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Cuando pierde su trabajo y con éste el dinero de la renta y de la comida, Pedro Moya no se deprime. Después de todo, lo mismo le ha pasado a Jonathan Welsh, el que conversa con Dios, uno de sus autores favoritos y que también fue homeless. Mismito como va a ser él.
Tiene suerte Moya. Hace tiempo que viene leyendo los libros de autoayuda que dicen que todo todo se hace realidad si uno verdaderamente lo piensa y lo cree. También ha leído del minimalismo que aconseja «soltar cosas, dejar ir». Cuando le dicen que lo han despedido sabe que su trabajo es una cosa más qué soltar: el trabajo, la renta, sus enseres…quedar liviano, como Welsh.
Con tanto consejo, tanto ejemplo. Mal no le puede ir. No le puede ir mal.
Así es como improvisa una venta de garage tras lo cual vende o regala la mayoría de sus cosas. Vende todo menos su ropa y sus libros, claro. Paga parte de sus cuentas de las tarjetas de crédito. Confía el resto de la deuda a las maniobras reguladoras de Obama.
Entonces se consigue una caja de cartón de tamaño natural en un supermercado cercano y se asienta en su nuevo domicilio al aire libre un verano, justo frente a Macy’s.
Claro, tiene uno que otro inconveniente. Un vecino que responde al nombre de Joe se lo disputa. Le grita unos cuantos improperios y amenaza con navajearlo hasta que se lo lleva una ambulancia al Belleview.
«Pero qué más da. Todo esto es para fortalecerlo, son pruebas, dicen los sabios de mis libros» , piensa Moya. Además, sus ángeles guardianes, vestidos de azul y blanco, a veces en bicicleta a pie o en patrulla, a veces con pantalones largos, están cerquita en la 35th la Octava y la Novena Avenida.
Mal no le va a ir. No.
Tiene suerte Moya, puede vivir justo en el centro de Manhattan sin problemas. Lo bueno de pernoctar en el medio de la ciudad es que así puede ayudarle a su mente a que tenga muchas imágenes (niñas bonitas en cueros, zapatillas de marca, viajes a Italia y éxito) y así puede seguir soñando. Porque, tarde o temprano, si esas imágenes siguen dando vuelta por su cabeza, sus sueños se harán realidad. Lo sabe. Como le sucedió con las lecturas zen que le guiaron para que soltara y soltó horario, sueldo.
Se dejó llevar…
La primera noche de domicilio en la calle 34, las ratas, despiertas por los 101 grados de temperatura que no menguan, no lo dejan dormir. Pero qué importa. Total. Debe compartir con la naturaleza su espacio. Somñoliento al otro día, se pasa el día buscando en los tarros de basura los restos de comida que los turistas hartados de tanta grasa y azúcar botan a medio comer a la salida de Dunking Donuts, de las galletas, de Wendy’s, de McDonalds.
Pescando como en el mar se halla Moya, tras lo cual consume tranquilamente su festín. Aprovecha bien. Las ratas, asustadas por el gentío, se esconden. Moya piensa en la perfección del medio ambiente: las cadenas alimenticias funcionan en todo sistema. Siente que tiene mucha suerte.
Son las 12 pm. y allí está Moya leyendo sentado en los nuevos banquitos que ha colocado el alcalde Bloomberg en la Avenida el tercer libro de Eckard Tolle que, oh sorpresa, también fue homeless como él.
Su cuerpo hiede, su cabeza arde. Cuando no da más, sencillamente baja a la estación, aprovecha un descuido y se pasa hacia adentro para tomar el tren F.
En Borough Hall, se viene de vuelta refrescado, pasa al baño, se apreta la nariz con la mano derecha, orina, defeca y ya está: tramo diario para evitar el calor que, para no invocar malas energías, no quiere llamar infernal.
Anochece. Moya se dirige a su domicilio. Lo arma cuidadosamente. Mira hacia afuera por una ventana que ha improvisado y se da cuenta de que no está solo. Hay tres o cuatro vecinos para conversar. Para acomodar su ansiedad se fuma los restos de cigarros que otros botan. Qué suerte que tuvo de no deshacerse de su encendedor, porque le sirve para rematar los restos de cigarros, le servirá para espantar las ratas y para leer tranquilamente y hasta la madrugada su cuarto libro de Eckard Tolle. Suerte perra la de Moya.
La segunda noche, para ayudarse a soñar, Moya abre el libro The Secret en páginas seis y siete que alumbra con el encendedor. Tiene suerte, mucha suerte. El incendio de la caja dentro de la cual duerme es apagado por una repentina tormenta tras la cual llega un policía (ángel de la guarda) que lo acomoda junto a otros bajo una rendija de la estación del metro.
En esta rendija, siente un ardor y se percata de una, dos, tres, cuatro, cinco picadas de insecto que Moya deduce son chinches. Pero el sufrimiento es prueba de carácter, dicen los libros. Así que se mira una, dos tres, cuatro mordidas y sonríe mientras lee tranquilamente el final del libro de Eckard Tolle.
El tercer día sí que es una mejor prueba. Un homeless vecino con tirria le disputa el resto de hamburguesa que se acaba de conseguir en el tarro quinto de la calle 35. Lo mira con odio acumulado de tres días. Moya lo mira con compasión, le da unos mordiscones en la mano que le sacan sangre al vecino para espantarlo por un rato y continúa leyendo.
El cuarto día mientras busca en la basura un periódico (ya no le queda dinero para libros), se da cuenta por las miradas de los turistas, que ha comenzado a oler. Pero tiene mucha suerte. Nueva York no lo abandona. Mira al cielo. Las nubes preñadas tipo Botero teñidas de un gris tipo petroleo dan cuenta de un tercer milagro. Se acerca un aguacero. Es mucho pedir. Se queja de lleno.
Así es como se saca la ropa, saca un jabón de esos de muestras que regalan (otro milagro) en la tienda de jabones artesanales. Listo. La ducha natural es un regalo del cielo. Los turistas dan vuelta la cara, uno que otro suelta una carcajada. Se le acerca un «ángel de la guarda» que le pasa unas bolsas plásticas para que se tape sus «private parts».
Increíble la abundancia, piensa Moya. La tierra es generosa con uno. Sí que lo es.