El que haya emigrado una vez será inmigrante para toda la vida. Venga de México, de El Salvador, de la Argentina, de Guatemala. No importa el país; el daño en su alma, la grieta en su existencia, es igual.
Él será eventualmente ciudadano; todavía es posible. Sus hijos nacerán aquí. Serán por tanto ciudadanos y hablarán inglés aunque él insista en que en la casa hablen el idioma original. Su esposa también nació aquí, aunque además de inglés habla el idioma de él porque se lo enseñaron sus padres, que también son inmigrantes por toda su vida.
Nuestro personaje también habla inglés, y desde hace un tiempo, solamente inglés, cuando está con otra gente. Si le hablan en el idioma de él hace cara de no entender y pide que se le hable en inglés. O bien, directamente no contesta.
Se comporta casi, casi se comporta como los anglos cuando en un lugar de hispanos en donde nadie les habla, se ponen a gritar también. “Speak English!”, con la cara roja y el odio encendido.
Ah, pero cuando llega a la casa saluda en el idioma de él y mira en la televisión el canal de su comunidad. Una nueva encuesta de Pew Research Center muestra que el 68% de los latinos hablan español en sus hogares. Es un porcentaje alto. Pero en 2000, era de 78%.
Él aprendió el idioma ya de grande, no muy bien; sus hijos lo dominan. Después, él les habla en español aunque podría hacerlo en inglés, y ellos contestan en inglés, aunque comprendan el español. A la larga el español será spanglish y luego inglish e irá desapareciendo de su vida cotidiana y retendrán algunas frases clave que les causará nostalgias.
Él ama el país y se siente un patriota, un «american». Si es ciudadano, si es que participa en el proceso ciudadano como debería, a veces vota por los republicanos, Trump le parece una figura fuerte, y piensa que la inmigración debe ser legal y que es necesario restringir la ilegal. “We have no choice”, repite.
A veces piensa que hay que deportar a quienes estén aquí sin papeles, porque ellos echan a perder su buen nombre. Piensa en los indocumentados como pensaban ciertos libertos de los esclavos prófugos. Por algo los llaman “the illegals”, piensa.
Ve con simpatía la posibilidad de una reforma migratoria, porque apoyar una reforma es una idea de rigor en su comunidad.
¿Es latino? No lo sabe, y a veces resiente el término. ¿Qué es latino, en verdad?
Pasan los años, se jubila de su trabajo. No está muy bien de salud y los hijos lo ponen en un “assisted living” con gente de su país para que se sienta como en casa.
Allí, vuelve a hablar el idioma de su patria. Pese a todo.
Cada día de su vida ha sido difícil. Mientras vive, aprieta los dientes y sigue adelante.
Otro inmigrante
Otro inmigrante también avanza en su plan de vida. Quizás venga del mismo pueblo, ciudad o país.
Pagó 3,500 dólares al coyote para que lo cruce. Lo detuvieron muchas veces, incluso una cuando ya estaba al norte de San Diego, y lo devolvieron atrás. Al final, se quedó sin dinero y cruzó sin pollero.
Completó un viaje desde la ciudad de México que pasó por Tijuana, Agua Prieta, Las Vegas y Bakersfield, y un día golpeó fatigado a la puerta de una casa en Chino, California donde alguien le abrió la puerta y lo abrazó.
Vino con una mano adelante y una mano atrás. Sin nada más que ganas de trabajar y ayudar a su esposa e hijos que dejó allí.
Es pues indocumentado y no tiene manera de legalizarse, aunque sus nuevos hijos con su nueva mujer son aquí nacidos y son ciudadanos. Aguanta como puede la ignominia de ocultarse, de no tener derechos. Es muy trabajador, pero con lo que le pagan no le alcanza más que para una recámara y una cocina. Allí duermen él, su esposa, sus dos hijos, una hermana y a veces invitados.
Cuando no tiene chamba, como su mujer tiene trabajo limpiando casas de ajenos, él se queda mirando televisión o ventilando frustraciones con amigos. Cuando ella vuelve, él le dice que siga cumpliendo con sus obligaciones del hogar y le exige comida.
Él vino de grande. Allí era Don Cesar, Don Alejandro, Don Gabriel, aquí se convirtió en Don Nadie y seca platos a medianoche
Solamente puede trabajar de manera temporal, fragmentada, en medio de la zozobra, en lugares pertenecientes a paisanos o amigos de amigos. Cada crisis económica lo zarandea de manera especialmente vil.
Maneja sin licencia ni seguro, a merced de la casualidad.
Bebe. A veces, de más. Se enciman al alcoholismo la depresión, ansiedad, tristeza y presión por aculturarse a un medio extraño; la ausencia de un grupo de apoyo, el desconocimiento de opciones de ayuda,
Para poder seguir adelante se necesita tiempo, energía, conocimientos. Hay que ahorrar cada dólar pero no queda, los niños no tienen donde hacer sus tareas y además piden ayuda pero ni él ni su esposa pueden dársela porque no entienden lo que ellos hacen.
Entonces, ella toma clases de inglés; él tiene dos trabajos o se ofrece como jornalero. O quizás sí tenía empleo, pero lo perdió antes que ella.
Él está más aferrado al idioma original, al país propio, a su identidad nacional. Y busca lo que lo vincula con un pasado donde había todavía dignidad y de donde se elige recordar lo bueno.
Igual, cada día es difícil. Él también aprieta los dientes y sigue adelante.
A como dé lugar.
En ambos casos
En ambos casos nos atomizamos, nos separamos de lo nuestro y volvemos a unirlo aquí con una nueva identidad: de pronto somos latinos, somos hispanos, somos estadounidenses. Es algo. Aunque el ser latino es una abstracción, ya que no hay un latino puro, porque todo depende del origen, del momento, de las compañías, de lahistoria de uno.
Sí, nos une el idioma, pero nos separa el pasado.
Como muchos, ambos han venido aquí porque donde vivían antes tenían de todo o mejor dicho, pensaban que no les faltaba nada aunque casi nada tenían y de pronto se les vino el mundo abajo y se quedaron realmente sin nada. Con la vida de un hilo. Con el terror de la violencia y las drogas.
Al venir se mantienen vivos, pero pierden lo demás: la dignidad y la de sus parejas.
Y aquí, en dólares, de pronto piensan que les falta algo y que tienen que tener más. Eso es ser «american», se dicen.
Nuestros dos protagonistas tienen nombres, pero lo omití porque sus vidas son características de millones de emigrantes.
Viven aquí, en Los Ángeles, que se disputa con la ciudad de Nueva York el dudoso título de capital nacional de los indocumentados, con más de un millón cada uno. Uno de ellos, en las sombras. El otro no está ni aquí ni allí, pero sus hijos serán americans sin comillas.
Son parte de una ciudad cuyo carácter e imagen es la percepción de la “diversidad”. En la diversidad, lo que nos une es aquello que nos separa. Y es lo que nos fortalece, lo que nos permite una vida interesante. Aunque cueste tanto, tanto.
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California, administrados por la Biblioteca del Estado de California y el Latino Media Collaborative