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Cruzando Líneas / El santo de mi pueblo

Son cientos los que a partir de septiembre cada año caminan más de 80 kilómetros entre Nogales y Magdalena para cumplir lo prometido. Llegan con los pies destrozados y las piernas acalambradas, y algunos terminan la peregrinación de rodillas

Soy de un pueblo en el norte de México que tiene magia. En el centro está la plaza monumental, con una fuente grande y una iglesia histórica con campanas que repican media hora antes de cada misa. A un lado, entre tiendas de artesanías mexicanas, veladoras y rosales, está el mausoleo de san Francisco Javier, un santo al que celebramos el 4 de octubre, el día de san Francisco de Asís (esa es otra historia digna de contarse). Magdalena de Kino, Sonora, es un lugar donde se entrelazan la fe, la cultura y la tradición.

Dice la leyenda que San Francisco es un santo muy milagroso. En su hábito café oscuro cuelgan decenas de medallitas de diferentes figuras, unas piernas, unos ojos o bebés. El rostro tiene pintados los besos de esas bocas que le susurran sus plegarias al oído antes de levantarlo. Sí, la costumbre dicta que a la figura del santo hay que levantarla, como si fuera un examen de conciencia; los puros, lo mueven como si fuera una pluma, y los pecadores -dicen- sienten que las malas obras hacen que les pese como si fuera una tonelada… el arrepentimiento no es suficiente, hay que pagar la penitencia y la confesión.

También dicen que es muy cobrón. No basta agradecer con palabras y oraciones los favores concedidos, hay que pagar con mandas. Son cientos los que a partir de septiembre cada año caminan más de 80 kilómetros entre Nogales y Magdalena para cumplir lo prometido. Llegan con los pies destrozados y las piernas acalambradas, y algunos terminan la peregrinación de rodillas, con el cuerpo débil, pero el espíritu fuerte. En el andar se les cura el alma con la esperanza de que la fe pronto les aliviará el resto.

Otros rinden cuentas con limosnas, flores, bailes y serenatas. Por dos semanas, las bandas retumban entre la carretera y el Cerro de la Cruz. Las tribus de los dos lados de la frontera danzan y entonan sus cantos en círculos, con trajes típicos e instrumentos ancestrales. Los más mortales llevan sus sillas plegables y hieleras y corean “Las Mañanitas” al son de la tambora o los taka takas afuera del mausoleo, a veces hasta la madrugada. Es un contraste, uno que a mí me alborota el alma.

Yo no he hecho ni lo uno ni lo otro. Vivo con el privilegio de que siempre que vuelvo a casa camino por la plaza y hago una visita sin prisas ni compromiso. Casi siempre doy gracias, pero un par de veces en mi vida he pedido favores que creía imposibles… uno de los más difíciles está a punto de convertirse en realidad, ya les contaré. Mis mandas han sido distintas, pero no menos importantes, y el júbilo de celebrar a San Francisco lo llevo cerca del corazón, aunque confieso que ya no sé si por devoción o tradición.

Ir a las fiestas de mi pueblo me reconecta con esas raíces que muchas veces se convierten en recuerdos borrosos. Ahora conozco a muy pocos cuando doy la vuelta por el kiosco, pero aun así hay algo que me jala al centro, que me mueve el vientre y me enchina la piel. Ser pueblerina es parte de mi identidad, una más fuerte que cualquier otra más. Quizá la distancia – o la edad- nos ayude a entender el verdadero sentido de la tradición.

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