Nos conocemos por 10 años. Me refiero a la isla y yo. Ella me contiene. Es testigo muda de mis lágrimas, de mis chispazos de alegría. Sus antojos responden a un ritmo extraño. Pero por más que trate, este devenir es un misterio. Entretengo mis días entre la fascinación y el desasosiego, tratando de dar con la lógica de esta porfiada y misteriosa oscilación, de este cómplice titubeo.
En esta complicidad —creo— gravita nuestro secreto.
La conozco de memoria, o casi. Puedo dar con la más apocalíptica o sublime de sus esquinas. Puedo sacar la lengua y, en la salinidad del aire, detectar si estoy en el este o el oeste de la Isla. Con mirarlos e intercambiar cinco o seis palabras, puedo adivinar la historia, el acento, la procedencia y casi hasta el trauma que sus habitantes llevan tatuados en los ojos, en la entonación de la voz o en las rendijas de la piel.
Consciente de mi diario intento, doy con malas jugadas que me recuerdan que el conocer algo por completo es un iluso y mal apego. Y es que entre lluvias, humedades hirvientes, ventiscas polares, la ciudad me va enseñando a vivir sin certezas.
Sé cuál es la mejor tienda para libros usados, doy con el mejor café cortado de Nueva York, me conozco con las mejores tiendas de ropa usada. Puedo predecir el cierre de algún bar, de algún restaurante o de alguna tienda cuyo valor de arriendo comienza a empinarse o cuya popularidad, a menguar. Puedo dar con la vereda exacta para esquivar efímeramente a los vagabundos que se acomodan en las calzadas más lujosas, para no dejarme olvidar.
Pero no es suficiente.
Puedo con mi instinto asegurar un asiento en la repleta espesura del metro, puedo cambiarme rápidamente de vagón en vagón para esquivar al maloliente pasajero. Puedo mirar el pronóstico del microclima y predecir los aguaceros que me alcanzarán y los que podré esquivar en mi cotidiano trayecto peatonal.
Pero, aun así, la ciudad a ratos me desconoce.
Cuando la realidad se impone, puteo el cielo recortado. La isla me echa un buche de lluvia o nieve, o un ventarrón como si de los ventisqueros. Me desdibuja los contornos con su dedo gigante de anonimia. No soy nadie. Nadie soy. Me borro. Pero al dejar de serlo, soy todo y todos.
Entonces comprendo. Me sacudo el asco, relevo el desdén y, en una reverencia mental, repatrio el asombro.Vuelvo a retomar mi tramo cíclico de cierres e inicios. La sé viva. Como sé que, sin mí, Nueva York seguirá existiendo. Pero su insulto fugaz no me paraliza, me desafía a seguir viviendo. Nos conocemos por 10 años. Me refiero a la isla y yo.