Si durante mi juventud hubiera cobrado un peso por cada estupidez en las que solía involucrarme directa o indirectamente, ya me habría pagado unos cinco viajes alrededor del mundo.
Pero por alguna extraña razón que aún no he logrado descubrir, detrás de cada estupidez siempre hubo un duende minimizando mis riesgos, o sacándome de un apuro. Como en el que estuve toda una noche durante las lluvias que azotaron a Tijuana por más de una semana, en enero de 1993.
La casa de la colonia Gabilondo
Entre el miércoles 6 y jueves 7 de enero, ya habían caído 86.9 milímetros de lluvia en la ciudad. Las escenas que vimos los tijuanenses durante este diluvio fueron realmente dantescas. Coches arrastrados por la imparable corriente de agua, junto a piedras y lodo.
En la colonia Gabilondo una casa fue arrancada completamente de sus cimientos y arrastrada por varios metros, trayendo como su más cruda consecuencia la muerte de dos de sus moradores. Nuestro Paseo de los Héroes por unos días pudo competir con Xochimilco.
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Tijuana se convirtió en una ciudad completamente intransitable, con zonas enteras totalmente incomunicadas. Ese fue el caso de Camino Verde, Los Laureles y Centenario. Estacionamientos subterráneos de conocidos centros comerciales – Plaza Fiesta – tenían agua por encima de los techos de los autos.
Hubo pérdidas millonarias, pero lo más lamentable fueron las 39 muertes y los más de 800 damnificados que quedaron como saldo de los 10 días de tormenta.
Las causas, fueron las de siempre, las que se repiten tragedia tras tragedia. Falta de inversión y de visión de mediano y largo plazo de los tres niveles de gobierno. Corrupción de funcionarios para el otorgamiento de autorizaciones de uso de suelo a fraccionadores/constructores depredadores y estafadores. Esto permitió la construcción de un sinnúmero de viviendas en zonas de evidente riesgo o con vicios ocultos al comprador.
Impunidad perfecta
El modelo perfecto de impunidad, porque al final del día, no importa el tamaño del daño o la tragedia, a la fecha no hay ningún constructor en la cárcel. Y los fraudes como la inflación, siguen siempre a la alza.
Otras causas de importancia:
- Insuficiente infraestructura pluvial, los famosos cajones pluviales escasos y los pocos que hay sin mantenimiento.
- Asentamientos irregulares: según datos proporcionados por Protección Civil publicados en el Semanario Zeta en 2008, “entre el 40% y 50% de los tijuanenses (casi 1.5 millones) viven en terrenos o viviendas de alto riesgo, el 90% de estos son productos de “invasiones” y en consecuencia los terrenos no cuenta con los servicios básicos”. Y mucho menos con infraestructura pluvial.
El entonces alcalde de Tijuana, famoso años después por su lamentable actuación en la COFETEL, Héctor Osuna Jaime – by the way: arquitecto de formación y especialista en desarrollo urbano y planificación estratégica – hizo dos cosas muy buenas antes y después de las lluvias de enero.
Dos días antes se invitó a la gente residente de las zonas de alto riesgo que evacuaran sus hogares. Algunos hicieron caso, pero evidentemente otros no.
Treinta y dos muertos y 800 damnificados después el gobierno municipal de Osuna propuso el ambicioso Plan de Activación Urbana. Fue un plan de 40 grandes obras para prevenir este tipo de desastre.
Un problemón constante
Pero, ¿qué pasa con los planes cuando el gobierno municipal pertenece a un partido y el federal o estatal a otro? La aprobación de los fondos es algo tardadita. Hay que dar muchas vueltas, así que la devaluación del 95 rebasó las buenas intenciones. Para cuando los fondos llegaron ya se necesitaba más dinero. Para cuando las obras se empezaron a ejecutar, pues ya las necesidades de la ciudad eran otras y eran más.
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En el 2008, según el ex titular de la UMU Manuel Guevara, dependencia que desarrolló el PAU (Plan de Activación Urbana), estas obras se encontraban al 95%. Pero claro, de 1993 a 2008 la población de Tijuana se duplicó. Así que menudo problemón venimos arrastrando desde el 93.
En fin, en este contexto se da mi estupidez personal de las lluvias de enero de 1993:
Era jueves y seguía lloviendo. En ese tiempo mis padres me habían regalado un viejo Volkswagen Jetta, al que la verdad lo que menos le sonaba era la radio. Así que se nos hizo fácil ir a recoger a dos amigas que en ese tiempo vivían en el centro de la ciudad.
El bulevar Agua Caliente era un verdadero asco, pero se podía andar. Despacio, pero se avanzaba. Así que hicimos todo el recorrido desde el Hipódromo hasta la Avenida Negrete. Allí daban vuelta los taxis rojo y negro para entrar al centro.
¿Qué madres es eso?
Dimos vuelta y a la altura de la calle once, tuvimos que girar hacia la derecha en vez de seguir recto, porque las velocidades ya nomás no le entraron. Se desclochó, me dijo mi amigo. ¿Qué madres es eso?, pensé yo. Pero entendí con la práctica, que el “clutch” de mi carro de velocidades ya había pasado a mejor vida.
Seguía lloviendo, ahora mucho más fuerte que cuando transitábamos tranquilamente por el bulevar, comentando la última noticia de mi archi-enemiga y rival vitalicia: Courtney Love acababa de demandar al hospital Cedars Sinai de Los Angeles, por haber filtrado información al LA Times de “dizque” haberse sometido a tratamiento de metadona, estando embarazada de la hoy adolescente Frances Bean Cobain.
En fin, en eso estábamos cuando se fastidió el coche. Así que lo dejamos frente a unos departamentos en la calle 11 y decidimos caminar. No había un alma en la 11, cortamos por un callejón hacía la calle 10. Allí podíamos ver la luz de la gasolinera y el semáforo de la esquina del mercado Hidalgo y del Lote donde siempre se ponen los circos.
El agua nos llegaba ya hasta las rodillas y aún no salíamos de aquel callejón. Nuestros pasos redujeron su velocidad en un factor de 5:1 como mínimo. Es decir que hicimos en 5 minutos lo que en condiciones normales nos habría tomado 1 minuto o menos.
Nuestro plan era tomar un taxi tan pronto llegáramos a la Plaza Fiesta. Ahí siempre había taxis. Pero me di cuenta que con la prisa de empezar la parranda con mis amigas, a quienes por cierto nunca llegamos a ver, por lo que les estoy contando, había olvidado mi bolsa, no traía ni un documento encima y mucho menos dinero. Mi amigo, bueno ese, no creo que conociera las carteras, seguramente las confundía con… bueno… eso, que tampoco traía dinero encima.
Empecé a preocuparme. Mi amigo caminaba campechanamente en la medida que la corriente de agua le permitía. Estaba seguro que algún carro nos daría un aventón a su casa, que estaba más cerca del Río que la mía. Ahí le pediríamos dinero a sus padres y llamaríamos a un taxi para que me llevaran a casa.
Aparece el duende
En eso estábamos, cuando apareció el duende al que me refiero al inicio de este relato. En la corriente de agua, vimos algo flotando que me llamó la atención rápidamente: mi subconsciente había registrado mucho antes que yo, que un billete de 200 pesos viajaba flotando el agua: ¡Un billete!
Le grité a mi amigo, esperando que adivinara que en el silencio que le siguió se incluía la instrucción de ¡córrele! y ¡agárralo! No entendió hasta que me vio subir las piernas como si estuviera tratando de darme rodillazos en la barbilla. Estoy segura que en algún momento tuve que tragar agua de aquel río mugroso. No importó, los doscientos pesos ya estaban sanos y salvos en mi mano. A buscar un taxi.
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…….
El agua se traga la calle
Cuando llegamos al semáforo del Mercado Hidalgo, no podíamos creer el caos. Aún subidos en el camellón, el agua nos seguía tocando las rodillas. Intentamos parar un taxi, pero nadie se detenía. Vimos una ambulancia y la seguimos gritándole que necesitábamos que nos llevara.
El co-piloto me dijo prácticamente que si podía caminar, no necesitaba su ayuda. “¡No nos la estamos acabando con las emergencias, mija, no te va a ayudar ninguna ambulancia, camínale mejor!”
No sé que me jodió más: que no me diera un aventón la ambulancia, la mojada, o que me dijera mija.
Como pudimos llegamos a la esquina de Plaza Fiesta que da al Monumento “al Fierro” y al Cecut. Aquello era totalmente desquiciante. El agua se había tragado literalmente las calles y las banquetas. Plaza Fiesta estaba completamente inaccesible, lo que hizo trizas nuestro plan B: tratar de hablar a casa desde una de las tres cabinas telefónicas de la Plaza. No hubo forma.
No sabíamos qué hacer, pero el duende se presentó de nuevo en la misma noche, cosa poco habitual. Un taxi que no estaba en servicio, pasó por un lado, nos vio, lo vimos… yo estaba al borde de las lágrimas. Mi amigo ya había llorado los últimos 5 minutos.
El taxista tampoco tenía buena cara, no detuvo el coche. Pero la poca velocidad que la inundación le permitía nos ayudó a mantener un breve dialogo.
“¿Nos puede ayudar por favor?”, le dije con la poca voz que me quedaba.
“¿No estoy en servicio? ¿Pero a dónde van?”
“¡A las Californias!”, dijo mi amigo con el ánimo renovado.
“Está re-lejos, no se si la haga el carro”, dijo el taxista. Su tono que lo mismo podría interpretarse como lástima que como un querer largarse inmediatamente de ahí.
Entonces me acordé de mis doscientos pesos. Era nuestra única posibilidad. Nadie nos iba a pelar en aquellas condiciones, posiblemente hasta dentro de unas horas, si es que la lluvia cedía. Eso parecía que no iba a suceder. Después veríamos que no cedió ni en unas horas, ni en los siguientes siete días.
“Tenemos doscientos pesos, es todo lo que traemos encima, aquí están”, le dije mostrándole mi billete.
“Súbanse”, dijo sin pensarlo dos veces.
Regañadas de padre y madre
Nos tomó dos regañadas, una del padre y otra de la madre de mi amigo y dos taxis para llegar a mi casa. El primero que me llevó se descompuso en la curva de Paseo de los Héroes frente a la ETI 24. Tuvimos que esperar casi una hora antes de ver llegar a su relevo.
Cuando llegué a casa, mis padres ya tenían noticias mías. La madre de mi amigo les había llamado, y pese a ser cerca de las 4 de la mañana, me tuve que soplar un rosario de regaños a dos bandos, y todo un año sin coche después de eso.
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Después ya en la cama, me puse mis audífonos y me dormí escuchando a Nirvana. Paradójicamente estas fueron las letras que me arrullaron esa noche terrible en la que el agua ahogó a Tijuana:
I’m not like them
But I can pretend
The sun is gone,
But I have a light
The day is done,
I’m having fun
I think I’m dumb
Or maybe just happy
***