Sadie, un cuento de José Manuel Rodríguez

Este cuento de José Manuel Rodríguez combina el más puro surrealismo con los olores, sonidos y atmósfera de una selva en lo recóndito del continente americano, todo, en una tensión que evoca las películas de suspense o los juegos de PartyPoker España. Paradójicamente, el relato sin embargo, transcurre en las calles de la ciudad de Long Beach, entre inmigrantes latinos, convergiendo así en un cautivante y conmovedor mundo característico de la creación de este autor.

Es diferente invocar al diablo que verlo llegar, te decía sonriente apretando tu mano. Te gustó desde siempre hacerte desear. Primero enseñabas a medias las piernas sabedora que los ojos devoradores de los hombres de mi raza siempre estaban dirigidos a ti, hasta terminar escondiendo con fingida torpeza tus pechos enormes tras una blusa de 1,99 o quizá menos sin que te importara nada nuestra codicia creciente.

Sadie era tu nombre. No voy a hablar de las mil y una historias que protagonizaste en tu fugaz apogeo sino de tus últimos días. Todos saben que las estrellas relumbran y se apagan y la verdad, para ser honestos, a nadie le importó qué fue de ti. Antes de la tormenta y la sequía, de las que aún se habla en las noches de luna, eras el mero centro de nuestro universo, pero ya no. Todos estábamos atentos de un respingo tuyo de desagrado, de ese molesto arquear de cejas puteando al viento, las cortinas, un pedo a deshoras o simplemente del caprichoso enfado que te daba saber que éramos tus esclavos.

Tu belleza no paraba en los límites de North Long Beach. Más allá del 91, en los ghettos zurumbáticos del África lejana y misteriosa, se hablaba de una mujer piernas abiertas que paría al mundo entero. Nadie puede escapar de sus influjos, susurraban gentes que te habían cabalgado en la nostalgia inútil de lo que nunca pudo ser. La vox populi crea y destruye mitos en un santiamén. Yo la vi, a mí en el cuello, sus labios, su lengua en mi entrepierna, incluso algunos aseguraron haberte visto devorar un cachorro, un pequeño hijo del sol nacido de tu vientre.

La masa informe que va al santuario de las tiendas necesita un icono que se haga cargo de lo que se nos escapa de las manos. Dios nos queda muy lejos, además las culpas nos atenazan en su juego, así que entre ocurrencia y ocurrencia Sadie vino a ocupar en North Long Beach el lugar que hasta hace pocos años había ocupado el gran devorador de excrementos.

Lejanos de la euforia ruidosa y kármica de los sesentas y setentas y sin otra revolución que la de las ofertas Sadie vino a llenar los baches en la gran autopista atestada del presente. Entre madre, puta, descifradora del futuro y enfermera del alma, para qué hablar de sus cabellos rojos, de sus trapos multicolores que colgaba a secar en las ventanas de su apartamento, su presencia se convirtió de pronto en parte imprescindible del paisaje, como el Queen Mary o el Soldado Caído del Houghton Park que aunque cagado a sangre fría por las palomas, un perdido alguna vez vio una águila sacándole los ojos, cumplía su función de prepararnos el equipaje para viajar al cielo.

Los habitantes de estas calles de pistoleros ciegos andamos sedientos de buenas novedades, ya estamos hartos de altarcitos recordando su muerto en cada esquina. Precedida de todos los orgasmos, los propios y los apropiados, Sadie saltó a la luz como una hoguera justo en la marcha de la recordación cuando desnuda, una más entre todas, levantó una bandera blanca manchadita de sangre. Para todos era un símbolo pero para mí era la ignominia, me dijiste años después de la hecatombe de los cuerpos encendidos.

Esa bandera era la sábana en que tu abuelo se revolcó con mis doce años, me dijo Sadie fumando en la ventana y sobre la ciudad dormida, apenas sacudida por los cuchillos de la noche y por los fantasmas que deambulan los sueños.

Un par de fotos, unos artículos grandilocuentes y la certeza de no saber bien quién demonios eras sirvieron para convertirte en el rostro de los sin rostro. Demasiado afilada para ser latina, pero no negra aunque quizá el cabello rojo o los ojos de un color miel para ser exactos te hacían difícil de ubicar. Oriental no, decían los racistas cerrándole de un plumazo la puerta a los misterios de los ojos rasgados. Te gustaba la lluvia en esos días, caminar de la mano o sentirla en tus cabellos largos, larguísimos tus cabellos, y después de verte bailar en el patio con un enorme velón en cada mano todos perdonaron tu invocación y con una fatalidad que contempla el milagro se aprestaron a padecer los cinco días de lluvia mas torrentosa que se tenga memoria.

Al poder de Sadie le achacaron el desbordón del cielo. Primero en sorna y luego con un miedo respetuoso le pidieron no más, queremos luz, haz algo, líbranos de todo mal.

Sadie, mujer al fin, calculó sus alcances y se decidió por ir incluso más allá de la remota línea donde se rompe el horizonte prometiéndonos que retornaría el calor amarillo del padre sol. Los velones en la mano eran para que la cera derretida mandara a los infiernos el dolor de la artritis, me confesó entre las sábanas y muerta de la risa hace muy poco tiempo.

Sadie tenía buena memoria, buenos ojos y un ilimitado sentido común así que apropiándose de los símbolos ajenos hizo un círculo de flores sagradas y vestida en blanco, el huipil después lo supe se lo había robado a una chicana borracha en un baño infernal del Cesar Chávez Park, pobre Wendy gritan aún las gargantas alcohólicas contemplando el cuerpo desgarrado de la cihuatl en dónde están mis hijos Wendy de los acantilados.

Asistiendo a la magnificencia de ver descender del cielo al mismo dios los habitantes de la Cherry y la Artesia, maldita sea la esquina del furor para siempre, la vieron a la Sadie de los pies descalzos, como piedra los pies, danzar interminables horas hasta que por fin se amaneció el día nuestro. No quiero hablar de la sequía infernal que nos llamó la Sadie ni de los cadáveres de piel de tambor en mitad de las avenidas o sobresaliendo por entre los atestados botes de basura. Ustedes lo pidieron repetía lejana Sadie al pregón de los atolondrados quemados en vida.

Después de varios meses de respirar arena y dedos chamuscados Sadie se levantó de los escombros y a regañadientes nos trajo la lluvia. Las salidas de North Long Beach, la Atlantic y la Long Beach Ave, habían permanecido clausuradas durante largo tiempo. Los habitantes de la gran Los Ángeles habían terminado por aislar la peste dejándonos solos a nosotros como un barco a la deriva y entre el peor de los ventisqueros. Con recelo nos vieron asomar por entre la muralla de fierros y de muebles apiñados que habían levantado para salvaguardarse. En una mano, como en la antigüedad, nos ofrecieron semillas de la tierra y en la otra oros y diamantes. Después de un breve conciambulo y de atisbar con el rabo del ojo la reacción de Sadie los ancianos se decidieron por el oro y las piedras preciosas. Welcome, como en la antigüedad, nos saludaron una vez más decepcionados de nuestra ambición los antiguos habitantes de Los Ángeles. Sadie, sus cabellos una vez rojos ahora habían perdido el brillo que arrancaba los ojos, se refugió en su apartamento anunciando por primera vez una tragedia.

Hartos de sus locuras y sabedores que en estos tiempos la celebridad dura solo quince minutos los sobrevivientes de North Long Beach rebuscaron entre sus tormentos un ídolo mejor y menos maloliente. Hartos de guitarras y de asesinos sueltos eligieron una idea. Cada cual le dio un rostro y unas propiedades y especialmente un nombre. Egoístas por naturaleza cada cual se convirtió en el centro del universo. Igual que en todas las esquinas del planeta, decían, en las esquinas de Long Beach no pasa ni el viento sin pagar su peaje, y se reían, acariciándose solos se reían los hombres y las mujeres y las hombres y los mujeres de la tierra.

Sadie, olvidada por todos se llenó de tristeza y de agua podrida por dentro. Mi delirio es la desolación, el hueco de la bomba, las sillas retorcidas y aún manchadas de sangre de cualesquier masacre.

Después de una investigación exhaustiva por entre los callejones de mala muerte del Down Town de Long Beach llegué hasta tu departamento en el dominio de las ratas. Yo soy la esencia de todo lo que han sido mis ancestros, te dije al oído buscando descrestarte. Tú que todo lo sabes ignoras de la muerte. Soy el diablo, soy el murmullo, soy la conciencia de los torturadores, soy la risa endiablada de quién arrojó la bomba sobre la Hiroshima de los ojos rasgados.

Cansada de artilugios padecías cada salto de la carretera. Perdida entre las morenas de trasero enorme eras un remedo maltrecho de mujer, y abrías la boca y los brazos y te tragabas sedienta mis mentiras de amor. Nadie se escapa de él, todos se dan y toman, todos son dios y el diablo al hacer el amor, al cabalgar un pedazo de fuego que grita yo te amo.

Primero con resquemores y luego francamente asombrada me enfrentaste. ¿Sabes hace cuántos años nadie me mira así?, y yo te dije no, nada sé de la vida y en tus labios te pedí perdón por todos los hombres que te han violentado.

No sé si sabedora de tu próxima muerte o cansada de todos mis requiebros te fingiste engañada. Yo, hecho para la venganza, estoy aquí Sadie Mae Glutz para llevarte al cielo. Cielo es un decir porque los dos sabemos que esa palabra encierra angustias y ganas de deshacerse a gritos. Nos sinceramos entre tragos y después de hacernos el amor por varias horas. Estabas harta y enferma, amén de dolorida, y yo era o soy un espécimen hecho para el odio, un instrumento que utiliza esa masa informe y purulenta que le dicen la gente para emparejar las cargas, te dije que yo era el diablo y que venía por fin a hacer mi trabajo. Sonreías dulce entre tu rostro avejentado. La muerte se enseñoreará por estas calles, me dijiste sombría. Perdida en tus suburbios confundías los presagios con los deseos. La tierra va a temblar gritabas asomada al aire detenido de la Cherry y la 56.

Lento, centímetro a centímetro me hice indispensable para ti. Cada minuto sin ti es un día sin aire, decías riéndote, bella y desnuda ante mí con tus carnes alguna vez duras me abrazabas con fuerza. En mitad de la noche te despertabas atormentada por las visiones del Armagedón, palabra nueva que habías rebuscado para hacerte notar. Hablabas sin parar de las calles desoladas y una vez más los ejércitos lanzando al mar los racimos de gente serán el pan de cada día, decías en mis brazos. Querida Sadie, no te atormentes por lo que has hecho, cantaba cada amanecer alguien en la ventana al arrullo de mis besos y de mis caricias lascivas de hijo descarriado. Te amo, le decía yo a Sadie Mae Glutz abrazándola fuerte. El sábado 19 de septiembre moriré solita y sin un llanto que me abra los caminos, solía repetir ella, la más amada. Con fruición me obligaba a prometerle que no, no te dejaré sola entre los lobos que custodian el camino al mictlán, y ella amortiguada a medias se dejaba llevar de mis caricias a la tierra del fuego.

Vagamente quisimos dar a conocer sus nuevos presagios, quizá los verdaderos, pero al hombre común de la Market y la Orange, de la Walnut y la Cerritos Ave poco le importaban en ese instante los devaneos de loca de la Sexi Sadie. Cuando se cae un gigante no se vuelve a parar, dicen las malas lenguas por entre los callejones de mala muerte del barrio, además todos ustedes saben que en North Long Beach jamás pasó otra cosa que el olvido. Estamos hechos apenas para el odio y para derretirnos al sol rojo del final del verano. El jueves 17 te di un beso que recorrió Sexi Sadie las profundas cicatrices que habían dejado las cadenas en tu piel. Voy por una cerveza, te dije mientras los samoan vatos empezaban con su cantinela mortuoria en la esquina de la Harding y la Atlantic. ¿Ya sabrán de tu inminente muerte?, alucinado me lo pregunté trepándome en las nubes.

El buque fantasma del amanecer viene repleto de vendedores de rosas y de prolijos rebuscadores de la vida. Apretado entre el respirar de moneda vieja de la Lucilene y de los demás brotheres me reventé de gusto lejecitos del mundo y de la prisa. Una piel sudorosa, un grito, una vena desgarrada quedan tan solo en pie después de unas horas de juerga. Tengo la edad del mundo, vomito, si al menos por un momento se me fuera a la mierda esta certeza de estar vivo. En las tinieblas pregunto y me responden, domingo 12 y treinta y el mundo sigue en calma, aún no desembarcan las guardias nacionales a enviarnos al infierno como habías presagiado inútilmente Sexi Sadie.

Saltando de un pensamiento a otro llego hasta la puerta de tu departamento un día después. Empujo tu puerta, choco con el horizonte de calzones y de blusas que fueron tu vía Láctea. Sin remordimientos te encuentro despatarrada en mitad de la cama. La ventana abierta refresca el aire detenido salpicado de orines y de medicinas. No flores ni luceros ni estrellas, tan solo una bandada de moscas están sobre tu rostro de mujer. Despacio, meticuloso y saboreando el vino de la labor cumplida busco entre los cajones, debajo del colchón, entre tu ropa interior, y canturreando al eco descompuesto de los samoanos que abstractos ya te lloran me guardo los trescientos cincuenta dólares que eran tu gran fortuna y me interno Sadie Mae Glutz en las calles que pronto despoblarán las guardias nacionales de North Long Beach.

José Manuel Rodríguez Walteros (Bogotá, Colombia) es un escritor que se radicó en California hace más de 20 años. Novela y cuento, a veces poesía, están en sus creaciones que han sido galardonadas aquí y allá. Premio Fernando de la Mora, en el Juan Rulfo, mención especial Casa de las Américas y Letras de Oro, entre otros, dan fe de su quehacer literario. Ha publicado Las Voces del Enigma, novela, No más canciones para los muchachos muertos, Los cantos de la noche son los cantos del East LA y Las historias del Descifrador, en cuento. Pertenece al grupo literario La Luciérnaga de Los Ángeles con el cual lleva añales luchando por darle un lugar de relevancia a la literatura en español hecha en Estados Unidos.

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