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Vivir con los otros… a pesar del coronavirus

MADRID – De pronto, una cadena de contagios nos sobresaltaron. Hay que tomar medidas, se decía en todas partes, aunque uno algo lo ignoraba por el estado de incredulidad en el que que estábamos permanentemente instalados o por no querer dar pábulo a pánicos aparentemente exagerados: ¿de qué fenómeno imposible en nuestro occidente civilizado nos estaban hablando?

Llevábamos mucho tiempo procurando hacer vida sana, enfrentados al aire sucio de las ciudades y al sinsabor de las cámaras por donde pasan nuestras frutas, carnes y verduras. De alguna manera sentíamos que, en lo posible, cumplíamos con los cuidados. Pero nada, ni eso. Ni una rigurosa higiene personal alcanzaba en la alarma general. Los científicos y los técnicos aconsejaron aislamiento, el peor de los aislamientos. El que niega el contacto, la proximidad del aliento, la complicidad de los chamuyos, los abrazos… A un metro o dos, entre el uno y el otro. Distancia para decir «te comprendo», «hola», «adiós», «te quiero…»

Teníamos voluntad de adaptarnos, pero todo fue más bien abrupto. Volvimos a conectar la radio y la televisión como desde mucho tiempo no hacíamos. Necesitábamos noticias de la pandemia, estadísticas, las voces de los expertos, de consejeros médicos tan pulcros como inútiles en soluciones, de tediosos políticos rematadamente casposos, del presidente y sus improvisados gabinetes de crisis.

El virus está aquí, en nuestras calles, supermercados, oficinas y fábricas, en autobuses y trenes, bares y milongas… en cualquier sitio de reunión. Otra vez, el recurso del aislamiento, de la soledad, ahora supervisada por policías y militares, por los propios vecinos… cuidándose de no ser receptores o portadores del enemigo. Un enemigo letal que las estadísticas van metiendo en cifras crecientes donde advertimos siempre que su “máxima incidencia” toca a los mayores. Oí de alguien –muy sabihondo- decir: “bueno, después de los noventa años, de algo tendrán que morirse”. En efecto, caía y cae gente mayor en la vanguardia. Pero inclusive caen jóvenes y algunos niños que son los menos vulnerables, portadores como cualquiera, o tal vez más eficaces. Una evidencia inexcusable que incluyen estudios oficiosos hechos en los Estados Unidos de que «pueden morir dos millones de estadounidenses si esto continúa según viene dándose». A lo que el presidente de ese país se apresura a declarar : “si mueren cien mil o doscientos mil se demuestra que el Gobierno hizo bien su trabajo” (sic).

Comprobaciones y preguntas

Cambió todo. Las ciudades luminosas y bullentes de terrazas hasta en invierno, se despoblaron. Sobran sitios en los transportes públicos, las colas muestran un espectáculo insólito: cada persona situada a un metro y medio de la otra, a modo de una procesionaria del pino que de tanto alejarse… aparece inconexa y absurda. Tras observar formas insospechadas en las fachadas que a diario se nos escapaban en los edificios, el panorama del vacío ciudadano hiela el alma de espanto. ¿Dónde se habrá metido esa capacidad de convivir que elaboramos a lo largo de la vida? ¿Aquella modalidad de habitar con otros los mismos espacios, darnos el sitio correspondiente a cada uno, tirar para adelante con la vida en profesiones, ocios, manifestaciones y entusiasmos colectivos?

Los acontecimientos nos mandaron a tener una vida virtual. Algunos creyeron que un nuevo paradigma ocupa el horizonte de la comunicación. Series seriadas para el entretenimiento, las más de las veces insulso o superficial; tecla, cámara y pantalla… y ya está. Veo tu sonrisa o tu malestar y me alcanza. ¿Me alcanza?

En nuestro espíritu camina un desasosiego constante, sordo. Recuerdos de pestes medievales, de las oraciones muy remotas en la infancia cuando tías devotas pedían a Dios que “nos librara de las pestes”. Ni los niños que fuimos, ni los adultos que somos habíamos conseguido entender aquello. Como un mal sueño, con sabores acres ahora, nos habita de nuevo. Aunque no lleguemos a explicarnos cuestiones fundamentales, hay que señalar que por muchos rincones acechan y acosan los fantasmas de las conspiraciones. Enseguida sobreviene el infaltable gurú de la política que declara conocer la fórmula para destruir el mal: “si no se lo destruye antes, puede traer otras catástrofes inimaginables”, declara. Luego llegará un comunicado oficial para decirnos que aquél “fue engañado por informaciones falsas”. Como en la Guerra de Irak justificada contra un inexistente “eje del mal”, que poseía inexistentes armas de destrucción masiva.

¿Qué hay detrás de la pandemia? ¿? ¿Un ensayo para la nada desconocida guerra bacteriológica que se les fue de las manos? ¿El propósito de higiene poblacional que defendía Kissinger desde los años 70? ¿Está la Naturaleza cansada de nuestra hibris depredadora? ¿Cansada de nuestra infame vocación de producir detritus y porquerías? ¿O la Naturaleza jugando sus juegos?… ¿Qué hay detrás? ¿Quién espera frotándose anticipadamente las manos especulando en los Mercados?

Obedecemos a los expertos y a los que no lo son pero que hablan como si lo fueran. Guardamos aislamiento, disciplina, temor, desazón. Inventamos juegos y ritos de interior, ¡con singular torpeza, amigas y amigos! Acrecentamos nuestras soledades. Y como un dinosaurio crece el fantasma de la extinción del mundo que conocimos. Comprobamos el desvalimiento al que nos condujeron los sucesivos “consejos de organismos internacionales del crédito, la inversión y la banca” propugnando reducir gastos en la Sanidad Pública, la Educación Pública y la Cultura. Sufrimos cual culposas víctimas las faltas de respiradores y camas en los hospitales, siendo que pagamos impuestos y la seguridad social… mientras callados observábamos las privatizaciones de los bienes públicos y comunales, degradando a papel mojado las precauciones de inalienabilidad que rezan los textos constitucionales que los pueblos se dieron ejerciendo sus soberanías.

A la vuelta de este entuerto, nada será igual. No tendremos medios para vivir como vivíamos hasta ahora, ni unos ni otros… las más de las veces tropezando, pero enderezándonos en la consolación de que alguno de los nuestros conseguía carrera, trabajo digno, colocación. Eso mismo ya entró en un cono de sombras con la sociedad en cuarentena. Hay que ser muy estúpido para ignorar que esto nos dejará inconmensurablemente más pobres. Y es seguro que la pobreza se cebará según los grados en que estuviéramos. A mayor pobreza, vendrán más carencias.

Vendrán también magníficas oportunidades para desechar suicidas formas de individualismos ya arraigados en nuestros pueblos o costumbres mediocres de pensamientos únicos que buscan hacernos dóciles o alienarnos. Pero, ¿podremos pujar con los “tíos Sam”, los “reyes midas”, o el “mandarín capitalista”,  que conforman los llamados poderes fácticos y que mientras se maquillan con gestos de solidaridad y juegan con las marionetas que somos para ellos en este teatro del mundo, calculan las ganancias a posteriori? ¿Podremos con los nuevos ricos que surgirán del incesante laboreo de las Bolsas ¡que no entraron en cuarentena!?

Evidencias de lo que vendrá

Desde luego que muchas flagrantes situaciones nos llevarán a reinventar modelos de convivencia. El descrédito del consumismo, menos coches y lujos capitalistas, el agobio por la lucha de clases en la que vamos perdiendo… junto al recuerdo traído a empellones por la biología del contagio, nos gritan que somos una «especie». Y la experiencia de que necesitamos formas imprescindibles de organización colectiva para  salvarnos, se oye enseguida. Y que en estos turbios callejones sirve la solidaridad antes que las propuestas autoritarias que la paranoia de algunos aspirantes a las mieles del poder pretenden reinventar.

En los países del sur de Europa se hizo famoso el asomarse a las ventanas para aplaudir al unísono al personal que trabaja en nuestra salud. Una manifestación espontánea, no ritual, fervorosa que nos hubiera gustado ver también en la China donde empezó la pandemia.

Observo un saldo beneficioso, material y sutil, que nos alumbrará por unos días. El aire de las ciudades está más limpio. Entonces dará gusto ir acercándose a quienes dejamos de frecuentar en la cuarentena. Nos empañarán la alegría ausencias de abuelos y padres que quedaron en el camino… a la vez que pesará el desasosiego sobre qué va a ser de nuestra escuálida economía. Sí. Pesará como un mal sueño el estigma de los contagios. En los abrazos aún sentiremos el recuerdo de un peligro que podía apestar y declararnos insolidarios. A nosotros que nunca quisimos serlo, a nosotros que amamos la comunidad y el pertenecer a una gente que trabaja con otros, que estudia con otros, que se reúne en terrazas, cines, supermercados o manifestaciones…

Pero diremos convencidos, al diablo con esas rémoras. Desde pequeñas cosas, así sea compartir el pan, la sal y el sol del verano ya vecino, empujaremos la dicha de estar en la vida. Después de todo, sabremos que la única felicidad que reúne todas las alegrías y fortunas, es la de vivir con los otros.

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