¿A las cuántas lágrimas se le compone a uno el corazón?
Una de esas preguntas que se hacen en voz alta esperando una respuesta que no llegará. Todos callamos al oír sus pensamientos. La escuchamos tragarse el llanto mientras se trenzaba el cabello. Se frotaba las manos nerviosa, como si con los dedos pudiera contener lo que estaba a punto de desbordarse por los ojos. Era reservada, pero amable. Se escudaba en el silencio, en las palabras de los otros… pero su mirada hablaba del dolor que no contaba con los labios.
Esa mamá migrante tenía, tiene y tendrá miedo; sí, así, con todos los tiempos.
Era la primera vez que hablaba de lo que pasó ese junio de 2018. En casa nadie toca el tema; no es por tabú ni censura, sino por no sacudir los recuerdos. Calan hondo. Dejó que fuera su esposo quien lo contara: escaparon de las amenazas en Guatemala, atravesaron México y se entregaron en la frontera de Estados Unidos. Ahí comenzó la crucifixión que le sigue al calvario. Él, que siempre ha dicho que los hombres no deben llorar, se acurrucó en posición fetal cuando le dijeron que no volvería a ver a su hijo. ¡Lo perdí, lo perdí!, ¡me lo arrebataron!
Las memorias montoneras explotaron sin filtro, con todo el dolor y la culpa que se puede acumular en un año. Él se desplomó, ella se endureció y los niños desvelaron las heridas que aún los desangran por dentro. La frontera los curtió, pero la separación les herró el corazón como castigo. Ahora están juntos pero rotos, con fisuras emocionales y despostillados sociales.
Esta es la historia de una familia guatemalteca que fue separada en la frontera; como ella, unas 900 más han sido forzadas a dejar a los suyos a pesar de que un juez estadounidense prohibió que los niños migrantes fueran arrebatados de sus padres al tocar territorio norteamericano. Pero el papel y la vida real son tan diferentes.
La “cero tolerancia” no ha terminado; la discreción es mas fuerte que los lazos familiares. Ahora no tienen nombres, sino las letras y los números de un expediente que los espera en inmigración; ya no son los Valenzuela, para el mundo son otros dos casos de asilo pendientes en el montón.
La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) interpuso una demanda en California para frenar las separaciones ilegales de migrantes.
Esta familia no lo sabía, para ellos el daño está hecho; pero hay otros con niños migrantes que podrían salvarse de ese suplicio que se manifiesta en pesadillas y abrazos de consolación. Si tan solo pudieran evitar que otro niño pasara lo que vivió el suyo… quizá.
Y es que es muy diferente ver el fenómeno migratorio a través de gobiernos y leyes, de padres con sueños americanos o abogados luchando por los derechos, que a través de los ojos de un niño. Esos pierden la inocencia; el camino les arrebata las ilusiones y la frontera los mata por dentro.
La separación de familias es una cruz que se llevará por generaciones. Esos niños migrantes no olvidan; los hijos estadounidenses de los arrestados en las redadas, tampoco. Están creciendo con resentimiento social, con un odio inculcado por la sociedad.
Estas son las secuelas de las que nadie habla.
Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.