Los recientes fallos de la Corte Suprema demuestran que se está alejando del consenso nacional. Se está convirtiendo en un instrumento partidario para lograr cambios cualitativos en la sociedad que son apoyados solo por una minoría. De hecho, la población rechaza muchas de sus decisiones. En su cruzada aprovechan que en la práctica sus miembros son casi todopoderosos. Su nombramiento es vitalicio, y si enfrentan conflictos de intereses o cometen actos corruptos no le deben cuentas a nadie.
Un tribunal que responde a complots políticos
Conforme al Artículo II de la Constitución, el Presidente propone candidatos y el Senado los aprueba o rechaza con base a la idoneidad, prestigio y capacidad de los mismos. Pero las audiencias en el Senado se han convertido en un circo mediático, en el que los últimos candidatos han mentido cínicamente sobre sus posiciones para una vez aprobado su cargo, oficiar de personeros partidarios. Maniobras, trucos, estratagemas y complots políticos tuvieron el efecto de producir la composición actual del tribunal.
Así, la jueza Ruth Bader-Ginsburg tenía oportunidad de renunciar en 2015 y abrir el camino para su reemplazo por alguien de similares características. Se negó a hacerlo. Cuando falleció poco después Trump ya era presidente.
En marzo de 2016 el presidente Obama designó a Merrick Garland para el puesto en reemplazo de Antonin Scalia que había fallecido un mes antes. Cínicamente, el líder republicano del Senado Mitch McConnell se negó a llevar a debate la nominación durante 293 días alegando falsamente que en su último año de gobierno Obama no tenía ese derecho. Cuatro años después, hizo precisamente lo contrario al habilitar el nombramiento de Amy Corret Barrett por Trump.
El expresidente nombró tres nuevos y remodeló al tribunal de manera histórica, creando una mayoría militante y extremista.
Al día de hoy, cinco de los jueces en ejercicio fueron nominados por presidentes que ganaron las elecciones pero perdieron el voto popular.
Una historia de retrocesos y pérdidas de derechos
Sus decisiones en los últimos dos años responden a un plan maestro: en el Caso Bruen debilitó radicalmente las leyes de seguridad de armas pese a la epidemia de tiroteos masivos. En el Caso West Virginia v. EPA, obstaculizó el combate del gobierno contra el cambio climático. En Dobbs, la Corte revocó la protección constitucional del derecho de las mujeres al aborto. El tribunal eliminó la acción afirmativa en las admisiones universitarias, erosionó su propia adhesión a los precedentes legales y disminuyó los derechos de las personas LGBTQ, usurpando atribuciones del poder Legislativo.
No menos injusto es que no exista un código ético legal que regule la conducta de los jueces y prevenga o castigue actos de corrupción como aceptar costosos regalos por parte de personajes que tienen casos pendientes ante la corte
Hay conflictos de intereses que en cualquier tribunal inferior haría obligatorio que el juez involucrado se aleje de la toma de decisiones. La esposa del juez Clarence Thomas fue protagonista del intento de insurrección y toma del Congreso del 6 de enero de 2021, pero él se negó a recusarse en el caso.
En un editorial en el Washington Post y un comunicado de prensa de la Casa Blanca, el presidente Joe Biden propuso ayer una significativa reforma de la Suprema Corte, que incluye: establecer un límite de términos para los letrados con un máximo de 18 años; un código de conducta ética para que los jueces publiquen los regalos que reciban y se abstengan de actividad política pública, y una enmienda constitucional, que dé por tierra con la inmunidad presidencial que hace pocas semanas el juzgado confirió a Trump por sus intentos de revertir el resultado de las elecciones de 2020.
Correctamente establece el mandatario que las acciones mencionadas “han hecho que el público cuestione la imparcialidad e independencia del tribunal, esenciales para llevar a cabo fielmente su misión de justicia igualitaria ante la ley”.
Las iniciativas de Biden son oportunas y justas, porque pretenden restablecer un principio fundamental de nuestra sociedad: que nadie está encima de la ley. Y aunque sus probabilidades de aprobación en el Congreso son exiguas, constituyen un paso adelante para comenzar a solucionar la profunda crisis de esta institución.