El franciscano vasco, José Arregui, ha tomado la decisión de abandonar el convento de Aranzazu, en Guipúzcoa, tras ser invitado a elegir entre la disyuntiva de callar sus opiniones, o continuar por la senda que le marca la Iglesia Católica, sin replicar.
El conflicto se ha desatado debido a unas diferencias notables en su visión de la religiosidad, con respecto al obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, y una serie de acusaciones que el franciscano hizo públicas con respecto a una carpeta de archivos encontrada bajo el título “mafia” y un listado de sacerdotes donostriarras “fichados”.
Según Religión Digital, las palabras que el obispo Munilla dedicó a la situación fueron: “o el silencio definitivo de Arregui o el destierro a algún país de Latinoamérica”, porque es “agua sucia que contamina a todos”.
En una entrevista realizada para el diario El País, tras ser preguntado acerca de su parecer con respecto a los obispos, Arregui contesta lo siguiente:
«Los obispos, como hombres que son [¡ojalá fueran también mujeres!], son tan diferentes entre sí como todos los demás. Lo que les hace demasiado iguales es la función que les asigna la eclesiología jerárquica, que no solo sigue vigente, sino que se está reforzando, en contra de la historia y del Evangelio: una eclesiología que hace a los obispos, de hecho, meros embajadores y ejecutores de las órdenes del Papa. Pero cuando todo depende del Papa, nunca se sabe si es él el que manda o el aparato que le rodea, con su oscura trama de intereses y conjuras curiales. Apelar ahí al Espíritu Santo y al Evangelio de Jesús es un sarcasmo».
Sus palabras hablan por si mismas. Se trata de comentarios que la jerarquía católica, como muestran sus actos, no tolera. Arregui cree que “si las instituciones religiosas no son capaces de ser mucho más tolerantes que los partidos políticos con la diferencia y la disidencia internas, no tiene sentido que sigan hablando de Dios y del Evangelio de Jesús”. Ante estos pareceres, la Iglesia ha decidido etiquetarlo como hereje, ofreciendo jugosos titulares como éste que publica el digital Infocatólica.com: “Nuevo capítulo en la campaña contra el obispo vasco: El franciscano José Arregui reconoce ser un hereje y se presenta como víctima de Mons. Munilla”
El propio medio justifica el etiquetamiento de herejía a las palabras de Arregui por el siguiente comentario del franciscano: «Si la fe de la Iglesia es el Catecismo tal como Monseñor Munilla lo entiende y explica, admito sin reservas que soy hereje».
La visión que Arregui promulga acerca de la religiosidad en el seno de la Iglesia Católica, parece que se encuentra en oposición a los ideales vigentes en la actualidad, en el seno de la institución:
«Solo pido que haya lugar en la Iglesia para poder pensar, enseñar y actuar de manera diferente, y que las opiniones que se consideran erradas se combatan únicamente con argumentos de razón. Si el cristianismo no quiere convertirse en una pieza de museo o en una secta, deben darse unas enormes transformaciones de fondo: democratización de todas las instituciones, lectura crítica de la Biblia (y, con más razón, del dogma), vivencia de una espiritualidad mística y transformadora más allá de todo dogmatismo y moralismo, aceptación del principio de la laicidad…»
Hace unos días leía una observación de Jiddu Krishnamurti, pensador hindú, en la que se preguntaba acerca de la duda en la religiosidad. Comentaba cómo la mayoría de las religiones otorgan la categoría de “herejía” a toda aquella duda o crítica que se salga de la estipulación institucional, cuando en realidad, es precisamente la duda la esencia de la religiosidad misma. Recordé también entonces las palabras del genial Unamuno: “La fe que aparece inquebrantable, inconmovible, rectilínea, es hija de ignorancia o es hija de fingimiento. El que no duda, no cree” (Salmo II, Poesías, 1907), o resumiendo magníficamente: “Fe que no duda, es fe muerta.”
¿Cómo es posible que no se otorgue cabida a la duda en un tema en el que somos absoluta incertidumbre? Ninguno de nosotros puede “certificar” a dios, al punto de ejercer de jueces de “lo que es” y “lo que no es”. La historia ya nos ha enseñado suficiente acerca de la intolerancia en el culto religioso, y sería positivo que aprendiéramos de los errores pasados, utilizando la mirada hacia el futuro que, creo, parte de la premisa inicial de la libre comunicación, y del aporte enriquecedor de la diversidad de opiniones.
Desconozco si las acusaciones de Arregui hacia el obispo Munilla son ciertas o no. Entiendo que, de no serlo, el invento le habría traído más disgustos que beneficios, por lo que parece más coherente que algo de veracidad haya en sus palabras. Sin embargo, lo que me resulta más esencial de todo, es que se respeten los derechos individuales de expresión, y más aún en el ámbito de la religiosidad, que tan profundamente íntimo resulta para cada hombre.
Por ello, desde aquí, otorgo todo mi apoyo al padre Arregui, que ha tenido la valentía de dudar de lo establecido, de utilizar su propio criterio, de objetar para crecer, y de buscar respuestas donde habita constantemente la incertidumbre.