En estos días en que se celebran las independencias patrias de México y cinco países de Centroamérica desfilan por las calles de Los Ángeles los pueblos vestidos de sus mejores trajes típicos y bailando sus danzas folklóricas. La fiesta los junta detrás de sus culturas y su pasado.
Los latinos bailan y danzan encima de los problemas y «en medio de las batallas«. El desempleo en California es del 12.2%, el más alto en los últimos 70 años y muy por encima de la cifra nacional del 9.7%. En Los Angeles llega a casi 14%, y es peor todavía entre las ocupaciones informales , que ni se registran, ni se cuentan, ni reciben ayuda oficial. Allí hay muchos hispanos.
Está dura la cosa. Pero el día patrio propone un momento de alivio para quienes somos de otras partes, para darnos el lujo de extrañar de manera colectiva, recordar y hacer como que traemos a Los Ángeles un poco de nuestro país.
Porque extrañamos mucho el allá. Por eso lo idealizamos, lo embellecemos, lo enternecemos. Aunque nos vaya bien, muy bien.
Es la «sensación» lo que queremos repetir. En la comida: la del sabor. Los Ángeles, para balancear el desastre del fast food, tiene miles de restaurantes típicos. Ofrecen recuerdos culinarios hasta por provincia. ¿Y la comida? «Se parece, pero no es lo mismo», es lo que dicen. Pero tratan.
Cuando los inmigrantes nos reunimos con compatriotas, vuelven a nuestros labios los acentos primordiales, las palabras que habíamos olvidado, el argot, el lunfardo, el caló, los gestos.
Voy con un amigo a un restaurante típico argentino en Van Nuys. La gente se apretuja, charla en voz muy fuerte; como hay tanto ruido tenemos que gritar y eso incrementa el barullo, y todos son felices y saludan efusivamente a sus vecinos.
¿Qué extrañamos?
Las pupusas, pero las de El Salvador, las tortillas y la peperecha. Las delicias ticas: el gallo pinto y el casado. Yo anhelo el locro criollo, la empanada de humita. Alguien escribe que extraña «ir los sábados a La Libertad a contemplar el mar» y comer mariscos. Un mexicano, «las mentadas de madre en las avenidas por no circular rápido». Otra, «el picor del mole, jicamas con chile, el sabor a maiz de una tortilla, una nieve de limon, agua de jamaica».
Un amigo brasileño extraña la espontaneidad, el Carnaval que es lo mismo, la música, la relativa ausencia de racismo, la sinceridad como costumbre nacional.
Extrañamos el amanecer. La amabilidad de la gente. El calor acariciante. Las reuniones familiares con mucha gente y el mate o cuando íbamos de picnic en tren, por tooodo el día…
¡Ah! El fútbol. Dicen que la patria es la selección nacional. Y desde aquí la vivimos, algunos con esperanzas para el Mundial del 2010, otros, como quien firma, con el alma colgada de un hilo…
Nos atomizamos, nos separamos de lo nuestro y volvemos a unirlo aquí con una nueva identidad: de pronto somos latinos, somos hispanos, somos estadounidenses. Es algo.
Nos une el idioma, pero nos separa el pasado.
Y sin embargo, uno se aferra a la identidad nacional, busca lo que lo vincula con un pasado donde había todavía dignidad y de donde se elige recordar lo bueno.
De vuelta a la fiesta.
«Hay mucha gente feliz por acá», me dice el reportero en el festival centroamericano. «Muy alegre». Y si eso no es una maravilla, qué es.