Desde arriba, a la distancia, solo somos un grupo líquido, casi turbio; una asociación suelta. Nos llaman latinos, hispanos; a veces chicanos o directamente, con el nombre genérico y erróneo de mexicanos. Pero así es como nos ven, desde lejos.
Pero si uno se acercara, vería que cambiamos de pequeños puntos en el cielo – como estrellas en el firmamento, sí – a individuos, y notaría las disparidades entre nosotros: que por el color de la piel, que por cultura, o por religión, creencias políticas, preferencias sexuales, historia de nuestros antepasados y las tonadas de nuestras músicas. Somos diferentes.
Algunos de nosotros, como inmigrantes, después de llegar, nos fundimos en un crisol y nos forjamos en un solo concepto unificado. De repente miramos alrededor, nos aceptamos, nos entendemos y nos convertimos en «latinos» o en «hispanos». Dejamos entonces que nos unan las características del lenguaje y la cultura y una historia común y, una vez aquí, también un destino común y la forma similar como la gente nos ve.
Aunque al mismo tiempo, sean esas mismas características las que nos separan.
Una persona que conocí trabajó como maestra en una escuela rural primaria en México antes de llegar a Estados Unidos. En su pueblo, las familias no tenían lo suficiente para comer. Sin embargo, los padres llevaban a sus hijos a la escuelita para aprender lo básico. Pero al final del séptimo grado, los esperaban a la puerta de la escuela, dijo, y los enviaban al Norte para trabajar. Al final, ella misma tuvo que seguirlos.
Muchos de nosotros vinimos cruzando el río o en avión como turistas, o en el baúl de un automóvil, o con los papeles de alguien, o, en fin, legalmente, pero creyendo que tan pronto como podamos ahorrar algo de dinero, volveríamos a casa. La casa. Esa creencia nos dio fuerza para aguantar los sinsabores y los fracasos, y la infinita tristeza de no poder estar allí, en la casa verdadera, cuando moría algún miembro de nuestra familia.
Una mujer y su esposo de Monterrey poseían allí un terreno, no muy lejos de la universidad donde ella había estudiado. También ellos llegaron a Los Ángeles con la idea de ahorrar algo de dinero con el que construirían una casa en esa parcela para que sus hijos pudieran vivir cerca de la universidad y así graduarse. El niño tenía 10 años; la niña tenía solo seis años.
Pero gastaron el dinero que ahorraron en sus necesidades aquí. Aquí compraron su casita.
Hoy sus hijos han crecido y están comprometidos y dejaron el hogar.
Si alguna vez regresan, estarán solos. ¿Cuando será? Probablemente nunca.
Dos padres de Uruguay, política e ideológicamente militantes, llegaron a Los Ángeles durante el conflicto político de la década de 1970. Aquí se envolvieron en el silencio del recuerdo y la precaución. Muchos años después, sus hijos no saben nada sobre lo que sucedió allí y lo que tuvieron que hacer. Si lo supieran, lo considerarían un buen guión de película. Algo que no puede ser.
Otro llegó de Israel porque allí le requerían servir dos de cada doce meses en las reservas militares. Cada vez se quedaba sin trabajo. Sobrevivió milagrosamente dos guerras hasta que su esposa lo hizo jurar que buscarían una vida mejor en ‘América’. Haciendo lo que sea, pero vivo, le dijo.
Hoy, ya viejo, escribe editoriales, poemas y un recuerdo.
Una ex compañera de trabajo fue administradora de escuelas privadas en Guatemala. Cuando la escuela se quedó sin recursos, perdió su casa, su auto, dinero y su trabajo. Entonces, ella vino aquí.
¿Pero por qué a Estados Unidos?
¿Adónde más, entonces?
La gente viene por muchas razones: la economía, la política, la idea de la libertad. Para tener una aventura. Para salvarse de los mareros. Para alejarse de sus padres. O de una dictadura. O bien, porque regresó la democracia.
Vine, uno dijo, porque me ofrecieron un trabajo con una visa diplomática. La visa expiró pero él ya se quedó, y vive como puede..
– Yo vine porque me confiscaron la tierra.
– Vine por los sandinistas en Nicaragua.
– Vine porque me enamoré de un gringo.
– Vine porque era un Marielito en Cuba.
– Vine porque en México fui atacada, violada y robada varias veces en un año.
– Vine, porque no tuve otra opción; No había qué comer.
– Vinimos, todo dicho, porque lo que teníamos allí no era suficiente.
Vine por esto, por esto y por esto, o para alejarme de esto otro. Para arriesgarlo todo. Para jugarme la vida, pues.
Con una mano adelante y una mano detrás, así es como llegamos.
Para quienes vinieron sin papeles y escondidos y hasta para los que llegaron abiertamente, emigrar a Estados Unidos no fue un medio sino un final. En Agua Prieta, Sonora, México, al otro lado de Douglas, Arizona, entrevisté a un hombre que había intentado cruzar la frontera diez veces. Diez veces fue arrestado del lado estadounidense y regresado a México. La primera vez le había pagado a un coyote para ayudarlo a cruzar con la plata que obtuvo por su vaca en el pueblo. Después de eso, dijo, se quedó sin nada para pagar, pero ya conocía el camino.
– Intentaré una vez más y si me detienen, volveré a casa. Pero en la casa ya no hay nada.
Otros – cada vez más – se entregan a la Migra en el instante que cruzan y piden a gritos asilo. Porque les dijeron que si decían que fueron perseguidos les iban a abrir el paso. Y claro, todos ellos fueron perseguidos. Allí no pueden volver porque los matan, como mataron al hermano, porque los violan, como violaron a la madre, y total no les queda nada porque les quemaron la casa y la policía mirando.
Y otros llevan el recuerdo de cuando los separaron de los hijos menores de edad. No supieron nada de ellos por meses y casi mueren de la tristeza. Todavía están por ahí recogiendo los pedazos de sus corazones.
Aquellos que emigran como adultos colapsan aquí, porque su sentido de pertenencia se borró. Al cabo de años su identidad está todavía confundida. Las imágenes de la vida aquí aún les son extrañas. No reconocen los olores. La comida, las caras, los hábitos; todo es nuevo y extranjero.
Veinte años después todavía son extranjeros. Podrían hablar con fluidez en el nuevo idioma, pero por dentro todavía hablan el viejo. A veces en secreto. O pierden un idioma sin adquirir jamás el nuevo.
Para sobrevivir deben nacer de nuevo. Tienen entonces que decodificar pulgadas, millas y grados Fahrenheit y en la mente hacer la conversión a centímetros, kilómetros y Celsius. Con mucho esfuerzo logran hacer que esta ciudad sea nuestra. Se reúnen y adoptan un nombre genérico: latinos, hispanos.
Hacen ese nombre genérico – tan extraño como el país – suyo. Se convierte en parte de ellos, en su nueva identidad. Es lo que define el futuro que aspiran, lo que leen, sus áreas de interés, sus demandas y carencias.
No somos una raza. La membresía a nuestro grupo es totalmente voluntaria. Es una identidad improvisada, hechiza. Una identidad artificial. No por eso menos válida. Eso somos.
Nunca volveremos a ser quienes éramos.
El hombre que era Don Alejandro en Buenos Aires, conocido y respetado por todos, lava los platos a medianoche en un restaurante de la Melrose. Ahora es Don Nadie.
Aquellos que realmente querían regresar ya lo han hecho. Cumplieron el sueño de volver, aunque tengan, sí, esa frente marchita.
Pero ellos también, a veces, son ahora extraños en sus propios países. Regresan, pero nunca llegan. Las calles que recordaban de su infancia son demasiado estrechas; los edificios demasiado viejos. No los entienden. No son felices, ni aquí ni allí. Existen en círculos.
Y así, al final, moviéndose en círculos, continúan buscando la casa., perdidos, perdidos para siempre.
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