ARIZONA- Yeni González y sus tres hijos no salieron de Guatemala; huyeron. Tenían miedo. Vivían entre la pobreza y la violencia. Para ellos, su tierra podría ser bella, pero peligrosa y en extremo traicionera. Por eso se fueron. Escaparon. Atravesaron México y sobrevivieron. Llegaron a la frontera y se derrumbaron. Los separaron. Ella pasó más de 40 días encerrada en un centro de detención en Arizona; ellos terminaron en un albergue en Nueva York. Pasó mucho tiempo antes de que se reencontraran, y solo a medias. Rotos. Doloridos. Incrédulos. Curtidos.
Yeni fue una de las madres víctimas de la política de cero tolerancia de la administración Trump durante el verano de 2018. Vivió un calvario y la carcomieron los demonios de la culpa y el miedo. Aún así, no daría vuelta atrás. Guatemala representa para ella -y otros miles de sus paisanos- lo más parecido al infierno. No, Guatemala, la de hoy, no es –ni siquiera en papel- un lugar seguro.
El acuerdo que firmaron los presidentes Donald Trump y Jimmy Morales para nombrar a Guatemala como un “tercer país seguro” se sintió como un golpe seco que obligó a los guatemaltecos a exhalar con violencia. ¿Es una burla?, cuestionaron. ¿A quién quieren engañar?, exclamaron. ¡No tienen vergüenza!, se burlaron.
Los guatemaltecos en Estados Unidos y los que aún esperan asilo en México se sienten traicionados, como si su gobierno se hubiera vendido por centavos. No les sorprende. Nunca han confiado en los altos mandos. Aún recuerdan la cruenta guerra y la opresión del Ejército, no olvidan los bebés asesinados ni las mujeres ultrajadas. Nadie se salvaba entonces; ni se salva hoy. Guatemala no ha dejado de sangrar.
Pero les duele el orgullo; tienen herido ese patriotismo nato que viene en los genes de la herencia cultural. Guatemala hizo lo que México, El Salvador y Honduras no quisieron. Cedió ante unas amenazas comerciales. Se dobló y entregó tributo doble; a cambio, migajas. Ahora, Guatemala está al servicio de Trump y sus caprichos. Se podría convertir en una “cárcel” para centroamericanos. Le dio poder al gigante de enviar a más de 250,000 detenidos –sin importar su nacionalidad- para que vivan en su tierra por tiempo indefinido, quizá por siempre.
Unos escapan y otros vuelven. Tan solo este año se han ido más de 235,000 guatemaltecos de su patria; no todos han buscado el Norte, pero sí una vida mejor. ¿No que muy seguro? ¿Por qué se van, entonces? No tienen para quedarse ni para irse, pero prefieren avanzar sin mirar atrás. Si ellos, que tienen raíces echadas, no se quieren quedar, ¿por qué lo harían los demás que ni cariño le tienen?
Sí, con este acuerdo de “tercer país seguro”, los hondureños y salvadoreños no tendrán más opción que pedir asilo y protección en una patria tan corrupta como la suya. Nadie estará seguro. Nadie dejará de vivir con miedo. Nadie podrá cerrar los ojos y sentir que está en casa. Nadie podría pedir asilo en Estados Unidos y reunirse con los suyos que están atrapados ya en la jaula de oro.
Pasará lo de siempre: Empezarán las diferencias, las miradas acusadoras y el predecible complejo de impostor. La intolerancia comenzará a zanjar familias y países. Habrá revueltas y protestas. La herida de la historia se hará más profunda.
Guatemala ya no es un lugar de paso; es un cómplice de la agonía del sueño migrante ajeno, extranjero y aún más violento.
Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.