpus presentados por familiares de desaparecidos.

Como a muchos represores, a Sasiaiñ lo absolvió el punto final biológico, pero una treintena de autores materiales e intelectuales, encabezados por el mismísimo ex dictador Jorge Rafael Videla y su ex general Menéndez, fueron condenados por los crímenes contra los presos y presas de la UP1 el 22 de diciembre de 2010, en un juicio con repercusión internacional. Pero en ese banquillo no se sentó ningún funcionario judicial, a pesar de que ya había una investigación penal en su contra.

Videla y Menéndez en el juicio de 2010. Foto: CIJ.

Cómplices, pero diferentes

El 27 de septiembre de 2007, Luis Miguel Vitín Baronetto, ex preso político en la UP1 y esposo de Marta Juana González, asesinada el 11 de octubre del 76; Juan Miguel Ceballos, hijo de Miguel Ángel Ceballos, víctima del mismo fusilamiento, y Rubén Arroyo, histórico abogado de derechos humanos, denunciaron a los funcionarios judiciales en el contexto de la causa UP1. Pese a que los expedientes penales llevan el nombre de los imputados, la jueza Cristina Garzón de Lascano la instruyó por separado y con el discreto título de “Ceballos, Juan Miguel y otros, su solicitud”.

Un año después, Otero Álvarez pudo integrar el Tribunal Oral Federal 1 que le impuso a Menéndez la primera de las trece condenas a prisión perpetua que se llevaría a la tumba. Pero en 2009 se vio obligado a renunciar, cuando la Comisión de Disciplina y Acusación del Consejo de la Magistratura de la Nación afirmó que los actos que se le imputaban constituían “causal de mal desempeño, ya que manifiestan una actitud colaboracionista del magistrado con los delitos de lesa humanidad perpetrados por el Estado y una falta de apego a los principios constitucionales”. Tan claro como la caracterización de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (resolución 22/88, caso 9.850, denuncia del ex preso político Héctor López Aurelli) sobre su otrora jefe el juez Zamboni Ledesma, quien “no sólo juró las actas institucionales de la dictadura, sino que todo su accionar se encuentra en complicidad con los genocidas” y “su complicidad con los asesinatos de presos políticos que estaban a su disposición también parece probada”.

Mientras tanto, la “causa de los magistrados” se topaba con intentos de dictar la prescripción, apartamientos, inhibiciones y recusaciones, la mayoría basados en la “amistad íntima” de los funcionarios actuales con sus pares acusados. Sin jueces cordobeses en condiciones de intervenir, derivó en 2010 en el juez federal de La Rioja, Daniel Herrera Piedrabuena, y se revitalizó con los testimonios recabados en el juicio por los fusilamientos de la UP1. En abril de 2011, la Cámara de Apelaciones de Córdoba – integrada por Abel Sánchez Torres, Octavio Cortés Olmedo y Luis Rueda – avaló la investigación al rechazar la prescripción de los delitos, porque “guardan íntima vinculación con hechos calificados como crímenes de lesa humanidad” y por lo tanto imprescriptibles.

En su tesis de la maestría en antropología social de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Ivana Fantín señala que en esa etapa los cuerpos del expediente “estuvieron colmados de recursos jurídicos presentados por los funcionarios y magistrados para no intervenir en la investigación de sus colegas”. “La inversión en las posiciones – de acusados y víctimas – y la mirada sobre el papel de la Justicia Federal de Córdoba durante la dictadura suscitaron conflictos al interior del Poder Judicial que pusieron de manifiesto relaciones sociales y expectativas morales históricamente construidas”, explica la investigadora en el trabajo titulado Violencia sexual y complicidad judicial como nuevos temas en los juicios de lesa humanidad. Demandas y legibilidades en la causa “Magistrados” en Córdoba (2023).

Al instruirse la denuncia contra los funcionarios del Poder Judicial escindida de la causa madre, Fantín observa que “los mismos hechos en los que fueron víctimas las mismas personas se investigaron por separado. Por un lado, se juzgó la responsabilidad de los militares y policías; por el otro, la de los judiciales. Se reconocía la ‘conexidad existente’ entre ambas, pero serían tratadas en juicios distintos. ¿En dónde estaba el diferencial? En la condición de sus acusados”.

Fugas ficticias y olvidos selectivos

A pedido de los jóvenes fiscales Carlos Gonella y Facundo Trotta, en agosto de 2012 Herrera Piedrabuena indagó, procesó y ordenó detener a Puga y Otero Álvarez en la cárcel de Bouwer y a Cornejo, Haro y el ex defensor Luis Molina – luego apartado por enfermedad – en prisión domiciliaria. Ignorada por la prensa comercial, fue para los familiares de las víctimas una oscura semana de justicia. En una foto de esos días, celebran y se abrazan sonrientes Olga Acosta, Pablo Balustra, Olga Tello, Vitín Baronetto y Miguel Ceballos. Olga Acosta fue compañera de Miguel Ángel Chicato Mozé, referente de la Juventud Peronista Regional III, fusilado junto a Diana Fidelman, cuñada de la otra Olga, y otros cuatro presos políticos el 17 de mayo de 1976. Pablo y Miguel son hijos de padres homónimos asesinados junto a Marta González de Baronetto el 11 de octubre. Las Olgas ya no están para ver este nuevo juicio. Y también murió en tiempos del Covid Raquel Altamira, viuda de Hugo Vaca Narvaja (h), acribillado con Arnaldo Toranzo y Gustavo De Breuil el 12 de agosto del ‘76.

Familiares y querellantes el día en que se ordenó la detención de los acusados: Pablo Balustra (h), Olga Tello, Miguel Ceballos (h), Luis Baronetto y Olga Acosta. Foto: Alexis Oliva.

En esa ocasión, los represores dejaron que Eduardo De Breuil viviera para contarla. Y así lo hizo ante Zamboni Ledesma, Otero Álvarez y el defensor Molina en una visita a los presos cordobeses en la cárcel de Sierra Chica, cuando la masacre en la UP1 ya se había consumado. Ese 22 de marzo de 1977, también entrevistaron a Baronetto. Cuando se disponían a indagarlo, les preguntó quién había asesinado a su esposa y madre de sus dos hijos. “Lo único que tenemos es este comunicado del Tercer Cuerpo de Ejército”, respondió Otero Álvarez, y le mostró el parte firmado por el coronel Vicente Meli, titulado “Seis subversivos muertos en un intento de fuga”.

A esa altura, el pretexto estaba gastado. Dos días después, Rodolfo Walsh publicaría desde la clandestinidad su Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar, donde denunciaba esas “imaginarias tentativas de fuga”, con “un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional”. “Así ha ganado sus laureles el general Menéndez”, escribía el periodista asesinado por un grupo de tareas de la ESMA el 25 de marzo del ‘77.

Con igual justificación fusilaron el 28 de mayo del ‘76 a José Ángel Pucheta y Carlos Sgandurra, ambos militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). José tenía 31 años y era el mayor de cinco hermanos, tornero, traductor de inglés y estudiante de ciencias de la información en la Universidad Nacional de Córdoba. Guillermo tenía 29 y fue secuestrado y desaparecido el mismo mes en Buenos Aires. Omar era el menor y tenía 22 cuando murió en un enfrentamiento con la Policía Federal, el 22 de abril de 1975. Su hermana Marta tiene hoy 77, no se pierde ningún juicio de lesa humanidad y es querellante desde la audiencia de la UP1, en la de los magistrados y en la que acaba de comenzar. “No quiero que haya olvido, dice. No quiero que se repita lo mismo, porque mataron la inteligencia. Y hoy están queriendo hacer lo mismo. Cuando veo el ataque a la universidad, me da miedo. Y cuando vi al tipo este (Javier Milei) asumir en un tanque de guerra, también. No debe haber olvido”.

De traiciones y paradojas

La victoria de 2012 fue efímera, porque pocos meses después los detenidos recuperaron la libertad y la causa volvió a estancarse por apelaciones de las defensas y la fiscalía. Tras dos años y medio de parálisis, en mayo de 2015 los camaristas Liliana Navarro, Graciela Montesi y Eduardo Ávalos confirmaron procesamientos y revocaron faltas de mérito y sobreseimientos parciales. En su fallo, destacaron “la relación directa existente entre la actuación de estos funcionarios judiciales y la comisión de los aludidos crímenes de lesa humanidad”, que “no habrían podido cometerse sin el auxilio o cooperación de los magistrados o, al menos, no habrían tenido lugar con la impunidad con la que se llevaron a cabo”. En una audiencia ante esa cámara, el abogado Benjamín Sonzini Astudillo, defensor de Haro, clamó:

—¡Es una felonía lo que está pasando! ¡La última de las traiciones que merece el peor de los infiernos, porque todos aquí hemos sido sus discípulos o hemos trabajado con ellos!

Tan histriónico como elocuente, el abogado invocaba los anticuerpos corporativos y explicaba así por qué estos acusados gozaron de un plus de impunidad – más incluso que un Menéndez, un Barreiro, un Vergez – que les permitió ser juzgados recién en 2017, en un escenario político adverso a los procesos de juicio y castigo a la represión dictatorial y sus componentes civiles. Así celebraba en su alegato de 2017 el defensor de Otero Álvarez, Marcelo Brito: “Ahora entramos en otro tiempo, por suerte. Ya vamos a revisar…”.

Sin embargo, la revisión de la responsabilidad de su cliente le fue adversa y en el colmo de las paradojas la revancha para la fiscalía y querellas llega en un tiempo donde el discurso oficial deriva del negacionismo a la lisa y llana justificación del terrorismo de Estado. Como dijo Carolina Vaca Narvaja al salir de la primera jornada de audiencia: “A pesar de todo y con el contexto que tenemos, es increíble que estemos acá”.

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